48

Chinatown, Honolulu

1 de noviembre, 2.30 h

Dan Watanabe se despertó con el zumbido de su móvil. Alargó la mano en la oscuridad para cogerlo, pero lo empujó y lo oyó caer al suelo. Encendió a tientas la luz, temiéndose lo peor, algo relacionado con su hija de siete años que vivía con su madre. Sin embargo, el que llamaba era el jefe de seguridad de Nanigen.

—¿Tiene un momento, teniente?

Watanabe masculló algo y se pasó la lengua por la boca seca.

—Sí.

—Esta noche ha habido un incendio en el cráter del Tántalo.

—¿Qué? —gruñó el policía.

—Fue pequeño, seguramente nadie informará de ello, pero ha muerto gente en él.

—No sé si lo entiendo.

—Esos estudiantes… han sido asesinados.

Watanabe se irguió de golpe, repentinamente despierto. Lo primero que pensó fue que debía encerrar a Makele en lugar seguro y hacerle firmar una declaración.

—¿Dónde está? Le haré llegar un coche…

—No. Solo quiero hablar con usted.

—De acuerdo. ¿Conoce el Deluxe Plate? Está abierto toda la noche.

Watanabe estaba sentado en un reservado del fondo, con una taza de café en la mano. Era el único cliente del establecimiento cuando entró Makele. El jefe de seguridad de Nanigen parecía resignado. Se sentó en el banco, frente al policía.

Watanabe no perdió el tiempo con charlas intrascendentes.

—Cuénteme qué les ha ocurrido a esos estudiantes.

—Están muertos. Vin Drake ha matado al menos a siete personas. Eran muy pequeños.

—¿Cómo de pequeños?

Makele indicó con el pulgar y el índice una altura de un par de centímetros.

—Muy pequeños.

—Está bien —repuso Watanabe—. Supongamos que le creo.

—Nanigen tiene una máquina que puede reducir el tamaño de cualquier cosa, incluidas las personas.

Una camarera se acercó y le preguntó si deseaba desayunar.

Makele negó con la cabeza y esperó en silencio hasta que la mujer se hubo alejado.

—Esa máquina de la que me habla, ¿puede encoger a otra máquina? —preguntó Watanabe.

—Sí, claro.

—¿Reduciría de tamaño unas tijeras?

Makele lo miró sin comprender.

—¿De qué me está hablando?

—De Willy Fong y de Marcos Rodriguez.

Makele no respondió, y Watanabe prosiguió.

—Entiendo que desea hablarme de lo ocurrido a esos estudiantes desaparecidos, pero yo quiero que me explique lo de esos microrrobots que hicieron picadillo a Fong y Rodriguez.

—¿Cómo sabe lo de esos «bots»?

—¿Cree que el departamento de policía de Honolulu no tiene un maldito microscopio?

Makele miró hacia otro lado.

—Se suponía que esos «bots» no tenían que matar a nadie.

—¿Qué salió mal?

—Los «bots» fueron reprogramados para matar.

—¿Quién lo hizo?

—Supongo que Drake.

—Está bien, cuénteme lo ocurrido con esos estudiantes.

Makele le habló de las estaciones de aprovisionamiento del valle de Manoa y del cráter del Tántalo.

—Esos chicos tuvieron que descubrir algo sobre Drake, porque este no ha dejado de insistir en que me deshiciera de ellos.

—¿Que los matara?

—Sí. Acabaron en el valle de Manoa. Drake quería asegurarse de que no salían de allí con vida, pero ellos consiguieron escapar. Algunos llegaron al Tántalo. —Le explicó la presencia de Rourke en el cráter—. Drake ha quemado toda la zona.

También estoy bastante seguro de que ha asesinado al vicepresidente de Nanigen y a su directora financiera.

El número de asesinatos hizo que a Watanabe le diera vueltas la cabeza. ¡Drake parecía haber asesinado a trece personas!

Si era cierto, se trataba de un individuo sumamente peligroso.

—Deme una buena razón para que no crea que se ha vuelto loco —dijo al jefe de seguridad de Nanigen.

Makele se recostó en su asiento.

—Puede creer lo que le dé la gana, pero acabo de contarle la verdad.

