Waikiki
31 de octubre, 23.15 h
Eric Jansen había salido a buscar algo de comer a la calle Kapiolani. Era tarde y volvía con una bandeja para llevar de cerdo kalua y arroz. Al pasar por la acera saludó a dos individuos que estaban sentados en unas sillas plegables, junto a una llamativa ranchera, bebiendo cerveza y escuchando música. Dobló la esquina y subió hasta su apartamento del segundo piso por la escalera de atrás.
Era un dormitorio minúsculo con un salón-cocina. Se sentó a la mesa y empezó a comer, pero se levantó y fue a comprobar el monitor, pues había estado fuera durante una hora.
Entró en el dormitorio y abrió un cajón de la cómoda. Dentro había un ordenador portátil y una caja de metal llena de dispositivos electrónicos, además de alicates, un soldador, estaño y cinta adhesiva.
Una luz parpadeaba en la caja, lo cual significaba que alguien había realizado una llamada de emergencia a través de la red de comunicación de Nanigen. ¡Y él se la había perdido!
¡Mierda!
El mensaje estaba codificado. Tecleó en el ordenador y lo pasó por el descodificador. Tardó un minuto en descifrar la llamada. Entonces escuchó las voces.
—¿Dice que están en la base del Tántalo? —preguntó Drake.
—No exactamente —repuso Danny—. Estamos en el refugio de un tal Ben Rourke.
—¿Qué?
—Tiene toda clase de equipos…
—¿Me está diciendo que Ben Rourke sigue con vida? —lo interrumpió Drake.
—Desde luego —le aseguró Danny—, y parece que usted no le cae demasiado bien.
Eric se inclinó sobre la cómoda, escuchando atentamente.
Aquello era una llamada de emergencia realizada a través del enlace de videoconferencia con Tántalo. No recibía imagen, pero al menos tenía sonido. Las voces siguieron.
—¿Y los demás?
—Están todos muertos, señor Drake.
—¿Incluido Peter Jansen?
—Sí, también él.
—¿Está seguro?
—Sí. Le dispararon y el pecho le reventó. Lo vi con mis propios ojos.
Eric dio un respingo, como si lo hubieran golpeado.
—¡No! —exclamó, cerrando los ojos—. ¡No! —Dio un puñetazo en la cómoda.
Se volvió y golpeó la cama con ambos puños. Luego se sentó y hundió el rostro entre las manos.
—Peter…, oh, Peter… ¡Maldito seas, Drake! ¡Maldito seas!
Eric no podía permitirse el lujo de seguir llorando. No tenía tiempo. Rebobinó la grabación y volvió a escucharla de principio a fin.
—A medida que se vaya acercando a Diamond Head, verá una luz que parpadea cerca del mar. Es el faro. Vuele hacia él.
No tiene pérdida.
Había estado interceptando la mayoría de las intercomunicaciones de la empresa, esperando y confiando en enterarse de alguna noticia referente a su hermano y a los demás posgraduados. Estaba seguro de que Drake los había dejado tirados en alguna parte, quizá en el jardín botánico. Había ido hasta allí con el equipo para rastrear cualquier llamada o mensaje, pero no había conseguido nada. Aun así, había seguido confiando en que Peter aparecería tarde o temprano. Tenía fe en la capacidad de improvisación de su hermano, así que había aguardado un poco más con la esperanza de poder rescatarlo, a él y a los demás.
Pero había cometido un terrible error. Tendría que haber acudido a la policía desde el primer momento, aunque eso significara jugarse la vida.
La llamada se había producido hacía casi una hora. ¡Maldición! Había perdido demasiado tiempo yendo a buscar la cena.
Maldijo para sus adentros, recogió el ordenador con el resto del equipo y bajó corriendo por la escalera. Los dos individuos de la ranchera seguían sentados en el mismo sitio. Como no tenía coche, había hecho un trato con ellos para que le prestaran el vehículo siempre que lo necesitara a cambio de cincuenta dólares. Les entregó la cantidad, dejó el ordenador en el asiento del pasajero y se puso al volante.
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé —contestó, y arrancó el motor.
—¿Estás bien, tío?
—Se ha muerto un familiar.
—Lo siento, tío.
