El pozo
1 de noviembre, 5,15 h
Lo único que se movía en la sala del generador del Núcleo Tensor era el «bot» gigante. Exploraba la estancia, pasando por encima del cadáver de Drake, buscando el modo de salir de allí; pero, al no encontrarlo, su programa entró automáticamente en modo «Perforación». Inclinó el cuello hacia el suelo de plástico, hizo girar sus cuchillas como un molinete y empezó a taladrar.
Cuando hubo abierto un agujero, se lanzó por él, cayendo en el pozo lleno de equipos electrónicos. Luego el «bot» siguió cortando y despedazando, haciendo lo que mejor sabía hacer.
Un torrente de crujidos y desgarraduras surgió de debajo del suelo de la sala del generador, mezclándose con la luz azulada de los chispazos y las descargas eléctricas. De pronto se oyó el siseo de algo sometido a presión, y una nube de vapor brotó del agujero. Era el sonido y la furia de los imanes superconductores desmoronándose. El edificio se estremeció cuando los campos magnéticos del generador entraron en fase caótica y cedieron. Al derrumbarse, se calentaron bruscamente, y la temperatura hizo hervir el helio líquido que rodeaba los imanes. El vapor de helio empezó a brotar del pozo.
De repente, los fusibles saltaron y las luces de todo el edificio se apagaron. No obstante, el «bot» siguió abriéndose paso a través de las entrañas de la maquinaria de Drake.
Pero todavía había alguien con vida dentro de Nanigen. En el pozo, un hombre alto y delgado observaba mientras el gran «bot» seguía destrozando los equipos. Se movía lentamente, con cuidado, sin hacer movimientos bruscos ni nada que pudiera llamar la atención del «bot». Retiró un disco duro de una batería de ordenadores, y desmontó las unidades de memoria junto con las bases de datos. Luego se guardó el disco, salió rápidamente del pozo por una escalerilla y huyó por el túnel de emergencia. Tras él, oyó un golpe sordo y algo que se inflamaba: el «bot» había provocado un incendio.
El túnel, revestido de plancha ondulada, discurría horizontalmente y terminaba en una escalera. El doctor Edward Catel trepó por ella. El disco duro que llevaba en el bolsillo contenía todos los diseños del Núcleo Tensor realizados por Ben Rourke, además de todos los datos de incalculable valor de las pruebas realizadas con el generador. Tras sumar dos más dos y haber llegado a la conclusión de que Drake había ordenado el asesinato de sus propios colaboradores, Catel había decidido que se trataba de una persona inestable y peligrosa, y que, en consecuencia, ya no podía seguir siendo el presidente ejecutivo de Nanigen. A continuación se había puesto en contacto con cierta gente que llevaba tiempo deseando averiguar a qué se dedicaba la empresa y les dijo que, a cambio de cierta cantidad de dinero, estaba dispuesto a entregarles los diseños del generador. Para eso había ido a Nanigen aquella noche. Lo que no sabía era que Drake estaría allí.
Se detuvo en lo alto de la escalerilla, bajo una tapa de hierro, y aguzó el oído. Algo ocurría arriba. Oyó sirenas y el rotor de un helicóptero. Quizá lo mejor fuera esperar un rato allí, hasta que las cosas se calmaran.
Notó que algo caliente y húmedo le rodaba por la mejilla y el cuello. Se llevó la mano a la cara y vio que estaba sangrando.
Sí, tenía un «bot» en la mejilla. Notó que se hundía en sus tejidos. El túnel de emergencia estaba contaminado. No quería que aquella cosa llegara a una arteria. Desde allí podía alcanzar el cerebro y provocarle una embolia. No tenía más remedio que salir y arriesgarse.
Empujó la tapa de hierro, que se abrió entre unas acacias, cerca del aparcamiento. Un camión de bomberos estaba aparcado ante la esquina del edificio. Los hombres desenrollaban una manguera, pero estaban concentrados en el humo que salía de Nanigen.
Se escabulló silenciosamente entre la vegetación mientras se pellizcaba la mejilla con los dedos. Tenía que quitarse aquel «bot» de la cara como fuera. Se metió los dedos en la boca y, tras mucho tantear, consiguió arrancarlo de la mucosa bucal y lo aplastó con fuerza con la uña hasta que lo oyó crujir y romperse. Siguió caminando. Los pinchos de las acacias se le engancharon en la ropa. Fue pasando de solar en solar, ocultándose tras los almacenes hasta que salió del polígono industrial.
