Base del Tántalo
31 de octubre, 17.00 h
Karen no habría podido decir cuánto tiempo llevaba aquel hombre allí. Seguramente los estaba observando desde que habían empezado a explorar la base. Vieron cómo su cabello —blanco y largo— ondeaba con la brisa. Llevaba algún tipo de armadura, pero no sabían de qué estaba hecha. Incluso a aquella distancia, sus ojos parecían fríos e implacables. Levantó un objeto y vieron que se trataba de un rifle de gas.
—¡Al suelo! —gritó Karen, agarrando a Rick.
El desconocido disparó. Se oyó un siseo, y un dardo de acero pasó sobre ellos y se enterró en el suelo, donde explotó con un ruido sordo. Karen empezó a arrastrarse, llevando a Rick con ella, pero no había donde esconderse. Otro francotirador. Drake los había encontrado.
La voz del hombre les llegó por encima del silbido del viento.
—¡Esto solo ha sido un aviso! Levántense y muéstrenme las manos. Si llevan algún arma, déjenla ante ustedes.
Obedecieron. Karen sostuvo en alto la cerbatana, para que pudiera verla —su última arma—, y la depositó en el suelo junto con la caja de los dardos.
—¡Ahora, las manos sobre la cabeza!
Karen hizo lo que le decía, pero gritó:
—¡Tenemos dos heridos! ¡Necesitamos ayuda!
El hombre no contestó, pero fue hacia ellos sin dejar de apuntarlos con el rifle. Cuando se acercó vieron que era un hombre mayor, con el rostro atezado por el viento y el sol, de cabello blanco y ojos azules. Era musculoso y parecía en buena forma. Se preguntaron qué edad tendría. Aparentaba entre cincuenta y ochenta. Su coraza estaba hecha con placas de escarabajo. Una cicatriz le recorría la frente y le bajaba por el cuello hasta perderse bajo la coraza.
Los escrutó, mirándolos a los ojos, pero sin dejar de vigilar los alrededores. Karen comprendió que se mantenía alerta por si aparecía algún depredador.
—¿Cómo se llaman? —preguntó, intimidándolos con el rifle.
Karen le dio sus nombres y añadió:
—¿Quién es usted?
El hombre hizo caso omiso de la pregunta.
—Mi brazo… —gimió Danny, que se calló en el acto cuando el otro le apuntó a la cabeza con el rifle.
—Necesitamos asistencia médica —insistió Karen.
El hombre la miró largamente y dejó de apuntar a Danny, pero no bajó el arma.
—Esto es interesante —dijo mirando la cerbatana y agachándose para coger uno de los dardos. Se lo acercó a la nariz—. ¿Envenenado? —preguntó.
Karen asintió.
—¿Dónde tienen las armas?
—Perdimos el único rifle que teníamos durante el ataque de un pájaro —explicó Karen.
—Los envía Vin Drake —declaró—. ¿Por qué?
—Se equivoca —intentó explicarle Karen—. Drake intenta matarnos.
El hombre la interrumpió.
—Esto es una trampa de Drake.
—Tiene que creernos.
—¿De dónde vienen?
—Del jardín botánico de Waipaka.
—¿Y han conseguido llegar hasta aquí? Eso es imposible.
Karen se le acercó y apartó el rifle.
—Devuélvame mi arma.
El desconocido abrió mucho los ojos, puede que de sorpresa o de furia. Luego bajó el rifle y una sonrisa blanca cruzó su rostro.
—Reconozco que me impresionan —le dijo a Karen, y le entregó la cerbatana—. Bienvenidos a Tántalo. Me llamo Ben Rourke y soy el inventor del generador del campo tensor.
Karen lo miró con asombro.
—¿Y cómo es que ha acabado aquí?
—Perdido por accidente, pero eremita por elección —contestó.