—¿Está usted implicado en esas muertes?

—Sí, a cambio de siete millones de dólares.

A lo largo de sus años como detective, Watanabe había sido testigo de numerosas confesiones; sin embargo, no dejaba de sorprenderse cada vez que escuchaba una nueva. ¿Por qué alguien decidía de repente decir la verdad? Nunca los beneficiaba. La verdad no los hacía libres, sino que los enviaba a prisión.

—La última vez que hablamos, teniente, usted me dijo algo acerca de Moloka’i.

Watanabe frunció el entrecejo. No se acordaba… Ah, sí.

Makele había utilizado la pronunciación tradicional.

—Usted dijo —continuó el jefe de seguridad— que Moloka’i era la mejor de las islas, pero me pareció que se refería a sus gentes, no a la isla en concreto.

—No recuerdo a qué me refería —contestó el policía, recostándose en su asiento sin dejar de mirar a Makele.

—Yo nací en Puko’o —prosiguió el jefe de seguridad—. Es una pequeña aldea al este de Moloka’i, solo unas pocas cabañas junto al mar. Me educó mi abuela, quien me enseñó el poco hawaiano que sé, y también a hacer lo correcto. Me alisté en los marines y serví a mi país, pero luego… no sé qué me pasó. El caso es que empecé a hacer cosas por dinero. Esos chicos no se merecían lo que les hicimos. Los abandonamos para que murieran. Y como no murieron, Drake envió mercenarios para que los liquidaran. Estoy dispuesto a hacer muchas cosas a cambio de siete millones de dólares, pero hay algo que no volveré a hacer y es aceptar órdenes de Vincent Drake. So y pan hana. El trabajo está hecho.

—¿Dónde se encuentra el señor Drake en estos momentos? —quiso saber Watanabe. Consideraba a ese hombre extremadamente peligroso.

—En Nanigen, supongo.

El policía sacó el móvil.

—Lo cogeremos.

—Entrar ahí no es buena idea, teniente.

—¿Ah, no? —preguntó fríamente el teniente—. Yo diría que los despliegues tácticos son muy efectivos.

—No con los microrrobots. Pueden olerte y pueden volar.

Lo que hay en Nanigen es un nido de avispas.

—De acuerdo, dígame cómo entrar.

—No hay forma de hacerlo, a menos que Drake lo permita. Él controla los «bots» con una especie de mando a distancia. Se parece al mando de un televisor.

Watanabe marcó un número y esperó respuesta.

—¿Marty? Tenemos un problema en Nanigen.

Eric Jansen giró el volante de la ranchera, entró en el polígono industrial Kalikimaki y pasó frente al edificio de Nanigen.

Aparte de una farola de sodio que iluminaba la entrada, en la madrugada de un domingo el lugar parecía desierto y sumido en las sombras. Karen y Rick iban de pie en el salpicadero de la ranchera, junto a sus aeroplanos. A su lado, una muñeca hawaiana, sujeta al cristal con una ventosa, se contoneaba con su falda de hojas de palmera.

Eric guió la ranchera hasta el interior de un almacén a medio construir, con unas pocas columnas y un par de paredes de ladrillo, junto a Nanigen, y allí ocultó el vehículo. Paró el motor, se apeó y aguzó el oído mientras miraba a su alrededor.

Había llegado el momento de entrar en Nanigen. Se colocó los auriculares y encendió la radio.

—Subid a los aviones y seguidme —dijo por el micrófono.

Karen y Rick pusieron en marcha los motores y despegaron. Eric oyó el zumbido de las hélices junto a su oreja mientras cruzaba la calle y comprendió que volaban detrás de su cabeza para evitar el viento.

—¿Va todo bien? —preguntó por la radio.

—Perfecto —repuso Karen.

En realidad no se encontraba bien. Le dolía todo el cuerpo, cada hueso y cada articulación, y pensó que Rick debía de encontrarse aún peor ya que arrastraba un montón de toxinas en la sangre. Eso seguramente aceleraba el proceso de las microhemorragias.

