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Refugio de Rourke

31 de octubre, 19.00 h

Rourke echó más leña al fuego y puso una olla encima de las llamas. El cacharro colgaba de un brazo de hierro articulado clavado en el suelo y hecho con restos aprovechados de la base del Tántalo. El agua, equivalente a un par de cucharadas de café, hirvió casi al instante. Rourke descolgó la olla, cogió un cazo más pequeño y lo llevó todo hasta una bañera de madera que estaba oculta tras un nicho de la pared.

Era un cuarto de baño totalmente privado. La llenó con el agua caliente y después añadió un poco de fría que sacó de un depósito alimentado por gravedad.

Rick se metió en la bañera con un suspiro de placer y sintió cómo sus músculos se relajaban. Seguía teniendo veneno en su sistema circulatorio y se notaba rígido y entumecido, además de un poco mareado. Encontró una especie de jabón casero, seguramente preparado por Rourke con grasa de insecto. Después de tres días revolcándose entre la mugre, fue un placer enjabonarse; pero no pudo evitar ver los morados que se extendían por sus brazos y sus piernas.

Intentó convencerse de que se los había hecho durante su enfrentamiento con la avispa. Se sentía raro, pero lo atribuyó al veneno.

Danny no quiso bañarse, temeroso de que el agua pudiera estimular a las larvas, y se quedó sentado en la silla, tomando tragos de bourbon con la mirada fija en el fuego.

Karen fue la siguiente en disfrutar de un baño caliente. ¡Resultaba tan increíble sentirse limpia! Al salir, se envolvió con una bata que le prestó Rourke, lavó su ropa, la puso a secar y fue a sentarse junto al fuego. Rick se había puesto un pantalón de Rourke y una de sus camisas de trabajo, ropa tosca pero cómoda.

Entretanto, su anfitrión había preparado algo de cenar.

Puso agua a hervir, le añadió unas tajadas de carne de insecto ahumada, trozos de raíz vegetal, un puñado de hojas y sal. El guiso estuvo listo en un santiamén y llenó la sala de un aroma apetitoso. Todos lo encontraron delicioso y repusieron fuerzas con él. Luego, sentados alrededor de la chimenea, escucharon el relato de Rourke.

Ben Rourke había cursado estudios de física y era ingeniero especializado en campos magnéticos. Se tropezó por casualidad con retazos de información sobre los experimentos que el ejército había llevado a cabo en Huntsville y decidió explorar la posibilidad de encoger materia en un campo tensor. Poco después logró resolver las complejas ecuaciones que determinaban las turbulencias de los campos tensores. Fue entonces cuando Drake se fijó en él y lo contrató como uno de los ingenieros fundadores de Nanigen. Junto con otros técnicos de la empresa, logró construir el generador del campo tensor partiendo de equipos industriales estándar modificados por él y comprados principalmente a proveedores asiáticos. Drake había logrado reunir una gran cantidad de capital procedente del Davros Consortium. Era un individuo con un talento especial para esas cosas y sabía cómo hacer que todo pareciera fácil y un camino seguro para ser millonario.

Rourke se presentó voluntario para ser el primer humano en pasar por el campo tensor. Intuía que podía ser peligroso y quería ser el primero en asumir el riesgo. Los organismos vivos eran delicados y complejos. Los animales sometidos a un cambio dimensional habían muerto, casi siempre a causa de graves hemorragias, desangrados.

—Drake aseguraba que no había ningún peligro —explicó—. Decía que todo iría sobre ruedas.

Rourke solo permaneció unas pocas horas en situación de cambio dimensional. A medida que cada vez más personas entraban en el generador y pasaban más tiempo en el micromundo, estas empezaron a sentirse mal y a sangrar sin motivo aparente. A todas ellas se les devolvió rápidamente al tamaño normal y se las examinó a fondo. Los análisis demostraron una degradación inexplicable del número de plaquetas en la sangre.

Entretanto, Nanigen, que disponía de capital más que suficiente, se lanzó a la exploración del micromundo. Para empezar, la empresa decidió centrarse en el cráter del Tántalo. La zona contaba con una gran biodiversidad y ofrecía una enorme riqueza en todo tipo de compuestos químicos. La base del Tántalo se construyó por módulos.

—Fabricamos cada módulo a escala 1:10 y después los metimos en el campo tensor y los redujimos hasta que tuvieron el tamaño adecuado para los microhumanos.

Una vez debidamente equipados con suministros y provisiones, los llevaron al cráter.

Al principio, los equipos de campo solo estaban autorizados a permanecer treinta y seis horas en la base del Tántalo.