Ben Rourke vivía en un laberinto de cuevas situado cerca del Gran Peñasco, a unos dos metros por encima de la base del Tántalo. Los condujo hasta allí, mientras ayudaba a Rick. La entrada a las cuevas era un agujero que penetraba horizontalmente en la montaña, igual que el túnel de una mina. Rourke cogió a Rick del brazo y todos avanzaron por el pasadizo mientras la luz se hacía más débil. Al cabo de un momento llegaron a una puerta tallada en madera. Estaba cerrada y atrancada con un pasador de hierro. Rourke la abrió y todos entraron en la oscuridad que reinaba al otro lado; a continuación, accionó un interruptor y una hilera de bombillas LED que se perdía en la distancia se encendió en el techo del túnel.
—Bienvenidos al Refugio de Rourke, que es como llamo a todo esto —dijo. Cerró la puerta tras él y la bloqueó con el pasador—. Esto es para mantener alejadas a las escolopendras —explicó mientras seguía caminando con paso largo y firme.
Doblaron una curva y empezaron a descender, adentrándose en la montaña. Siguieron por el túnel serpenteante y pasaron ante otros corredores que se perdían en la negrura.
—Esto es un antiguo nido de ratas vacío —les explicó Rourke—. Los empleados de Drake consideraban que las ratas eran una amenaza para los microhumanos de la base del Tántalo, de manera que las envenenaron y cerraron el nido. Yo lo reabrí y me instalé aquí.
Cada cierta distancia, las LED del techo arrojaban una luz azulada.
—¿De dónde proviene la electricidad? —preguntó Karen.
—De un panel solar que tengo en un árbol. Un cable lo conecta a unas baterías. Tardé tres malditas semanas en traer las baterías de la base del Tántalo, aun con la ayuda de un hexápodo. Drake no tiene ni idea de los tesoros que su personal dejó cuando abandonó la base. Cree que he muerto.
—¿Qué relación tiene con Drake? —quiso saber Karen.
—De odio.
—¿Qué ocurrió?
—Las explicaciones, a su debido tiempo.
Ben Rourke era un personaje misterioso. ¿Cómo había acabado allí? ¿Y cómo había logrado sobrevivir a las microhemorragias?
Rick se palpó las extremidades. Con aquella luz vio que estaba lleno de moretones, pero al menos podía moverse. Se preguntó cuánto tiempo les quedaba, a él, a Danny y a Karen, antes de que la enfermedad empezara a afectarlos. ¿Cuánto llevaban en el micromundo? Tenía la sensación de que hacía una eternidad, pero en realidad solo llevaban tres días. Se acordó de las palabras del técnico de Nanigen: «Los síntomas aparecen al tercer o cuarto día».
Llegaron ante otra pesada puerta de madera. Cada una funcionaba como los mamparos de un barco, aislando las distintas zonas del laberinto. Rourke atrancó la puerta y les explicó que todas las precauciones eran pocas con algunos de los depredadores que merodeaban por allí. Luego encendió las luces y estas iluminaron una sala con un techo muy alto y generosamente amueblada, con estantes llenos de libros y abarrotada de equipos de laboratorio y provisiones de todo tipo. También hacía las funciones de dormitorio.
—Hogar, dulce hogar —dijo Rourke, quitándose la armadura y colgándola en un armario.
Unos pasadizos laterales daban a otras habitaciones, una de ellas con abundante equipo electrónico. Encima de una mesa había un ordenador y varias sillas hechas de mimbre trenzado: Un hogar circular ocupaba el centro de la sala principal, y en un armazón cercano colgaban varias tiras de carne de insecto ahumada. Rourke también disponía de abundante fruta seca, semillas comestibles y otros alimentos propios del micromundo.
Su cama consistía en media cascara de nuez, rellena de virutas de corteza de árbol. Contra la pared había una pila de nueces de kukui.
Rourke echó un par en la chimenea y encendió un fuego con un mechero de gas. Las llamas iluminaron y calentaron la sala, mientras el humo escapaba por un agujero del techo.
