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Base del Tántalo

31 de octubre, 14.30 h

El viento soplaba sobre el cráter del Tántalo. Karen y Danny caminaban lentamente, cargando con Rick en una improvisada camilla hecha con la manta térmica. Karen llevaba la mochila a la espalda y la cerbatana en bandolera. Avanzaban paso a paso hacia el bosque de bambúes y el Gran Peñasco. De repente, la respiración de Rick se tornó jadeante.

—Dejémoslo en el suelo —dijo Karen, arrodillándose para examinarlo.

Tenía el rostro pálido y desencajado, y los labios empezaban a adquirir un tono azulado. No estaba recibiendo suficiente oxígeno. Lo que más preocupaba a Karen era su respiración, entrecortada, irregular e insuficiente. Era posible que el veneno de la avispa hubiera afectado el centro respiratorio del cerebro. Si este fallaba, estaba acabado.

Le abrió la camisa y vio un gran moretón en el pecho de Rick. ¿Qué era eso? ¿Serían las microhemorragias o solo el resultado de su forcejeo con la avispa? Tenían que salir de aquel terreno despejado. Allí no eran más que comida para pájaros o alimento para alguna larva de avispa.

—¿Cómo vas, Rick?

Él movió la cabeza lentamente, de lado a lado.

—No demasiado bien, ¿verdad? Sobre todo, intenta no quedarte dormido, ¿vale? —Karen contempló el bosque de bambúes que se alzaba ante ellos—. Tenemos que llegar hasta allí, Rick. No está lejos.

Rezaba y confiaba en encontrar allí lo que necesitaba, entre las hojas. Oyó un suspiro.

—Rick, ¿me oyes?

Silencio. Rick había perdido el conocimiento. Lo zarandeó.

—¡Rick, despierta! ¡Soy yo, Karen!

Sus ojos se abrieron un momento y se cerraron. Empezaba a no responder a los estímulos.

Muy bien, quizá pudiera hacerlo enfadar. Al fin y al cabo, era una de sus especialidades. Le dio un bofetón.

—¡Rick!

Abrió los ojos de golpe. Había funcionado.

—¡Un poco más y me dejo la vida intentando sacarte de ese agujero, gilipollas! ¡Así que no se te ocurra morirte ahora!

—Es posible que tengamos que abandonarlo —comentó Danny en voz baja.

Karen se volvió hacia él, hecha una furia.

—No vuelvas a decir eso.

Por fin llegaron al bosque de bambúes y dejaron a Rick bajo una sombra. Con las manos, Karen le dio una gota de agua para beber y a continuación examinó la vegetación. No estaba segura de qué tipo de plantas eran, pero daba lo mismo.

Lo que importaba era que las arañas solían vivir entre las hojas.

Y había un tipo concreto de araña que deseaba encontrar.

Se volvió hacia Rick.

—Escucha —le dijo—, lo que necesitas es una buena patada en el culo.

Él sonrió débilmente.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Danny.

Karen no respondió. Abrió la mochila y sacó un frasco de laboratorio limpio y sin usar. A continuación cogió la cerbatana y los dardos y se dirigió hacia la zona donde la vegetación era más densa.

—¿Adonde vas? —gritó Danny.

—Cuida de Rick —contestó ella por encima del hombro—. Si algo le pasa, te…

—¡Karen!

Echó a correr. Había visto una mancha de color bajo una hoja: verde fosforescente, roja y amarilla. Puede que fuera lo que estaba buscando.

Lo era.

Su intención era encontrar una araña que no fuese demasiado venenosa. Todas las arañas utilizaban veneno para matar a sus presas, generalmente insectos, pero su toxicidad variaba mucho cuando se trataba de seres humanos y de mamíferos en general. La viuda negra se contaba entre las más peligrosas. Su picadura podía fulminar a un caballo. Sin embargo, había muchas otras que no eran tan letales para el ser humano.

Se situó bajo la araña y la observó. Era pequeña, con unas patas tan transparentes que parecían de cristal y un cuerpo salpicado de manchas de colores que parecían formar una sonriente cara de payaso.

Era una Theridion grallator, también llamada «araña de cara feliz», una de las más comunes en Hawai. Los científicos la habían estudiado a fondo y era conocida porque su picadura resultaba prácticamente inofensiva para las personas.

La araña descansaba en su pequeña tela, un entramado de hilos tendido bajo una hoja. Eran unos animales muy miedosos y huían corriendo a la primera señal de peligro.

—No te me escapes —dijo Karen en voz baja.

Trepó por el tallo de la planta manteniéndose a cierta distancia y se sentó en una hoja. Entonces sacó la cerbatana, cogió un dardo y abrió la botella que llevaba en la cintura. Estaba llena casi hasta arriba de veneno de la avispa. Impregnó el dardo, lo introdujo en el tubo y apuntó.