Transcurrido ese tiempo, eran devueltos a Nanigen y a su tamaño normal. Poco tiempo después la empresa distribuyó estaciones de suministros en el jardín botánico de Waipaka y las dotó de personal. La constante rotación de los técnicos dificultaba el manejo de los robots de extracción y el trabajo de recogida de muestras. A pesar de los riesgos, Drake estaba impaciente por que los operarios pudieran pasar más tiempo en el micromundo, y preguntó a Rourke si estaría dispuesto a permanecer en Tántalo durante un período más largo, a modo de prueba, para comprobar si el cuerpo humano podía adaptarse al micromundo con el paso de los días.

—Yo tenía fe en Drake y en mi invento —reconoció Rourke—. Nanigen patentó mi diseño y me ofreció dinero. Así que estuve dispuesto a correr el riesgo para que Nanigen progresara.

Rourke se comprometió a dirigir un grupo de voluntarios que intentarían aguantar una semana en la base del Tántalo.

—Dado que yo había diseñado el generador del campo tensor, creí que era mi deber ser el primero en probar una estancia más larga y asumir un riesgo personal.

Otros dos voluntarios se le unieron: un ingeniero llamado Fabrio Farzetti y una médico llamada Amanda Cowells, que sería la encargada de monitorizar el estado físico de sus compañeros. Así pues, fueron llevados al generador y depositados en la base del Tántalo.

—Al principio las cosas marcharon bien —explicó Rourke—. Realizamos experimentos y probamos diversos equipos en la base. Durante todo ese tiempo nos mantuvimos en contacto con Nanigen a través de un sistema especial de comunicación, un enlace de vídeo dotado de un variador de frecuencias que nos permitía hablar con la gente de tamaño normal. —Señaló una puerta abierta de la estancia, tras la que se veía una pantalla de vídeo y otros aparatos electrónicos—. Ese es el enlace de vídeo —explicó—. Lo trasladé aquí desde la base. Es posible que algún día Drake deje de estar al frente de Nanigen, y entonces podré llamar a casa; pero, mientras Drake siga al mando, no puedo utilizar ese sistema de comunicación. Drake me cree muerto. Sería un error fatal hacerle saber que sigo con vida.

Al cabo de unos días en la base, los tres voluntarios empezaron a presentar los primeros síntomas de microhemorragias.

—Nos salieron morados por todo el cuerpo. Entonces Farzetti se puso muy enfermo. La doctora Cowells descubrió que sufría fuertes hemorragias internas, de modo que solicitó que lo evacuaran. Farzetti necesitaba que lo hospitalizaran de inmediato o, de lo contrario, moriría.

»Fue entonces cuando Drake nos dijo que no era posible evacuar a Farzetti porque el generador se había estropeado, aunque nos aseguró que estaba haciendo todo lo posible por repararlo.

Rourke sabía más que nadie acerca de aquella máquina, de modo que empezó a dirigir los trabajos de reparación desde el micromundo, utilizando el enlace de vídeo mientras los técnicos de Nanigen seguían sus instrucciones. Sin embargo, por alguna razón, no pudieron arreglarla y Farzetti murió a pesar de los esfuerzos de la doctora Cowells por salvarlo.

—Estoy convencido de que Drake saboteó el generador del campo tensor —aseguró Rourke.

—Pero ¿por qué? —preguntó Karen.

—Nosotros éramos sus conejillos de Indias —contestó el ingeniero—. Drake quería tener los datos médicos completos hasta el momento de nuestra muerte.

La siguiente en caer enferma fue la doctora Cowells. Rourke la atendió lo mejor que pudo mientras seguía pidiendo ayuda a través del enlace de vídeo.

—Al final comprendí que no iban a ayudarnos. Drake estaba decidido a llevar el experimento hasta sus últimas consecuencias: la muerte de todos nosotros. Quería reunir todos los conocimientos posibles acerca de las microhemorragias, así que experimentó con nosotros igual que los nazis en los campos de concentración.

»Intenté contárselo a otros técnicos de la empresa, pero nadie me creyó. La verdad es que me parece que Drake disfruta viendo sufrir a la gente. Es como si olvidara que los que sufren un cambio dimensional siguen siendo seres humanos. Nadie parecía dispuesto a aceptar lo que Drake había hecho. La gente como él se mueve fuera de los límites de la moralidad. Su perversidad puede pasar inadvertida para las personas normales, porque a estas les cuesta creer que alguien sea capaz de tanta maldad. Siempre que sea un buen actor, un psicópata puede tardar años en ser descubierto —concluyó Rourke.

Karen le preguntó si creía que Drake trabajaba solo.

