41

Playa de Waikiki

31 de octubre, 22.30 h

Vin Drake se hallaba sentado a la mejor mesa de The Sea con su amante del momento, Emily St. Claire, surfista y diseñadora de interiores. El restaurante disfrutaba de una gran vista sobre la playa de Waikiki y era uno de los mejores de Honolulu.

La mesa de Drake estaba en un rincón, junto a un ventanal desde donde se divisaba Diamond Head. Una brisa fresca los acompañaba y agitaba las ramas de una palmera cercana. Habían acabado de cenar. Emily picoteaba unos petits fours de chocolate con una copa de Chateau D’Yquem en la mano, mientras que Drake hacía girar el Macallan 1958 en su vaso de whisky.

—Tengo que ir unos días a la costa Este —comentó.

—¿Para qué? —preguntó Emily.

—Me esperan unas reuniones con unos socios. ¿Quieres venir?

—¿Boston en noviembre? Creo que no.

Las luces de las casas que rodeaban Diamond Head brillaban en la oscuridad.

—Después podríamos ir a París —propuso Drake.

—Si viajamos en un Gulfstream…

Justo en ese momento se oyó un zumbido y Drake se llevó la mano a la americana. Era su móvil encriptado de la empresa.

—Discúlpame —dijo, y cogió el aparato.

Se levantó, dejó la servilleta sobre la mesa y salió al exterior. En la pantalla del móvil había aparecido una emisión de vídeo en directo que le mostraba la cara de Danny Minot, mirándolo.

—¿Dice que están en la base del Tántalo? —preguntó Drake.

—No exactamente —repuso Danny—. Estamos en el refugio de un tal Ben Rourke.

—¿Qué?

—Tiene toda clase de equipos…

—¿Me está diciendo que Ben Rourke sigue con vida? —lo interrumpió Drake.

—Desde luego —le aseguró Danny—, y parece que usted no le cae demasiado bien.

—Descríbame ese refugio.

—Es un antiguo nido de ratas. Oiga, necesito ayuda médica porque…

Drake volvió a interrumpirlo.

—¿Y dónde está exactamente ese nido?

—A unos dos metros por encima de la base del Tántalo.

Drake permaneció en silencio unos instantes. Los estudiantes habían trepado por aquellas pendientes y habían sobrevivido a una jungla que tendría que haberlos matado en cuestión de minutos.

—¡Señor Drake, necesito un hospital! —insistió Danny—. Tengo el brazo infectado, mire.

Drake lo vio acercar el brazo a la cámara. La extremidad se había convertido en una llaga supurante donde se agitaban unos gusanos enormes. El estómago le dio un vuelco.

—¡Me están devorando, señor Drake! —Danny acercó el brazo un poco más, y Drake vio claramente las cabezas blancas de las larvas, empujando y abriéndose paso a través de la piel. Una de ellas tenía la boca abierta y escupía un hilo de seda. Otra se estaba envolviendo en un capullo sin haber abandonado el brazo de Danny. Aquellas larvas estaban en fase de pupación.

—Muchas gracias, señor Minot, ya he visto suficiente.

—No siento nada. Tengo el brazo como muerto.

—Lo lamento. —Notó un nudo en la garganta y miró a Emily, que parecía impacientarse.

—¡Por el amor de Dios! ¡Tiene que ayudarme! —El rostro del móvil le suplicaba.

—¿Quién más está con usted? —preguntó Drake con sequedad, llevándose el móvil a la oreja.

—¡Oiga, así no puedo verlo! —protestó Danny.

Drake colocó el aparato de manera que este pudiera ver su rostro.

—Le ayudaremos —dijo en tono repentinamente conciliador—. ¿Quién más lo acompaña?

—¡Quiero ir al mejor hospital!

—Sí, de acuerdo, irá al mejor, pero dígame quién más lo acompaña.

—Karen King y Rick Hutter.

—¿Y los demás?

—Están todos muertos, señor Drake.