Enfiló por la avenida Kalakaua y enseguida comprendió que se había equivocado. Kalakaua era la vía principal de Waikiki y al ser sábado estaba abarrotada de coches y peatones.
Tendría que haber escogido otro camino para ir a Diamond Head, pero lo más probable era que todos estuvieran igual.
Mientras se desplazaba a paso de tortuga ante los hoteles más importantes, de semáforo en semáforo, rompió a llorar nuevamente, y esta vez no se contuvo.
«Ha sido todo por mi culpa —se dijo—. Mi hermano está muerto y ha sido culpa mía».
Drake había planeado su asesinato de modo que intervinieran varios elementos a la vez y Eric no pudiera escapar a su destino.
Eric no estaba seguro de cómo lo había hecho, pero no solo se las había arreglado para que el motor del barco dejara de funcionar, sino que había montado un dispositivo para que tres Hellstorms lo atacaran al mismo tiempo. Los «bots» asesinos salieron de la cabina justo cuando el barco se detuvo. Al principio, creyó que eran moscas, pero enseguida vio las hélices y las armas. No tuvo más remedio que saltar al agua y permanecer bajo la superficie para que dejaran de perseguirlo. Antes de saltar había tenido el tiempo justo de enviar un mensaje de texto a Peter, avisándole de que no fuera a Hawai, pero no pudo añadir más.
Era buen nadador y sabía cómo arreglárselas con un fuerte oleaje. Había saltado sin chaleco salvavidas y se había sumergido cada vez que pasaba una rompiente. En aquel momento, y por culpa de los Hellstorms, consideró que el mar era el lugar más seguro para él. Nadó hasta una pequeña cala donde había una playa llamada Secret Beach, que no se divisaba desde lo alto de los acantilados y a la que solo se accedía por un sendero accidentado.
Cuando se hubo asegurado de que no había nadie merodeando por allí, salió del agua e hizo autoestop para regresar a Honolulu. Lo recogieron unos isleños a los que les importaba un pimiento de dónde venía y que no le hicieron preguntas.
No le pareció buena idea acudir a la policía. Las autoridades nunca creerían su historia, nunca creerían que el presidente de una empresa importante hubiera sido capaz de enviar aquellos diminutos robots armados con supertoxinas para que lo mataran. Lo tomarían por un loco. Además, si se presentaba ante la policía, Drake se enteraría de que seguía con vida y enviaría más Hellstorms, que no volverían a fallar. Una vez en Honolulu no volvió a su piso, porque Drake podía haberle tendido una trampa, así que buscó una casa de empeños y cambió su reloj de pulsera Hublot por unos miles de dólares. Luego alquiló un modesto apartamento donde ocultarse y planear la manera de llevar a Drake ante la justicia.
Como vicepresidente de Nanigen, conocía muy bien la red de comunicaciones de la empresa. Además, sus estudios de física lo ayudaron. Tras una visita al Radio Shack más cercano, construyó su propio aparato de escucha y empezó a rastrear los canales de Nanigen. No tardó en descubrir que Peter había llegado a Hawai y que había desaparecido con el resto de sus compañeros. Enseguida sospechó que aquello era obra de Drake. No creyó que quisiera asesinarlos, porque eso sería demasiado obvio, y Drake no era tonto. Así pues, dio por sentado que los había hecho desaparecer temporalmente en el micromundo y que acabarían reapareciendo.
Había decidido esperar al momento en que Peter diera señales de vida porque tenía fe en él. Había creído que conseguiría salir del apuro y que él acabaría rescatándolo. Si podían presentarse juntos ante la policía, serían dos para corroborar los crímenes de Drake.
Sin embargo, eso ya no iba a ocurrir.
Se había equivocado de medio a medio. Aunque la policía no lo hubiera creído, aunque Drake hubiera intentado matarlo de nuevo, tendría que haber acudido a la policía desde el principio, porque de esa manera quizá habría logrado salvar la vida de Peter. La causa de todos los problemas era el Proyecto Omicron. Eric había tenido buen cuidado de no explicarle a su hermano lo que sabía de dicho proyecto. Su intención era protegerlo, pero había sido inútil. Nada de lo que había hecho había servido. Deseó amargamente que el muerto fuera él y no Peter.
Tomó el desvío de Kapiolani Park y empezó a adelantar coches, confiando en llegar a tiempo al faro.