—¿Tiene algún cómplice?

—Hay gente en Nanigen que sospecha de Drake. Los que trabajan en el Proyecto Omicron deben de saber algo.

—¿Qué es eso?

—¿El Proyecto Omicron? Es el lado oscuro de Nanigen.

—¿A qué se refiere?

—Nanigen desarrolla proyectos secretos para el gobierno estadounidense. Eso es el Proyecto Omicron.

—¿Y en qué consiste?

—Creo que es un programa armamentístico, pero no sé mucho más.

—¿Y cómo se ha enterado?

—Por comentarios de los empleados. Es inevitable.

Sonrió, se acarició la barbilla y fue a buscar unas nueces kukui. Las echó al fuego y las llamas se reavivaron.

Karen pensó que Rourke parecía bastante contento para tratarse de un eremita. Contempló el fuego y se puso a reflexionar sobre la vida que había llevado en la costa Este. También ella había vivido como una especie de ermitaña en su pequeño apartamento de Somerville, dedicando la mayor parte de su tiempo al laboratorio. Pasar las noches trabajando se había convertido para ella en algo normal. No tenía amigos íntimos. No salía con nadie. Ni siquiera iba al cine. Había sacrificado tener una vida normal para conseguir su doctorado y convertirse en científico. Hacía más de un año que no se acostaba con un hombre. Los hombres parecían tener miedo de ella, de sus arañas, de su mal genio y de su actitud en el laboratorio. Sabía que tenía mal genio. «Quizá sea mi forma de ser, puede que me sienta más feliz estando sola, como parece ocurrirle a Rourke». En esos momentos tenía la impresión de que su vida en Cambridge estaba a millones de kilómetros, casi en otro universo. Se volvió hacia Rourke.

—¿Qué pasaría si quisiera quedarme en el micromundo? —le preguntó—. ¿Cree que podría sobrevivir?

Se produjo un largo silencio y Rick la miró. Rourke echó otra nuez en la chimenea.

—¿Por qué iba a desear tal cosa, señorita King?

Karen fijó la mirada en algún punto del espacio.

—Esto es muy peligroso, pero también muy hermoso. He visto cosas que nunca había imaginado siquiera.

Rourke se levantó para servirse un pocó más de guiso y volvió a sentarse. Sopló un poco para enfriarlo y permaneció pensativo un momento.

—Hay un dicho zen —dijo al fin— que reza que un hombre sabio es capaz de vivir hasta en el infierno. La verdad es que esto no es tan malo. Solo hace falta desarrollar algunas habilidades nuevas.

Karen observó el humo que salía por el agujero del techo y se preguntó adonde iría. Comprendió que Rourke tenía que haber excavado aquella chimenea él mismo. ¡Cuánto trabajo solo para poder encender un fuego! ¿Cómo sería la experiencia de intentar sobrevivir en el micromundo? Rourke lo había logrado. ¿Podría conseguirlo ella también?

Rick la miró.

—Lamento recordártelo, Karen, pero se nos acaba el tiempo.

Tenía razón.

—Debemos volver a Nanigen, señor Rourke.

Él los observó con aire escrutador.

—Me pregunto si puedo confiar en ustedes.

—Puede.

—Eso espero. Vengan conmigo y veremos qué podemos hacer. ¿Llevan algo metálico encima?

Karen tuvo que dejar su navaja.

Al final de la estancia había un túnel corto que llevaba a otra habitación más pequeña, cuya puerta de acceso estaba cerrada.

Rourke la abrió. Al otro lado, un disco enorme de color grisáceo y con un agujero en el centro descansaba en el suelo. Parecía una rosquilla gigante.

—Es un imán de neodimio —les explicó Rourke—. Dos mil gauss, un campo muy intenso. Tras la muerte de Farzetti y de Cowells, yo también me puse muy enfermo; sin embargo, tenía la teoría de que un campo magnético especialmente potente podría estabilizar las fluctuaciones dimensionales que alteraban las reacciones enzimáticas del cuerpo, como la coagulación de la sangre. Así pues, me instalé en el centro del campo magnético de este imán y me quedé aquí durante un par de semanas. Me encontraba fatal y estuve a punto de morir, pero al final me recuperé y creo que ahora soy inmune a las microhemorragias.

—O sea, ¿que si nos metemos en ese imán es posible que sobrevivamos? —preguntó Rick.

—Sí, pero solo es una posibilidad —insistió Rourke.

—Yo preferiría meterme en el generador del campo tensor —dijo Rick.

—Naturalmente. Por eso voy a mostrarles el secreto de Tántalo.