—¿Incluido Peter Jansen?

—Sí, también él.

—¿Está seguro?

—Sí. Le dispararon y el pecho le reventó. Lo vi con mis propios ojos.

—Terrible. ¿Dónde están King y Hutter?

—¡Qué más da dónde están! ¡Lléveme a un hospital!

—Dígame dónde están.

—Están durmiendo —contestó Danny a regañadientes—. Rourke está en el hangar.

—¿Hangar? ¿Qué hangar?

—Rourke se llevó unos cuantos aviones de la base del Tántalo. Es un ladrón, señor Drake.

Así pues, Rourke disponía de microaviones. Pero ¿cómo había logrado sobrevivir a las microhemorragias? Aquella información tenía un valor incalculable.

—¿Cómo ha conseguido Rourke sobrevivir en el micromundo?

—Ah, eso… —Una expresión maliciosa apareció en el rostro de Danny—. Es fácil.

—Dígame cómo lo hizo.

—Se lo diré, si me ayuda.

—Danny, estoy haciendo todo lo humanamente posible para ayudarlo.

—Rourke conoce el secreto.

—¿Qué secreto exactamente?

—Es algo muy sencillo.

—¡Dígamelo de una vez!

Danny sabía que tenía a Drake en el puño. No se fiaba de él, pero se sabía más astuto.

—Lléveme a un hospital, señor Drake, y le diré cómo se puede sobrevivir a las microhemorragias.

—De acuerdo —contestó Drake, frunciendo los labios.

—Ese es el trato, y no es negociable.

—Estoy de acuerdo, Danny. Ahora escúcheme: tiene que hacer exactamente lo que yo le diga.

—¡Usted ayúdeme y ya está!

—¿Sería capaz de volar en uno de esos aviones?

«Hasta el más idiota de los idiotas podría hacerlo, mi querido Danny», pensó Drake.

—Oiga, tiene que ayudarme.

—Eso es lo que estoy intentando.

—¡Pues sáqueme de aquí! —gritó Danny a través del móvil.

—¿Quiere hacer el favor de escucharme?

Drake se apoyó en la balaustrada que miraba a la playa. Tenía que sacarlo de allí y enterarse de cómo Rourke había logrado sobrevivir. Luego se ocuparía de todos ellos. Contempló la playa de Waikiki. El pequeño Daniel iba a necesitar un punto de referencia. Vio una luz que parpadeaba.

El faro de Diamond Head.

A su izquierda, hacia el interior, vio las nubes que flotaban sobre los picos de las montañas. Eso significaba que soplaban los alisios, que soplaban desde Tántalo hacia Diamond Head.

Eso era importante.

—Daniel, usted sabe qué forma tiene Diamond Head, ¿verdad?

—Claro, todo el mundo lo sabe.

—Bien, pues quiero que coja uno de esos aviones y vuele hasta allí.

—¿Qué?

—Soy muy fáciles de pilotar. No se preocupe, no se estrellará. Como mucho rebotará contra el suelo.

Se hizo un largo silencio.

—¿Me está escuchando, Daniel?

—Sí.

—A medida que se vaya acercando a Diamond Head, verá una luz que parpadea cerca del mar. Es el faro. Vuele hacia él. No tiene pérdida. Yo lo estaré esperando en un coche deportivo de color rojo que habré aparcado lo más cerca posible del faro. Aterrice en el capó.

—Quiero que me esté esperando un helicóptero para una evacuación médica de urgencia.

—Antes tenemos que devolverlo a su tamaño original. Es usted demasiado pequeño.

Danny rió tontamente.

—Sí, podrían perderme en el helicóptero. Tendría gracia, ¿no le parece?

—Sí, mucha gracia. No se preocupe, Danny. Lo llevaremos al mejor hospital.

—¡Me están devorando!

—Usted limítese a llegar hasta el faro.

Drake desconectó el móvil, se lo guardó en el bolsillo y regresó a la mesa. Dio un beso en la mejilla a Emily.