La araña la miró y retrocedió. Parecía asustada. Sí, lo estaba y se encogió en el fondo de su tela.

Karen sabía que la araña podía oírla y que, gracias a los «oídos» que tenía en las patas, se estaba formando una imagen sónica de ella. Seguramente nunca se había topado con un ser humano y no sabía qué era Karen.

Sopló con fuerza.

El dardo se clavó en el coloreado abdomen.

La araña movió las patas frenéticamente e intentó correr, pero el veneno tuvo un efecto fulminante. En cuestión de segundos dejó de moverse. Karen oyó que el aire salía de sus pulmones con debilidad y vio el movimiento lento de su abdomen.

Bien. Seguía respirando y su corazón latía. Era importante, porque necesitaba presión sanguínea para que la criatura escupiera su veneno.

Trepó a la tela de araña, agarró un hilo y le dio una sacudida.

—¡Eh!

La araña no se movió. Karen se arrastró por la tela hasta llegar hasta ella. Agarró una de las patas y dio un papirotazo a los pelos sensoriales. No ocurrió nada.

Entonces abrió el frasco y lo colocó bajo las mandíbulas.

Con dos dedos, levantó uno de los colmillos, desplegándolo sin dejar de mirarla a los ojos.

¿Cómo iba a conseguir que escupiera el veneno? Las glándulas que lo producían estaban alojadas en la parte superior de la cabeza, detrás de los ojos. Cerró el puño y le dio un fuerte golpe. La araña se estremeció y unas gotas de líquido cayeron por los colmillos. Karen cerró el frasco rápidamente, esperando que la araña no se despertara peor tras la experiencia. Cortó el hilo de la tela que la sostenía y aterrizó en el suelo.

Karen se inclinó sobre Rick.

—Esto es veneno de araña. —Alzó el frasco para que pudiera verlo—. Contiene toxinas neuroestimulantes, de modo que debería darle una sacudida a tu sistema nervioso. ¿Lo entiendes?

Rick la miró y parpadeó una vez. «Sí, lo entiendo».

—Toxinas neuroestimulantes —prosiguió Karen—. Será como un electroshock y debo avisarte de que puede ser peligroso, porque desconozco cuál es la dosis correcta. —En su mente revivió los espasmos del tirador moribundo. Le cogió la mano y se la apretó—. Te confieso que estoy asustada, Rick. ¿Lo hacemos?

Él deseó poder devolverle el apretón, pero se contentó con parpadear. «Sí».

Karen sacó un dardo de la caja —uno limpio y sin curare— y mojó la punta en el veneno de la araña. Luego lo sostuvo, para que él pudiera verlo.

—¿Estás seguro?

Otro parpadeo: «Sí».

Le cogió la mano, palpó un punto en su antebrazo buscando la vena y clavó en ella la punta del dardo, hundiéndolo solo un poco. Luego estrechó su mano entre las suyas y se inclinó sobre él.

—Rick…

Durante unos minutos no ocurrió nada. Karen se preguntó si la dosis sería suficiente. Pero entonces Rick dio un violento respingo y el ritmo de su respiración aumentó. Ella le tomó el pulso y lo notó acelerado. El veneno estaba haciendo efecto muy deprisa. Rick empezó a temblar y boqueó ruidosamente, llenándose los pulmones de aire.

Fue entonces cuando le sobrevino el ataque. Sus ojos se movieron como locos en todas direcciones y se incorporó violentamente, con la mirada vidriosa y con el cuerpo presa de convulsiones. Karen se echó sobre él, para sujetarle los brazos, pero sin atreverse a aplicar demasiada fuerza. Rick arqueó la espalda, jadeando e hiperventilándose. Karen se dejó caer con todo su peso, temerosa de que se autolesionara.

Rick gruñó, liberó bruscamente sus manos y rodeó con ellas el cuello de Karen. Sus dedos empezaron a apretar.

Estaba intentando estrangularla de tanto que la odiaba.

Sin embargo, de repente aflojó la presa y lo que había sido violencia se convirtió en caricia. Le recorrió el cuello con los dedos y se los deslizó por las orejas, hundiéndoselos en el cabello. Karen se sorprendió besándolo inesperadamente, y lo más increíble fue que Rick le devolvió el beso.

Al cabo de un momento se separaron.

—¿Cómo te encuentras, Rick?

—Me ha… dolido… horrores… —gimió él—, pero… creo que… podría acostumbrarme.

Karen lo ayudó a sentarse. Rick se sentía aturdido y estuvo a punto de caer hacia atrás, pero ella lo sostuvo, rodeándolo con los brazos y hablándole suavemente, diciéndole que todo iría bien.