La puerta principal estaba cerrada con llave. Eric abrió con la suya y la mantuvo abierta un momento para que Karen y Rick pudieran entrar. Se adentró por el pasillo principal, caminando lentamente y oyendo las hélices a su espalda. Miró por encima del hombro y vio los dos microaviones, flotando cerca del techo y subiendo y bajando en las corrientes provocadas por el sistema de reciclado de aire.

—Tened cuidado de que no os absorba alguna rejilla de ventilación —les advirtió.

—¿No sería mejor si aterrizáramos en tu hombro y nos llevaras? —le preguntó Karen.

—Creo que es mejor que os mantengáis en el aire. Si surgen problemas podréis huir rápidamente.

Eric se aseguró de que seguían detrás de él antes de detenerse y asomarse a una esquina. Ante él había otro pasillo con ventanas a ambos lados, oscurecidas con cortinas negras. No había nadie a la vista. Recorrió el pasillo y siguió por un corredor lateral hasta una puerta. La abrió y entró, con los aviones siguiéndolo de cerca.

—Este es mi despacho —dijo por la radio.

La oficina de Eric estaba patas arriba. Había papeles tirados por todas partes y el ordenador había desaparecido. Eric abrió un cajón y rebuscó en su interior.

—¡Menos mal! —exclamó, y sacó un dispositivo que parecía un mando a distancia—. ¡Todavía está aquí! Es mi controlador de los «bots». Con él debería poder desactivarlos —explicó a Karen y a Rick.

A continuación volvieron a salir al pasillo principal y dejaron atrás las ventanas tapadas con cortinas. Eric se detuvo ante una puerta en cuyo rótulo se leía: NÚCLEO TENSOR, e intentó abrirla. Estaba cerrada y no tenía un teclado de seguridad, sino una simple cerradura.

—¡Mierda! —dijo—. Alguien la ha cerrado desde el interior. Eso significa que…

—¿Que hay alguien dentro? —aventuró Rick.

—Podría ser, pero existe otra manera de entrar en la sala del generador. Podemos acceder a través de la zona Omicron.

Los «bots» de la zona Omicron podían estar programados para matar a cualquier intruso. No había forma de saberlo sin entrar y ver cómo reaccionaban. Eric rogó para que su controlador funcionara. Dobló una esquina con los microaviones zumbando tras él, giró a la derecha y se detuvo ante una puerta en la que un cartel rezaba: ZONA DE PELIGRO MICRO.

Rick lo sobrevoló un par de veces.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó.

—Significa que al otro lado hay «bots» capaces de provocar lesiones graves e incluso matar en caso de que hayan sido programados para ello. Debo advertiros que las cosas pueden ponerse realmente feas ahí dentro. —Eric sostuvo en alto el controlador para que todos pudieran verlo—. Esperemos que siga funcionando. —Eric probó el tirador de la puerta. No estaba cerrada, pero todavía no la abrió. Introdujo una secuencia numérica en el teclado del controlador—. Drake cree que he muerto —explicó a través de la radio—, así que confío en que no anulara el código de seguridad de mi controlador. —Hizo un gesto de impotencia y añadió—: Bueno, en todo caso lo comprobaremos enseguida.

Se detuvo un instante, sopesando el peligro que podía acechar al otro lado de la puerta. Al fin la abrió y entró. Los microaviones lo siguieron rápidamente.

Habían entrado en el laboratorio principal del Proyecto Omicron. Las luces brillaban a media potencia y la sala estaba sumida en la penumbra. No era particularmente grande, y tenía el aspecto de un laboratorio de ingeniería normal. Contaba con unas cuantas mesas y varias estaciones de trabajo con grandes lentes de aumento. Había numerosos estantes llenos de componentes y piezas de repuesto. Una ventana con un grueso vidrio blindado daba al Núcleo Tensor. Junto a ella había una puerta por la que se accedía al generador.

Eric se quedó de pie, en medio del laboratorio Omicron, sosteniendo el controlador en la mano y mirando a su alrededor. Hasta el momento todo iba bien. No podía ver los «bots», pero sabía que estaban allí, agarrados al techo. Aguzó el oído por si oía su zumbido en caso de que lo hubieran localizado y se hubieran desprendido. Si no los había desactivado, no lo sabría hasta que empezara a sangrar. Sin embargo no oyó nada, no vio nada y no notó nada. Al parecer, su controlador había funcionado. Suspiró de alivio.