Rourke los condujo fuera de la sala del imán por un largo túnel que descendía. Ellos lo siguieron, preguntándose adonde los llevaba. Ben Rourke parecía disfrutar haciéndose el misterioso. Entraron en una gran sala sumida en las sombras y llena de formas imposibles de identificar. Rourke giró un interruptor y una hilera de bombillas LED la iluminó. Era un hangar subterráneo y había tres aeroplanos aparcados. Unas puertas de tela cerraban la entrada de la cueva.

—¡Dios mío! —exclamó Karen al verlos.

Los aviones tenían la cabina abierta, unas alas cortas y rechonchas, inclinadas hacia atrás, un timón de cola doble y una hélice entre los dos alerones. Los aparatos descansaban sobre un tren de aterrizaje plegable.

—Estaban estropeados —explicó Rourke—, de modo que los técnicos de Drake los abandonaron aquí. Yo los arreglé con las piezas que pude encontrar. He sobrevolado todas estas montañas con ellos.

—¿Podrían llevarnos hasta Nanigen? —quiso saber Karen.

—Es un vuelo muy largo y la velocidad máxima de estos aparatos es de doce kilómetros por hora. Los alisios que suelen soplar en Oahu lo hacen a unos veinte. Si intentan volar contra el viento acabarán yendo hacia atrás. Con viento de cola tal vez consigan llegar hasta Pearl Harbor o tal vez no. También dependerá de que les permita utilizar mis aviones. Como ven, son monoplazas y solo pueden llevar una persona. Ustedes son tres y hay tres aparatos, lo cual no deja ninguno para mí.

—Doctor Rourke —dijo Danny—, estoy dispuesto a pagarle una gran cantidad de dinero a cambio de uno de estos aviones. Dispongo de un fideicomiso que sería suyo.

—No me interesa el dinero, señor Minot.

—¿Y qué le interesaría?

—Me gustaría ver cómo se hunde Vin Drake. Si creen que pueden acabar con él, entonces les dejaré mis aviones.

—¡Claro que acabaremos con él! —exclamó Danny.

Karen permaneció en silencio y Rick la miró. ¿Qué demonios le pasaba? Luego se volvió hacia Rourke y le preguntó cómo sobreviviría sin poder contar con un avión.

—Construiré otro —contestó, como si fuera lo más natural del mundo—. En la base hay piezas más que suficientes.

Rourke les pidió que se sentaran en las cabinas y les explicó el manejo de los controles.

—Es muy sencillo, todo está controlado por ordenador. Esta es la palanca, pero si cometen un error, el ordenador lo corregirá. También disponen de radio.

Podían hablar entre ellos durante el vuelo, pero no tenían radar ni instrumentos de navegación. ¿Cómo encontrarían Nanigen?

—Debería ser fácil localizar el polígono industrial Kalikimaki desde el aire. Es un conjunto de almacenes situado junto a la autopista Farrington. Les marcaré el rumbo.

—De acuerdo —dijo Rick—. Supongamos que llegamos a Nanigen. ¿Y entonces qué?

—Habrá «bots» de seguridad vigilando el Núcleo Tensor.

—¿«Bots» de seguridad?

—Sí, son microrrobots voladores. De todas maneras, no creo que tengan problemas. Ustedes son demasiado pequeños para que sus sensores los localicen. No los verán y podrán pasar volando por su lado sin despertarlos. Hay una manera de poner en marcha el generador desde el micromundo. Yo mismo diseñé el dispositivo. Está en el suelo, bajo una trampilla situada en el centro del Hexágono 3, marcada con un círculo blanco. Deberían verlo fácilmente desde el aire.

—¿Es complicado?

—No. Basta con que abran la trampilla y pulsen el botón de emergencia. Enseguida volverán a su tamaño… —Se interrumpió porque miraba el brazo de Rick, que estaba apoyado contra el avión y arremangado. Todo el brazo era un gran moretón—. Está empezando a caer.

—¿A caer? —repitió Rick, creyendo que Rourke se refería al avión.

—Cuando empiecen las hemorragias, estará acabado. Será mejor que lo metamos en el imán —dijo Rourke—. Le queda poco tiempo.

Karen se miró los brazos. También los tenía bastante mal.

Iba a ser una carrera contrarreloj. No tenían más remedio que esperar a que amaneciera y confiar en que entretanto nadie sufriera una hemorragia.

Rourke les aconsejó que durmieran en el interior del imán.