—Lo siento, pero se ha producido una emergencia de primer orden. Tengo que marcharme.

—¡Por Dios, Vin! ¿Adonde vas ahora?

—Tengo que ir a Nanigen. Me necesitan. —Hizo un gesto al camarero, que se acercó.

Emily St. Claire meneó la cabeza con disgusto y tomó un sorbo de vino.

—Haz lo que te plazca —dijo, sin mirar a Drake.

—Te lo compensaré, Emily. Lo prometo. Iremos a Tahití con el Gulfstream.

—Eso está muy visto. Prefiero Mozambique.

—Dalo por hecho.

Metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes de cien y, sin contarlos, se los entregó al camarero.

—Ocúpese de que a la señora no le falte de nada —le dijo antes de dar media vuelta y salir precipitadamente.

Subió al coche, condujo hasta un comercio del bulevar Kapiolani, abierto las veinticuatro horas, y llamó a Don Makele.

—Reúnete conmigo en el faro de Diamond Head tan pronto como puedas y lleva contigo una radio de micro comunicaciones. Ven con el camión de seguridad. Vamos a necesitarlo.

Salió de la tienda cargado con una bolsa de plástico en cuyo interior había algo voluminoso, y la guardó en el maletero de su coche.

Danny apagó la pantalla, volvió a la sala principal y cogió un poco de agua de un cubo. Sentía una sed insoportable. Su brazo no había dejado de supurar desde que las larvas habían eclosionado, y tenía la camisa y el pantalón empapados. El corazón le latía acelerado. Estaba muerto de miedo, pero sabía lo que tenía que hacer. La vida se resumía en matar o que te mataran.

Se acurrucó junto al fuego. Cuando Rourke volvió del hangar, cerró los ojos y se hizo el dormido, roncando, para no dejar lugar a dudas.

Disimuladamente, observó cómo añadía unas nueces al fuego y se metía en la cama.

Al cabo de un momento, Danny se levantó y se dirigió hacia el túnel sin hacer ruido.

—¿Adonde va? —le preguntó Rourke.

Danny se quedó petrificado.

—Solo voy al baño.

—Avíseme si necesita algo.

—Lo haré. Gracias.

Se internó por el túnel, dejó atrás el aseo de Rourke y se apresuró hasta llegar al hangar. Una vez allí, encendió las luces.

Vio tres microaviones. ¿Cuál elegir? Escogió el más grande, confiando en que fuera el más veloz y el de mayor autonomía de vuelo. Había un cable que iba desde las baterías del aparato hasta un enchufe del suelo. Lo desconectó. Había olvidado abrir las puertas del hangar.

Estaban cerradas con unos pasadores metálicos. Los retiró, abrió las puertas y se asomó a un cielo tropical tachonado de estrellas, en el que la luna iluminaba las siluetas fantasmagóricas de los árboles.

Subió a la cabina del avión, se abrochó el cinturón de seguridad, tocó el panel de instrumentos y sintió una oleada de terror.

No tenía llave de contacto.

Buscó en el panel y encontró un botón con la señal de «Encendido». Lo pulsó y los controles se iluminaron. El avión se estremeció cuando el motor se puso en marcha. Estaba listo para despegar. Apoyó el brazo en el regazo, inerte, como si fuera una prótesis sanguinolenta sacada de una película de miedo. Dos gusanos más habían empezado a tejer sus capullos, pero lo más espantoso era que seguían aferrados a su brazo.

¿Cómo podía ser tan cruel la naturaleza? Todo aquello le parecía grotesco e inhumano; pero, sobre todo, no le parecía justo.

Movió la palanca y vio que los alerones respondían. Pulsó el acelerador y la hélice giró con un zumbido. El avión empezó a traquetear por el hangar. Sujetó la palanca con fuerza y logró controlar el aparato hasta que este cobró velocidad, salió volando del hangar y se perdió en la noche voraz.