—Todo en orden —dijo.

Sobre las mesas había extraños objetos cubiertos con trapos negros. En la oscuridad resultaba difícil adivinar qué eran.

—Voy a enseñaros por qué Drake quiso matarme y por qué asesinó a vuestros compañeros —dijo Eric por la radio. Extendió el brazo y añadió—: Aterrizad en mi antebrazo, así podréis tener una visión más clara de lo que quiero enseñaros.

Karen y Rick se posaron en su antebrazo. Caminando con cuidado y protegiéndolos con la mano para que no los arrastrara el viento, Eric se acercó al banco de trabajo más cercano y retiró la tela que cubría uno de los objetos. Era un avión, pequeño, afilado y de aspecto amenazador. Carecía de cabina.

—Esto es un VANT Hellstorm. Un vehículo aéreo no tripulado.

—¿Te refieres a un drone?

—Exacto, sin piloto.

El aparato medía unos veinticinco centímetros. Eric acercó el brazo para que Rick y Karen pudieran verlo bien.

—Lo que veis es el prototipo gigante de un Hellstorm —explicó Eric—. Cuando haya superado las pruebas de vuelo, lo reducirán a un par de centímetros de tamaño.

En lugar de tren de aterrizaje, el Hellstorm tenía cuatro patas articuladas, iguales que las del hexápodo. Bajo las alas llevaba misiles, dos cilindros de cristal con unas puntas de acero muy afiladas.

—¿Para qué sirve? —preguntó Rick.

—¿Para qué sirve? —repitió Eric—. Buena pregunta. Lo que estás viendo se convertirá en un VANT militar del tamaño de una polilla. Se podrá utilizar para tareas de vigilancia, pero también para matar a personas. Es capaz de burlar los sistemas de vigilancia más complicados y puede pasar por el resquicio de una puerta. También puede aferrarse a cualquier cosa, ya sea ropa o la piel de una persona. Puede volar por los conductos eléctricos de una pared para llegar donde quiera en un edificio.

Puede matar donde sea y cuando sea. ¿Veis estos cohetes bajo las alas? Son micromisiles cargados con toxinas que Nanigen ha encontrado en el micromundo, veneno de arañas, hongos o bacterias. Los misiles tienen un alcance de diez metros, lo cual quiere decir que estos VANT tienen capacidad ofensiva. Si uno de estos misiles se clavara en la piel de alguien, esa persona moriría en cuestión de segundos. Con sus dos misiles, un solo VANT es capaz de matar a dos personas.

—¿Qué son esas aberturas en el fuselaje? —quiso saber Rick—. ¿Son las entradas de aire a los motores?

—No. Son rastreadores de aire. Se utilizan para seleccionar los objetivos.

—¿Cómo es eso? —preguntó Karen.

—Un Hellstorm puede «oler» a su víctima. Cada persona tiene su propia huella olfativa. Todos olemos de forma distinta. Nuestro ADN es único, al igual que las feromonas que desprenden nuestros cuerpos. Se puede programar un Hellstorm para que busque el olor de una persona concreta. Aunque estuvieras en medio de un concierto de rock, el VANT podría localizarte entre la multitud y acabar contigo.

—Suena a pesadilla —repuso Karen.

—Y lo es, una pesadilla terrible. Imaginad una inauguración presidencial y que alguien soltara un millar de estos Hellstorms, todos ellos programados para buscar y localizar al presidente de Estados Unidos. Bastaría con que solo uno de ellos consiguiera llegar hasta él para que muriera. Estos microdrones podrían acabar con el gobierno de cualquier país: Japón, China, Reino Unido, Alemania… Cualquier país podría derrumbarse tras un ataque en masa de estos aparatos. —Se volvió lentamente, mientras Rick y Karen contemplaban el laboratorio desde su brazo—. Toda esta sala es una gran caja de Pandora.

—O sea, ¿que Nanigen no se dedica a la medicina? —preguntó Karen.

—Sí que se dedica a ella, pero juega con dos barajas. Por un lado investiga nuevas maneras de salvar vidas y, por otro, nuevas maneras de acabar con ellas. Este Hellstorm —tocó las alas del VANT— no es más que un portador de toxinas.

