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Molokai

18 de noviembre, 9.00 h

La lluvia sobre Molokai había cesado y los alisios habían cobrado fuerza. En esos momentos agitaban las copas de las palmeras que se extendían a lo largo de la playa y levantaban crestas blancas en las olas. Lejos del agua, un puñado de tiendas de campaña, hechas de lona y bambú, aguantaba como podía los embates del viento. El ecocámping Dixie Maru había conocido tiempos mejores.

Pero era asequible para el bolsillo de unos estudiantes.

Karen se incorporó en el camastro y se estiró. El viento agitaba la fina cortina de la ventana de la tienda, descubriendo una vista de la playa, las palmeras y las aguas azules. No muy lejos de la orilla se produjo una explosión en la superficie del mar.

Karen agarró a Rick por el hombro y lo zarandeó.

—¡Despierta! ¡Una ballena!

Rick abrió los ojos y bostezó.

—¿Dónde? —preguntó con voz adormilada.

—Déjalo, me parece que no te interesa.

—Sí que me interesa —protestó—. Lo que ocurre es que estaba profundamente dormido.

Se sentó y miró por la ventana.

Karen admiró los músculos de sus hombros y su espalda.

En Cambridge nunca se le había ocurrido que, bajo las raídas camisas de franela que solía ponerse, pudiera tener un cuerpo tan atractivo.

—No veo nada.

—Sigue mirando. Quizá vuelva a emerger.

Observaron el mar en silencio. A lo lejos, al otro lado del canal de Molokai, el perfil del Ko’olau Pali de Oahu se alzaba en el horizonte. Sus picos estaban cubiertos de nubes algodonosas. Llovía en el Pali. Rick rodeó a Karen por la cintura, y ella le cogió la mano.

Ocurrió de nuevo, sin previo aviso; primero apareció la cabeza y después el lomo de una ballena jorobada, saltando fuera del agua y dando una voltereta en el aire antes de caer y levantar un enorme roción.

Siguieron contemplando la superficie del mar durante un buen rato, pero no se repitió. Quizá la ballena se había marchado.

Rick fue el primero en romper el silencio.

—Me ha llamado ese policía, el teniente Watanabe.

—¿Ah, sí? No me lo habías dicho.

—Según él, podemos marcharnos de Hawai cuando que-ramos.

Karen soltó un bufido.

—¡Están echando tierra sobre el asunto!

—Eso parece. En cuanto a nosotros, tenemos que volver al aburrimiento de nuestro laboratorio de Cambridge.

—Habla por ti —dijo Karen, volviéndose para mirarlo—. Yo no pienso regresar, no ahora.

—¿Por qué?

—Porque pretendo encontrar la forma de volver a ese… sitio.

—¿Te refieres al micromundo?

Karen no respondió, pero sonrió.

—Pero eso es imposible. No hay manera, y aunque la hubiera estarías loca si lo intentaras. —Se miró los brazos. Los moretones no habían desaparecido por completo—. El micromundo mata a los seres humanos como si fueran moscas.

—Desde luego. Todos los nuevos mundos resultan peligrosos. Sin embargo, piensa en los descubrimientos que podríamos… —Suspiró—. Rick, soy científica. Tengo que volver allí. La verdad es que no me imagino no haciéndolo. La tecnología existe, y sabes tan bien como yo lo que pasa con la tecnología: cuando has inventado algo, no hay forma de desinventarlo.

—Sí, y eso también ocurre con los malos inventos —objetó Rick.

—Exacto. Los «bots» asesinos y los microdrones están aquí para quedarse. La gente morirá en guerras nuevas y terribles. Gracias a esta tecnología, las guerras se librarán de otra manera, y el mundo nunca volverá a ser el mismo.

Una racha de viento azotó la tienda y la lona golpeó sus bolsas, tiradas en un rincón.

—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó Rick cuando la racha cesó.

—¿Nosotros?

—Sí, tú y yo. Me refiero a que…

Intentó atraerla de vuelta a la cama, pero Karen estaba perdida en sus pensamientos. Mentalmente, volvió a contemplar el paisaje que habían visto desde su zona de acampada en las laderas del Tántalo: un valle verde sumido en la bruma, con cascadas de agua precipitándose desde las alturas. Un valle perdido, un valle por explorar, apenas visto por los ojos del hombre.

—Tiene que haber una manera…

Algo llamó su atención, un destello metálico en una de sus bolsas. Un escalofrío le recorrió la espalda, mientras su cerebro se llenaba con imágenes de cientos de «bots» volando como insectos.

Fuera lo que fuese, salió volando por la ventana, tan pequeño que pasó a través de la tela de la cortina.

«No es nada», pensó Karen.

Luego se volvió hacia Rick y le dijo:

—Tiene que haber una manera de volver.