Cráter del Tántalo
31 de octubre, 14.00 h
La avispa solitaria volaba lentamente llevando una oruga paralizada entre sus patas. Cuando se aproximó a la entrada del nido empezó a volar en zigzag, buscando la entrada de su guarida.
No tardó en detectar que la chimenea estaba derribada y que algo había invadido y destrozado su nido. Había un intruso.
Escondido entre las hojas de la planta, Danny se acurrucó bajo la protección de la piedra, intentando confundirse con su entorno mientras maldecía a Karen para sus adentros por haberlo dejado solo en el micromundo.
La avispa se posó sin soltar la oruga y avanzó hacia la entrada de su nido haciendo vibrar las alas. Fue en ese momento cuando percibió el olor de la muerte de su larva, que salía por la boca del túnel. Batió las alas furiosamente y el aire se llenó con su retumbar. Soltó la oruga y se lanzó de cabeza por el agujero.
Karen oyó un fragor en lo alto, una mezcla del furioso vibrar de unas alas con el roce de un exoesqueleto contra las paredes del túnel.
—¡Danny! —llamó por radio—. ¿Qué está pasando?
No obtuvo respuesta.
—¡Dime algo, Danny!
La avispa se lanzó hacia el interior del nido, con el furioso impulso del instinto maternal.
Karen la oyó llegar y se agachó en la cámara, al pie de la chimenea vertical, dejando a Rick en el suelo, junto a ella. El ruido resultaba terrorífico, pero también informativo. Un olor penetrante invadió la cámara: la ola de feromonas que precedía al furor de la avispa.
Cogió el afilador y empezó a pasarlo frenéticamente por el filo del machete.
—Aguanta, Rick —le dijo, repitiendo una y otra vez el mismo movimiento, hasta dejar el arma afilada al máximo. Aquella hoja iba a tener que abrirse paso a través de una resistente armadura bioplástica.
A continuación se colocó en posición junto a la desembocadura del túnel, blandiendo el machete por encima de su cabeza.
—Vamos, acércate —masculló.
La avispa llegó al final de la chimenea y se detuvo un momento.
De repente, su cabeza, negra y amarilla, asomó por la abertura. Boca abajo.
Karen le asestó un machetazo con todas sus fuerzas.
La hoja rebotó en uno de los ojos del insecto y dejó una marca. Estaban blindados.
La avispa, todavía boca abajo, alargó la cabeza, agarró el machete con sus mandíbulas, lo arrancó de las manos de Karen y retrocedió con él hacia el interior del túnel. Karen oyó un ruido metálico cuando las mandíbulas del insecto destrozaron su última arma.
La cavidad se estremeció. La avispa batía con sus alas contra las paredes de la chimenea, preparándose para cargar. Karen la oía respirar entrecortadamente.
Miró por encima del hombro y el haz de la linterna iluminó a Rick. Parecía muerto.
Al realizar aquel gesto reparó en la navaja que tenía atada alrededor del cuello tras jurarse que no la llevaría nunca más en el bolsillo. «Mi navaja», se dijo. Tiró de la cuerda de la que colgaba y abrió la hoja con el pulgar.
La avispa asomó de nuevo la cabeza, boca abajo, e intentó atraparla entre sus mandíbulas. En un esfuerzo por apartarse, Karen se lanzó al suelo y se deslizó hasta quedar justo debajo de la cabeza. Esta estaba cubierta de pelos. Karen se aferró a ellos. La avispa sacudió la cabeza, golpeándola contra el suelo.
El insecto la veía claramente con sus tres pequeños ojos situados en lo alto del cráneo.
La avispa siguió dando cabezazos contra el suelo, intentando quitarse a Karen de encima para poder apresarla entre sus mandíbulas y partirla en dos, pero ella seguía agarrada con todas sus fuerzas; la cabeza giraba a un lado y a otro y se estrellaba contra las paredes del túnel, abriendo y cerrando al mismo tiempo las mandíbulas. Karen estaba recibiendo una soberana paliza. No obstante, no solo no se soltó sino que, buscando un agarradero mejor, consiguió meter los dedos en la sutura occipital, una grieta situada entre la cabeza y el protórax, el primer segmento blindado del tórax. En ese punto, los músculos del cuello carecían de blindaje. Karen palpó el tejido blando de la unión.
El cuello era tan estrecho que habría podido rodearlo con una sola mano. Pensó que quizá podría estrangular a la avispa.
En ese momento el insecto retrocedió en el túnel arrastrando a Karen, que quedó atrapada entre la cabeza y las estrechas paredes. La avispa arqueó el cuerpo y Karen comprendió que intentaba sacar el aguijón para picarla. El insecto volvió a dirigirse hacia la cavidad, retorciéndose para quitársela de encima pero Karen siguió aferrada a él y, habiendo localizado la unión del tórax y la cabeza, cogió la navaja, la clavó en el tejido blando y fue cortando a lo largo del contorno del cuello. De punta a punta.
La cabeza de la avispa cayó al suelo entre una salpicadura de hemolinfa. Las mandíbulas se abrieron y se cerraron un par de veces y luego quedaron inmóviles. El cuerpo se desangró rápidamente, rociando a Karen con hemolinfa. Las alas del cuerpo sin cabeza siguieron golpeando las paredes del túnel, pero cada vez con menos fuerza, hasta que por fin el insecto dejó de moverse.