—Así que tú lo descubriste y por eso Drake tuvo que matarte.

—No exactamente. Yo estaba al corriente del programa Omicron. Nanigen tiene un contrato con el Departamento de Defensa para desarrollar microdrones. La investigación dio mejores resultados de los esperados, pero no se lo dijimos a Defensa. Drake empezó a mentirles y les dijo que el programa de los microdrones había fracasado.

—¿Por qué? —quiso saber Rick.

—Porque Drake tenía sus propios planes para esos aparatos. Había un problema con las patentes. Hay una empresa de Silicon Valley llamada Rexatack que es la que inventó parte de esta tecnología. Drake es uno de los inversores de Rexatack; robó las patentes y las utilizó para construir los Hellstorms. Entonces llegó a la conclusión de que necesitaba venderlos rápidamente, porque Rexatack se disponía a demandar a Nanigen. El motivo de mis problemas con Drake fue que descubrí que pretendía vender la tecnología de los microdrones al mejor postor.

—¿Y no al gobierno de Estados Unidos?

—No. Drake buscaba dinero rápido y fácil, y este abunda más fuera de nuestro país. Hay gobiernos que tienen mucho dinero para gastar, países cuyas economías crecen a mayor velocidad que la nuestra y que estarían encantados de pagar lo que fuera para disponer de esta tecnología. No estoy diciendo que nuestro gobierno hiciera solo cosas buenas con esos artefactos, pero hay gobiernos que serían capaces de cometer auténticas barbaridades si dispusieran de ellos. Algunos odian abiertamente este país, sienten desprecio por Europa, temen a sus vecinos y no respetan a su propio pueblo. Esos gobiernos no dudarían en utilizar los microdrones para sus fines.

»Y luego están los grupos terroristas internacionales, a los que les encantaría tenerlos. Me enteré de que Drake había viajado a Dubai para hablar con funcionarios de varios países acerca de la posibilidad de venderles la tecnología Hellstorm de Nanigen. Me enfadé con Drake y le dije que estaba violando las leyes de nuestro país, que lo que estaba haciendo era muy peligroso para el resto del mundo. Sin embargo, vacilé.

—¿Por qué? —preguntó Rick.

Eric suspiró.

—Drake me había dado acciones de Nanigen valoradas en millones de dólares. Si me presentaba ante las autoridades y lo denunciaba, la empresa se hundiría y mis acciones no valdrían nada. Así pues, vacilé, vacilé por codicia. Me había dedicado a la física porque me gustaba, pero nunca imaginé que me haría millonario. Si denunciaba a Drake, todo ese dinero desaparecería. Esa fue mi debilidad. Fue entonces cuando Drake decidió asesinarme. Yo estaba en mi barco nuevo, haciendo las primeras pruebas de mar, y había quedado en reunirme con Alyson Bender para comer en Kaneohe, que está en el lado de barlovento de la isla. Alyson o Drake dejaron varios Hellstorms en mi barco. Eran prototipos, pero estaban programados para asesinarme. Los motores del barco se pararon y fue entonces cuando vi una de estas malditas cosas volando por la cabina. Al principio creí que se trataba de un bicho, pero entonces me di cuenta de que tenía misiles bajo las alas y comprendí que era un Hellstorm. Enseguida localicé dos más fuera de la cabina.

Fue en ese momento cuando envié un mensaje de texto a mi hermano y me lancé al agua. El fuerte oleaje me protegió. Los microdrones no podían localizarme por el olfato si permanecía bajo el agua. Logré alcanzar tierra y llegar a Honolulu, donde hallé un lugar en el que esconderme. Si hubiera acudido a la policía, Drake me habría dado caza con los Hellstorms. Se ha emborrachado con el poder de esas máquinas.

Eric dejó escapar un suspiro y se hizo el silencio hasta que se oyó otra voz que decía:

—Has hecho una magnífica descripción de mi persona, Eric. No sabes cuánto he disfrutado con ella.

Se encendió una luz pequeña y brillante, y Vincent Drake se alzó detrás de una batería de ordenadores, con el rayo de luz oscilando ante él.