Montañas Ko’olau
31 de octubre, 23.10 h
A seiscientos cincuenta metros de altitud, Danny elevó el morro del microavión para ganar altura y salvar sin problemas las laderas del cráter del Tántalo. La boca del volcán estaba rodeada de árboles oscuros y amenazadores que podían constituir una trampa mortal. Salió del cráter a través de una grieta y siguió ascendiendo por prudencia. Miró hacia atrás, preguntándose si sus compañeros lo seguían con los otros aparatos, pero no vio nada.
Aquello era más fácil que un videojuego. Los microaviones habían sido diseñados para que fuera prácticamente imposible estrellarse con ellos. Se preguntó si el avión tendría luces de navegación. Encontró el interruptor y en las alas aparecieron unas luces verdes y rojas, además de otra blanca en el morro. Las apagó, porque no quería que nadie pudiera seguirlo, pero al cabo de un momento volvió a encenderlas. Se sentía más seguro viendo los familiares destellos en la punta de las alas.
Enseguida distinguió la ciudad de Honolulu, extendiéndose a sus pies. Los hoteles de Waikiki se alzaban hacia el cielo y parecían increíblemente grandes. Vio las luces de los coches moviéndose por las calles y un gran crucero de recreo amarrado en el puerto. Más allá de la ciudad, el mar era una mancha negra como la tinta, y una gran luna rielaba su superficie. A la izquierda de la playa de Waikiki sobresalía un promontorio oscuro. Era Diamond Head. Visto desde lo alto, era un cráter, en forma de anillo. Unas cuantas luces brillaban en el centro.
Danny distinguió sin dificultad el extremo del cabo, un abrupto promontorio en lo más alto del cráter, pero no vio ninguna luz parpadeante, solo la silueta oscura del brazo de tierra.
¿Dónde estaba el faro?
Aumentó la potencia y voló hacia Diamond Head.
De repente el avión se bamboleó violentamente y empezó a volar medio de lado. Danny gritó de terror. Había entrado en los alisios que se arremolinaban en las laderas de la montaña.
Maldijo para sus adentros mientras forcejeaba con la palanca del timón para contrarrestar las corrientes. Pero de pronto el avión se estabilizó y empezó a volar en línea recta y muy rápidamente. Había entrado en un flujo laminar. Era como nadar en la corriente principal de un río. Miró hacia el suelo. Estaba sobrevolando un bosque, y el altímetro le indicaba que había ascendido a mil metros. La claridad de la luna le permitía disfrutar de una vista fantástica.
A su espalda se extendía el cráter del Tántalo. Estaba oscuro como una cueva y no se veían luces o señales del refugio de Rourke ni de la base del Tántalo. Justo a sus pies, las carreteras serpenteaban por las laderas de la montaña, punteadas por los faros de los vehículos. Delante de él, los rascacielos de la ciudad se fueron acercando hasta que parecieron arder de energía y adquirir unas proporciones inimaginables. Por un momento tuvo la sensación de estar aproximándose a la capital de algún imperio galáctico extraterrestre. Sin embargo no era más que Honolulu, pero seguía sin divisar el faro de Diamond Head.
El viento lo empujaba hacia los hoteles que rodeaban la playa de Waikiki. Tenía que ir más hacia la izquierda si quería llegar a Diamond Head. Manipuló la palanca del timón y el acelerador, ladeando el avión hacia la izquierda, al tiempo que mantenía la potencia. Miró en derredor.
No quería que el viento lo arrastrara a la ciudad. Eso significaría una muerte segura. El tráfico lo aplastaría o lo absorbería el aire acondicionado de algún edificio. Así pues, aceleró hasta «Emergencia máxima» sin desviarse de su rumbo hacia Diamond Head. En el tablero se encendió una luz: «Consumo excesivo de las baterías», y se puso en marcha un contador: «Tiempo restante de vuelo, 20.25 min… 18.05 min… 17.22 min…». La autonomía de vuelo estaba cayendo en picado. Se quedaría sin energía en cuestión de minutos.
Comprobó la velocidad del aire: once kilómetros por hora.
Localizó la radio en el panel y la encendió.
—¡Mayday! ¡Mayday! Aquí Daniel Minot. Estoy a bordo de un avión muy pequeño. ¿Me oye alguien? Señor Drake, ¿está usted ahí? No puedo llegar a Diamond Head. ¡Oh, Dios mío, el viento me arrastra hacia la ciudad!
Un hotel se alzaba ante él como un crucero espacial de otro planeta. Vio dos gigantes de pie en un balcón, un hombre y una mujer que sostenían sendas copas en la mano. El avión se precipitaba hacia ellos, arrastrado incontrolablemente por el viento. Sus cabezas eran más grandes que las del Monte Rushmore. El hombre dejó su copa y bajó el tirante del vestido de la mujer, dejando al descubierto un pecho colosal cuyo pezón erecto alcanzaba casi dos metros de altura. El hombre lo acarició con una mano gigantesca y sus caras se aproximaron en busca de un beso. Danny vio que iba a chocar contra ellos.