Karen apartó la cabeza de un puntapié, corrió junto a Rick y le cogió la mano. La joven temblaba violentamente.
—Lo he conseguido.
Por el rabillo del ojo, Rick vio movimiento tras ella. Parpadeó frenéticamente mientras en su mente gritaba: «¡Cuidado!».
El cerebro principal de la cabeza había perdido contacto con los ocho cerebros menores repartidos por el cuerpo de la avispa. No obstante, aquellos centros nerviosos seguían enviando mensajes. Las patas se pusieron en movimiento, arrastrando el cuerpo decapitado hacia la cavidad. El abdomen se arqueó hacia delante y sacó el aguijón.
Un ruido a su espalda hizo que Karen se volviera. Vio el aguijón justo a tiempo y saltó a un lado para esquivarlo, pero no pudo evitar que el tórax la aplastase contra la pared. Forcejeó, sin poder moverse, viendo cómo el aguijón se acercaba de nuevo. Los palpos le tantearon la cara y se le metieron en la boca, pero finalmente dejaron de moverse, y las puntas del aguijón doble se inmovilizaron a escasos centímetros de su hombro. Una gota de veneno se acumuló en sus puntas y quedó suspendida allí. Karen vio su imagen reflejada en la letal esfera de líquido.
Se deslizó de debajo del aguijón, teniendo cuidado de no tocar ni el veneno ni las puntas afiladas. Se arrodilló junto a Rick y le apartó los restos de tierra del rostro.
—¿Qué tal vas, soldado? —le preguntó.
Él parecía completamente paralizado, su rostro tenía el aspecto de una máscara mortuoria y se había orinado encima, aunque al menos seguía respirando y el corazón le latía con regularidad. Se dio cuenta de que el veneno de la avispa tenía efectos complejos: había afectado a una parte de su sistema nervioso, pero no a todo. Tuvo la impresión de que Rick intentaba hablar.
—¿Puedes parpadear? —le preguntó—. Parpadea una vez para decir que sí y dos para decir que no, ¿entendido?
Rick parpadeó una vez: sí. Un músculo tembló en su rostro.
—¿Eso pretende ser una sonrisa?
Un parpadeo. «Lo intento».
—Bien, al menos es un comienzo. ¿Te duele algo?
Un parpadeo: «Sí».
—¿Qué…? Bueno, ahora da igual. Voy a sacarte de aquí. Te llevaré a hombros. ¿Eso te dolerá?
Dos parpadeos: «No».
Levantó a Rick, cogiéndolo por las axilas, y lo arrastró rodeando la avispa muerta y manteniéndose lejos de la gota de veneno que seguía colgando del aguijón. Mientras lo arrastraba se dio cuenta de lo delicado que estaba. No lograría sobrevivir a menos que moviera los músculos. Su sistema nervioso necesitaba que lo ayudaran. Aquel maldito veneno había actuado igual que una bomba inteligente, inutilizando su cuerpo de forma selectiva. Un veneno terrible y también sofisticado.
La naturaleza era capaz de idear obras maestras de la química que ninguna empresa farmacéutica conseguiría igualar.
Rick necesitaba ayuda o moriría.
Karen miró fijamente la gota de veneno y se le ocurrió una idea. La toxina que había paralizado a Rick también podía salvarlo.
Necesitaba recoger un poco. Cogió la botella de agua que llevaba colgando del cinturón del machete, la vació y la acercó a la gota letal. Vio cómo el líquido caía dentro de la botella y la cerró.
—Bien, Rick. Tengo un plan. Puede parecer una locura, pero creo que dará resultado.
Él la miró sin parpadear.
Se echó el cuerpo de Rick a hombros y empezó a ascender del mismo modo que había bajado. Se sentía como Superwoman.
En el mundo normal nunca habría sido capaz de algo parecido.
La subida le pareció interminable; tuvo que hacerla a trechos, parando para descansar. Se alegraba de ser tan fuerte como una hormiga. Por fin alcanzó la boca de la chimenea.
Danny había perdido ya toda esperanza, así que no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio aparecer por el agujero del nido a Karen, exhausta, cargando con el cuerpo de Rick Hutter.
—¡Lo tengo! —gritó ella con orgullo.
Cruzó la extensión de arena, lo depositó a la sombra de la planta, con Danny, y se arrodilló a su lado para examinarlo.
Danny se acurrucó junto a Rick para abrigarlo del viento.
—¿Puedes levantarte? —le preguntó Karen.
Rick parpadeó una sola vez.
—¿Sí? ¿Quieres intentarlo?
Lo ayudó a ponerse en pie. Rick se tambaleó y cayó de rodillas antes de desplomarse en el suelo.
Karen le mostró la botella con el veneno.
—Escucha, Rick, quizá esto te salve, pero no puedo garantizártelo. Lo que tenemos que hacer ahora —miró hacia los altos tallos de bambú— es volver al bosque.
Karen pensaba en la muerte de aquel francotirador. En cómo el hombre había sufrido unas convulsiones terribles a causa del veneno de la araña. Pero la muerte de aquel individuo le había aportado una información que podía salvar la vida de Rick.