Rourke parecía ser una especie de «manitas» y estaba claro que se trataba de una persona muy culta que sabía bastante de casi todo. Aparentaba sentirse feliz en su refugio, como si hubiera encontrado el tipo de vida que le gustaba de verdad. Karen, Rick y Danny se preguntaron cuál sería su historia.
¿Cómo había acabado allí arriba? ¿Por qué odiaba a Drake y qué le había hecho este? Karen y Rick se miraron los brazos y vieron que estaban llenos de moretones. Debían convencerlo para que los llevara a Nanigen sin pérdida de tiempo o, en su defecto, que les explicara cómo había superado las microhemorragias.
Sin embargo, lo más importante era que examinara a Rick y a Danny y les atendiera. Rourke empezó con Rick: le palpó las extremidades, le examinó los ojos y las pupilas y le hizo varias preguntas. Acto seguido, cogió una caja y la abrió. Se trataba de un botiquín, parecido a los que acostumbraban a llevar los capitanes de barco durante las travesías largas. Contenía numerosos medicamentos, además de fórceps, tijeras, vendas, un escalpelo muy largo, una sierra cortahuesos, yodo y una botella de Jack Daniel’s.
Rourke examinó la picadura que Rick tenía bajo la axila, la roció con yodo, provocando que diera un respingo, y le dijo que cicatrizaría sin problemas.
—Creo que los tres necesitan un baño urgentemente —añadió mientras los miraba de arriba abajo.
—Llevamos tres días en este micromundo —dijo Karen.
—¿Tres días? —preguntó en tono pensativo—. La verdad es que deben de llevar más tiempo. Supongo que se habrán dado cuenta de cómo se comprime el tiempo.
—¿A qué se refiere? —quiso saber Rick.
—A que para nosotros el tiempo transcurre más rápidamente. Sus cuerpos envejecen más deprisa y sus corazones laten como el de un colibrí.
—Tuvimos que dormir durante el día.
—Pues claro, y además el tiempo se les está acabando. Las microhemorragias ya les están afectando. Lo veo. La crisis no tardará en producirse, los moretones, el dolor en las articulaciones, la nariz que sangra y después es el fin.
—¿Y usted cómo las evitó? —preguntó Karen.
—No las evité. Estuve a punto de morir por su culpa, pero encontré una manera de superarlas. Es posible que haya personas que puedan sobrevivir.
—¿Qué hizo?
—Se lo mostraré, pero ahora debemos ocuparnos del brazo de su compañero —contestó, mirando a Danny.
Este se había sentado en una silla, cerca del fuego. La silla estaba hecha con fibras vegetales trenzadas, pero era grande y cómoda. Danny se sujetaba el brazo malo. La manga se le había desgarrado por completo y las larvas que tenía bajo la piel sobresalían como protuberancias siniestras. Rourke examinó el brazo, tocándolo con delicadeza.
—Lo más probable es que le picara una avispa braconidea. Confundió su brazo con una oruga y depositó los huevos en él.
—¿Voy a morir?
—Claro que sí. —Danny abrió la boca del susto, pero Rourke añadió—: La cuestión es cuándo. Hay que amputar este brazo. —Cogió el escalpelo y entregó a Danny la botella de bourbon—. Anestesia. Ya puede ir bebiendo mientras esterilizo los instrumentos.
—Ni hablar.
—Si no amputamos ese brazo, las larvas podrían migrar.
—¿Adonde?
—A su cerebro. —Rourke sacó la sierra y examinó el filo serrado.
Danny saltó de la silla y retrocedió, agarrando la botella de bourbon por el cuello, a modo de arma defensiva.
—¡No se me acerque!
—Cuidado con ese whisky. Casi no me queda…
—¡Usted no es médico! —Tomó un trago y tosió—. ¡Quiero que me vea un médico de verdad! —añadió, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—En este momento no va a ir a ninguna parte, señor Minot —contestó Rourke, devolviendo los instrumentos al botiquín—. Falta poco para que anochezca, y cuando se hace de noche los chicos listos se quedan bajo tierra.