Gritó y luchó con la palanca de mandos. El avión pasó dando tumbos bajo las narices de la pareja, fue arrastrado por otra corriente al salir de la terraza y desapareció en la noche.
El hombre se apartó bruscamente de la mujer.
—¡Qué demonios…! —exclamó.
Ella también había visto algo extraño: un hombrecillo volando en un avión diminuto, un hombrecillo que gritaba a pleno pulmón. Ella lo había visto, con la boca abierta y los ojos desorbitados, y también había oído el inconfundible zumbido de un motor eléctrico… No podía ser. Era imposible.
—Por aquí hay unos bichos rarísimos, Jimmy —dijo a su pareja.
—Tienes razón —contestó él—. Vamos dentro.
Danny recuperó el control del avión cuando la corriente de aire disminuyó. Sobrevoló la avenida Kalakaua y contempló el gentío nocturno. Entonces reparó en que el viento ya no lo arrastraba de lado y que su avión volaba más rápido. Giró hacia el nordeste, en paralelo a la playa de Waikiki y recto hacia Diamond Head.
Al poco, con la mirada fija en la silueta del famoso cabo, vio parpadear una luz. El faro.
—¡Estoy salvado! —exclamó.
Redujo la potencia y la dejó en velocidad de crucero. Sería un desastre si se quedaba sin baterías en ese momento. Estaba empezando a controlar la situación. Solo era cuestión de técnica.
Ganó altura. Prefería mantenerse muy por encima de los edificios. Se le ocurrió que era curioso cómo la vida podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos. En un instante uno pensaba que estaba a punto de morir, y al siguiente se veía sobrevolando Waikiki en una noche preciosa, camino del mejor hospital de la isla. La vida era hermosa, se dijo.
Una forma difusa surgió de la oscuridad. Danny vio unas alas y obligó al avión a dar un bandazo para esquivar aquella cosa.
—¡Estúpida polilla! —gritó—. ¡Mira por dónde vas!
Un poco más y habrían chocado. Una colisión en pleno vuelo con una polilla lo habría precipitado al mar. Vio las olas rompiendo en la playa.
Entonces un sonido peculiar llegó a sus oídos. Era como un eco extraño. Lo oyó de nuevo. Cambiaba de frecuencia. ¿Qué demonios podía ser? Algo hacía unos ruidos rarísimos en la oscuridad. De repente oyó lo que le pareció el redoble de un tambor. Vio otra polilla y tuvo la sensación de que el sonido provenía de ella. De pronto la polilla desapareció.
Algo la había barrido del cielo.
—¡Joder! —exclamó Danny.
Murciélagos.
Habían salido de caza y localizaban a las presas con su radar sónico. Seguramente se había metido en plena bandada.
Aquello no pintaba bien.
Aceleró hasta «Emergencia máxima».
Podía oír las pulsaciones acústicas resonando en la oscuridad. A la derecha, a la izquierda, por arriba, por abajo, cerca, lejos… Pero no alcanzaba a ver los murciélagos. Eso era lo peor.
Aquellos feroces depredadores estaban por todas partes a su alrededor. Era como nadar en un mar lleno de tiburones. No alcanzaba a verlos, pero podía oír cómo atrapaban a sus presas.
Escuchó un sonido que se fue haciendo cada vez más agudo, hasta que cesó bruscamente. Una polilla menos.
Entonces lo vio. El murciélago acababa de matar al insecto justo delante de él. Atisbó una forma alada y puntiaguda que desapareció rápidamente. Las turbulencias creadas por el murciélago zarandearon el avión. ¡Santo Dios! ¡Era mucho más grande de lo que había pensado!
Debía aterrizar, en cualquier sitio, aunque fuera en la azotea de un hotel. Bajó el morro del avión y picó con el motor a plena potencia, buscando la azotea más próxima. Sin embargo se desvió hacia la playa. ¡Mierda! Demasiado lejos de los edificios y demasiado cerca del mar.
Los ecos de los murciélagos se intensificaron. Una onda de radar sónico lo barrió y luego desapareció. Hubo una pausa hasta que otra onda lo golpeó con todas sus fuerzas. Se estremeció. El depredador lo estaba ubicando en el espacio, lanzándole ultrasonidos. Los «pings» se hicieron más breves. Un caos de sonidos envolvió a Danny.
—¡No soy una polilla! —gritó.
Ladeó la palanca bruscamente y cambió la dirección de su caída mientras daba patadas en la cabina, imitando el tamborileo de las polillas. Quizá así lograría confundir el radar de los murciélagos.
Se dio cuenta demasiado tarde de que con ese ruido había delatado su posición exacta.
Vio algo peludo, un par de alas membranosas y gigantescas que ocultaron la luna, y enseguida una boca enorme, con unos colmillos como sables.
El microavión cayó en picado, con las alas destrozadas y la carlinga vacía. Se estrelló entre la espuma de las olas y desapareció.