No podía garantizarles nada, pero quizá el campo magnético retrasaría los síntomas. La sala del imán tenía su propia chimenea, así que Rourke llevó varias nueces de kukui y encendió otro fuego. Karen y Rick treparon al imán, se metieron en el agujero con unas cuantas mantas y procuraron ponerse cómodos para pasar la noche. Ninguno de los dos se sentía demasiado tranquilo. Ambos estaban agotados. El tiempo pasaba muy deprisa en el micromundo, y no veían la hora de poder descansar.

Danny se negó a entrar en el imán y dijo que prefería dormir en la sala principal. Se sentó en una de las sillas de Rourke y se tapó con una manta.

Rourke echó otra nuez al fuego y se levantó.

—Me voy al hangar a preparar los aviones. Tendrán que salir con las primeras luces del día.

Tenía trabajo por delante. Debía comprobar que los microaviones funcionaran correctamente, revisar los instrumentos y cargar las baterías para que pudieran despegar con los primeros rayos de sol.

Danny se encontró solo en el gran dormitorio, pero se sentía incapaz de dormir. Apuró lo que quedaba de Jack Daniel’s y tiró la botella. El brazo se le movía, como dotado de vida propia, y la piel se contraía y se estiraba haciendo ruidos siniestros.

Bajó los ojos y vio a los gusanos retorciéndose. Apartó la vista. No podía soportarlo y se echó a llorar. Tal vez fuese por el alcohol, por el lamentable estado de su brazo o por la situación en general; pero el caso fue que perdió los nervios. Miró en dirección al túnel por donde había desaparecido Rourke, preguntándose cuánto tiempo estaría fuera.

Fue entonces cuando el brazo se abrió.

Oyó un ruido, como de papel desgarrándose. Aunque no notó nada, miró en la dirección del sonido. Vio la cabeza de un gusano asomando por un corte en la piel de su brazo. Tenía una cabeza reluciente. Era enorme y se retorcía a medida que salía.

—¡Dios mío! —susurró, hipnotizado por aquella visión.

En ese momento, la larva empezó a hacer algo extraño y espantoso. Sacó un líquido por la boca, un hilillo pegajoso que no era baba, sino hilo de seda. La larva, con medio cuerpo fuera y el resto todavía incrustado en el brazo de Danny, comenzó a formar un capullo a su alrededor. Con rápidos movimientos de la cabeza lanzó hilo de seda sobre sí misma, envolviéndose con él a pesar de seguir sujeta al brazo de su anfitrión.

¿Qué hacía? No pretendía salir sino entrar en una nueva fase. Estaba formando un capullo, ¡pero al mismo tiempo se negaba a abandonar su brazo!

Aterrorizado, tiró de la larva, intentando quitársela. Esta reaccionó retorciéndose violentamente y escupiéndole mientras trataba de morderlo con sus pequeños dientes. No quería salir de su brazo, quería quedarse allí, aferrada para terminar su capullo de seda.

—¡Karen! ¡Rick! —llamó, pero la puerta de la sala del imán estaba cerrada y no podían oírlo. De todas maneras, tampoco habrían podido ayudarlo—. ¡Aaah!

Se levantó, apartó la manta y sin mirarse el brazo caminó hasta una mesa donde había un ordenador. Pulsó una tecla y la pantalla se encendió. ¿Habría internet? ¿Podría enviar un correo electrónico a alguien pidiendo auxilio? Abrió el buscador, pero la pantalla no mostró nada. No. Rourke no disponía de conexión.

¿Y el ordenador que había en la otra habitación? Rourke había dicho que era un sistema de comunicación que conectaba con Nanigen. ¿Se controlaba desde el ordenador? Rick y Karen estaban en la sala del imán, a cierta distancia; y Rourke en el hangar. Entró en el cuarto de comunicaciones, inspeccionó la pantalla de vídeo y vio que tenía una minicámara montada encima. También había una cubierta en la base de la pantalla. La levantó y descubrió un interruptor de puesta en marcha y un botón rojo marcado como «Enlace».

Más sencillo imposible.

Conectó el interruptor de encendido y, al cabo de unos segundos, la pantalla se iluminó con un resplandor azulado. Entonces pulso el botón rojo.

Casi al instante sonó una voz de mujer, aunque la pantalla no mostró ninguna imagen.

—Servicio de Seguridad de Nanigen —dijo la voz—. ¿Desde dónde llama?

—Desde Tántalo. ¡Que alguien me ayude!

—Señor, ¿quién es usted? ¿Cuál es su situación?

—Soy Daniel Minot.

De repente, el rostro de la mujer apareció en pantalla. Tenía un aspecto de fría eficiencia.

—Póngame con Vin Drake, por favor —le dijo.

—Es muy tarde, señor.

—¡Es una emergencia! ¡Dígale que estoy en Tántalo y que necesito ayuda!