—Me salvaste la vida, Rick.

Danny permaneció sentado, contemplando la escena con evidente embarazo. En su opinión, semejantes demostraciones no contribuían a acercarlos a Nanigen. Además, él necesitaba asistencia médica con urgencia. Se miró el brazo y estuvo a punto de vomitar. Las larvas parecían más gordas que nunca.

Al poco rato Rick pudo ponerse en pie. Echaron a andar y se internaron en el bosque de bambúes, cuyos tallos se alzaban hacia el cielo igual que árboles gigantes. Cuando salieron, los recibió una vista impresionante: se hallaban ante el Gran Peñasco, en el borde del Tántalo, mirando hacia la caldera del cráter.

El cráter se extendía bajo sus pies, una cuenca cubierta por un bosque tropical que estaba rodeado de un terreno pelado donde se alzaban unos pocos árboles batidos por el viento. A su alrededor, los picos del Ko’oalu Pali se hundían entre las nubes empujadas por el viento. Al pie del Gran Peñasco se hallaba la base del Tántalo.

La instalación resultaba prácticamente invisible para una persona de tamaño normal. Había una pista de aterrizaje de menos de un metro de longitud. Al menos, eso supuso Karen cuando vio la línea discontinua que la recorría y marcaba los lugares de estacionamiento de los aviones. Junto a ella se levantaba un conjunto de edificaciones de cemento. Las más grandes parecían ser hangares. Las demás tenían aspecto de refugios contra bombardeos. Los edificios estaban medio hundidos en el suelo y parcialmente cubiertos de hojas muertas y tierra, de tal modo que se confundían con el microterreno.

Karen se detuvo.

—¡Vaya! ¡Lo hemos conseguido, Rick!

El se volvió, la miró y sonrió. Karen le masajeó las manos y los brazos para activarle la circulación.

—Tus manos están más calientes —le dijo—. Me parece que ya te encuentras mejor.

No deseaban llamar la atención, porque no sabían qué podían esperar de la gente que hubiera en la base. Todos ellos eran personal de Nanigen que bien podían obedecer órdenes de Drake. Decidieron observarla durante un rato en busca de señales de actividad, así que se tumbaron bajo una planta mamaki, desde donde tenían una buena vista. El Gran Peñasco se alzaba en lo alto, igual que una montaña.

No vieron movimiento alguno en el aeródromo ó sus alrededores. El lugar parecía desierto.

La pista estaba llena de piedras, barro seco y restos de plantas. Junto a ella había surgido un cono hecho de tierra que sin duda era un nido de hormigas. Un camino trazado por ellas cruzaba la pista y descendía hacia el fondo del cráter.

—Esto no me gusta —dijo Danny.

Karen sintió que se le encogía el corazón. Si allí no vivían microhumanos, tampoco habría una lanzadera que comunicara con Nanigen y, por lo tanto, no podrían recibir ayuda.

El lugar parecía abandonado y las hormigas se habían apoderado de él.

Pero cabía la posibilidad de que quedara algún avión.

Descendieron con cuidado por la pendiente y entraron en el hangar. Había cuñas para las ruedas, pero ni rastro de aeroplanos. Karen exploró la base mientras Rick y Danny se sentaban a descansar. Encontró una estancia que, según dedujo, debía de haber servido de almacén de recambios y suministros, pero en esos momentos se hallaba vacía. Solo quedaban unos cuantos tornillos en las paredes que habían sujetado las estanterías. Entró en otro cuarto. También vacío. El siguiente debía de ser el dormitorio, pero se había inundado y estaba medio lleno de barro.

No había rastro de vida humana por ninguna parte. La base del Tántalo estaba abandonada. Tampoco había indicios de una carretera que llevara a Honolulu ni de algún transporte terrestre. Solo el viento, que barría incesantemente el suelo y siseaba por los pasillos desiertos de la base.

Salieron del complejo y se sentaron en la pista, mirando hacia el cráter. Desde allí alcanzaban a divisar la ciudad y, un poco más allá, el azul del océano Pacífico. Nanigen se hallaba a kilómetros de distancia de aquel cráter y no tenían forma de llegar hasta allí.

Danny rompió a llorar, sosteniéndose el brazo. Sus sollozos resonaron en el hangar y se perdieron en el cielo de nubes grises empujadas por el viento.

Karen observó una hormiga que corría por la pista llevando una semilla. Giró la cabeza para mirar el Gran Peñasco y, después, más allá, hacia el horizonte. Algo se movió contra el cielo, cerca del peñasco y, de repente, comprendió que era la silueta de un hombre.