Una vez fuera, siguió caminando a paso vivo por la acera hasta que llegó a una parada de autobús, en la autopista Farrington, y se sentó bajo la marquesina. El sol bañaba el paisaje con su luz dorada. Era domingo, y el autobús podía tardar horas en llegar. Tendría que esperar. Llevar una chaqueta desgarrada y manchada de sangre le producía cierta satisfacción y una sensación de seguridad. Podría ser un mendigo sin techo, alguien enfermo, el tipo de persona a la que nadie desearía acercarse demasiado. Y, por si fuera poco, llevaba encima el único juego completo de planos con el diseño de Ben Rourke para un generador de Núcleo Tensor. El único.
Una mancha oscura empezó a extenderse por su pantalón.
Era sangre. Aquello no le gustó. Se lo desabrochó y se palpó la herida del muslo. Al final atrapó el «bot» con las uñas. Se lo acercó a los ojos y vio las pequeñas cuchillas, centelleando a la luz del sol.
—¿Adonde ibas? —le preguntó en voz baja, pensando con satisfacción que si alguien lo veía hablando con sus dedos lo tomaría por loco. En esos momentos era un agente independiente que solo se representaba a sí mismo.
Aplastó el «bot» y se limpió la sangre en el fondillo del pantalón. Fue como aplastar una garrapata. Un camión de bomberos pasó ante la parada a toda velocidad, haciendo sonar la sirena.
Una semana después, acompañado de Dorothy Girt, el teniente Watanabe ajustaba el portátil sobre la mesita de noche junto a la cama del hospital en la que descansaba Eric Jansen. La pantalla mostraba la imagen de un «bot» cortado limpiamente por la mitad, con sus tripas a la vista.
—Hemos conseguido identificar por fin al asiático del que le hablé, el que encontramos en la escena del crimen de Willy Fong y Rodriguez. Se llama Jason Chu.
Eric asintió. Tenía la pierna vendada, y un aspecto pálido y demacrado a causa de la anemia producida por la pérdida de sangre.
—Sí —dijo—. Jason Chu trabajaba para Rexatack, la empresa que poseía las patentes con las que construimos los Hellstorms.
—Creemos que el señor Chu organizó la intrusión en Nanigen para averiguar lo que estaban haciendo allí con sus patentes.
—Seguramente —convino Eric.
—¿Programó usted los «bots» de seguridad?
—No los programé para que mataran. Eso fue cosa de Drake. —Cerró los ojos y los mantuvo así unos segundos. Después los abrió y miró al policía—. Puede acusarme de lo que quiera, teniente. Mi hermano ha muerto y ha sido por mi culpa. Me trae sin cuidado lo que pueda ocurrirme.
—Esta vez la policía no va a presentar cargos —contestó Watanabe, midiendo sus palabras.
Entró una enfermera.
—El tiempo de visita ha terminado, señores —anunció, mientras comprobaba las constantes de Eric. Se volvió hacia el policía y la forense—. ¿Me han oído o hace falta que avise al doctor?
—No soy ningún «señor» —protestó la forense, poniéndose en pie.
Watanabe también se levantó.
—A Dorothy le gustaría mucho tener un «bot» de Nanigen que funcionara, para poder analizarlo —dijo, mirando a Eric.
Este hizo un gesto de indiferencia.
—Eso es fácil. Puede encontrarlos por toda la zona del Núcleo Tensor de Nanigen.
—Ya no. Nanigen ardió hasta los cimientos. Con todo ese plástico, se convirtió en una enorme hoguera tóxica. Los bomberos tardaron varios días en apagarla. No quedó nada, ni siquiera los «bots». Eso sí, encontramos unos restos que creemos que son los de Drake. Los registros dentales lo confirmarán. En cuanto a esa máquina de encoger, no es más que un montón de cenizas.
—¿Piensa presentar cargos contra alguien, teniente? —preguntó Eric, cuando Watanabe salía.
—Por una parte, los culpables están muertos; y por otra, el fiscal del distrito está recibiendo presiones, digamos que de ciertas autoridades del gobierno, para que se hable lo menos posible de esos robots. Tengo la sensación de que este asunto se tratará como un simple accidente industrial. —En la voz del policía había aparecido una nota de decepción—. De todas maneras, nunca se sabe —añadió, mirando a Eric—. Es justo la clase de embrollo en el que tanto a Dorothy como a mí nos gusta meter las narices.
—Me encantan los embrollos —dijo Dorothy Girt, y cogió a Watanabe del brazo—. Vámonos, Dan. Este caballero necesita descansar.