36

Cráter del Tántalo

31 de octubre, 13.00 h

—¡Maldita madre naturaleza! —masculló Danny—. ¡No alberga más que monstruos insaciablemente voraces!

Avanzaba arrastrando los pies, enfundados en sus zapatos de hojas y cinta adhesiva, y sujetándose el brazo en ademán protector. Este parecía haberse hinchado más todavía, hasta el punto de que la manga de la camisa mostraba incipientes desgarrones. Karen y Rick caminaban a su lado; ella con el machete y él con la mochila. Eran los últimos tres supervivientes y estaban cruzando una vasta extensión ondulada cubierta de arena y tierra que constituía el borde del cráter del Tántalo. El terreno se extendía hasta una línea frondosa de bambúes que se levantaba a lo lejos hasta alturas inalcanzables. Entre estos surgía un peñasco del tamaño de una montaña, cubierto de musgo y surcado de barrancos. Tuvieron la impresión de que el Gran Peñasco se hallaba a kilómetros de distancia, al menos para seres de su tamaño.

El sol era abrasador. Hacía horas que no llovía en el Tántalo, y sus pequeños cuerpos se deshidrataban rápidamente.

Karen se sentía vulnerable. Eran presas en potencia; se movían por un terreno abierto, sin abrigo posible. Un pájaro surcó el cielo y ella dio un respingo, sujetando con fuerza el machete. Por suerte, no se trataba de un miná, sino de un halcón que sobrevolaba el cráter, y ellos eran demasiado pequeños para resultarle apetecibles. Al menos, en eso confiaba Karen.

—¿Estás bien? —le preguntó Rick.

—Deja de preocuparte por mí —contestó ella.

—Pero…

—Estoy bien. Prefiero que cuides de Danny. Tiene mal aspecto.

Danny se había sentado en una piedra y parecía incapaz de proseguir. Se sujetaba el brazo que llevaba en cabestrillo y estaba muy pálido.

—¿Te encuentras bien?

—¿Qué quieres decir con esa pregunta?

—¿Cómo tienes el brazo?

—¡No me pasa nada en el brazo! —exclamó.

Sin embargo, lo miraba fijamente. Un músculo del hombro se contrajo de pronto, se relajó y volvió a contraerse en una serie de espasmos. Parecía algo involuntario; daba la sensación de que Danny había perdido el control de los músculos.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Rick, viendo que las contracciones se extendían a lo largo de la extremidad, igual que ondas en un estanque. El brazo parecía dotado de vida propia.

—¡No hace nada! —insistió Danny.

—¡Pero si se mueve solo!

—¡No! —gritó Danny, empujando a Rick y apartándose de él mientras se protegía el brazo herido con el sano.

Rick empezaba a sospechar que su compañero había perdido el control motor de su extremidad.

—¿Puedes moverlo? —le preguntó.

—Es lo que acabo de hacer.

De repente sonó como si algo se desgarrara y se partiera.

—No…, no… —empezó a gemir Danny, viendo que la manga se desgarraba a causa de la presión ejercida por su brazo.

A medida que la tela gastada y sucia se abría, revelaba una visión horrible. La piel se había vuelto traslúcida, como un viejo pergamino, y bajo ella se agitaban unas formas blancas y ovoides del tamaño de pelotas de golf.

—¡La avispa te inyectó huevos! —exclamó Rick—. Son parásitos.

—¡No! —gritó Danny.

Los huevos habían eclosionado, convirtiéndose en larvas, en gusanos que se alimentaban de los tejidos de su brazo.

Danny lo miraba fijamente, gimiendo y acunándolo. El «pop» que había oído lo habían producido los huevos al eclosionar. Aquellos gusanos le estaban devorando partes del brazo, pero sin afectar a zonas vitales.

—¡Van a convertirse en avispas! —gritó entre gemidos.

Rick intentó tranquilizarlo.

—Conseguiremos ayuda médica. Estamos muy cerca de Tántalo.

—¡Voy a morir!

—No. No te matarán. Son parásitos y saben que deben mantenerte con vida.

—¿Para qué?

—Para poder seguir alimentándose.

—¡Oh, Dios mío!

Karen lo ayudó a levantarse.

—Vamos, tenemos que seguir caminando.

Prosiguieron la marcha, pero por culpa de Danny, que no dejaba de tropezar y sentarse, tenían que ir más despacio. No podía apartar la vista de su brazo, como si aquellos gusanos lo hubieran hipnotizado.

Cuando llevaban recorrida media extensión de terreno vieron una especie de tubo hecho de trozos de tierra pegados entre sí, que brotaba del suelo como una chimenea torcida.

—Ojalá Erika estuviera con nosotros ahora —dijo Karen—. Seguramente podría decirnos qué clase de bicho ha hecho esto.

Dieron por sentado que aquella chimenea albergaba algo peligroso, seguramente algún tipo de insecto, y la evitaron dando un amplio rodeo, listos para echar a correr y ponerse a cubierto. El Gran Peñasco parecía cada vez más cerca.

Era una madre. Al igual que las mariposas, se alimentaba únicamente del néctar de las flores; pero también era una depredadora que cazaba para alimentar a sus crías. Y estas comían carne. Como cualquier otro depredador, era inteligente y capaz de aprender y tenía una estupenda memoria. De hecho, tenía nueve cerebros compuestos por un cerebro principal y ocho secundarios repartidos a lo largo de la médula espinal como cuentas de un collar. De entre todos los insectos, era uno de los más inteligentes.

Se había acoplado con un macho, que había muerto después del acto sexual. Era una reina que vivía permanentemente en soledad, una avispa solitaria. Salió por la chimenea, primero la cabeza, seguida por el cuerpo, y contempló el sol. Llevaba las alas plegadas sobre la espalda. Las desplegó y las hizo vibrar, calentando los músculos al calor del sol.

Cuando vieron que asomaba la avispa, los estudiantes se quedaron muy quietos. Era realmente enorme, y su gran abdomen segmentado estaba surcado de rayas negras y amarillas.

El insecto batió las alas con gran estruendo y se elevó en el aire con las patas colgando.

—¡Agachaos!

—¡Cuerpo a tierra!

Los estudiantes se lanzaron al suelo y se arrastraron para ponerse a cubierto bajo cualquier cosa que pudieran encontrar, restos de hojas o piedras en la arena.

Al principio, la avispa no los vio, y empezó a volar en zigzag para orientarse antes de iniciar el vuelo de caza. Durante el proceso de orientación, contempló el suelo con todos sus detalles. Guardaba en su memoria un mapa preciso del terreno.

Entonces vio algo nuevo.

En el cuadrante sudeste de la chimenea había tres objetos.

Tres objetos vivos que se arrastraban por el suelo. Tres posibles presas.

Cambió inmediatamente la dirección de su vuelo y descendió.

La avispa giró y bajó muy rápidamente. Escogió a Rick y aterrizó sobre él. Este se volvió sobre sí mismo, blandiendo el machete, mientras la avispa se situaba a horcajadas encima, batiendo las alas, y lo cogía con delicadeza con las mandíbulas.

—¡Rick! —gritó Karen, corriendo hacia su compañero y blandiendo el machete en alto.

A Rick le costaba respirar porque se había quedado sin aire en los pulmones por la presión de las mandíbulas. Sin embargo, estas no lo habían atravesado. La avispa no pretendía matarlo.

El insecto curvó el abdomen y sacó el aguijón. Unas placas del extremo segmentado se separaron y dos apéndices blandos y erizados de pelos sensoriales asomaron, retorciéndose. Eran los palpos del aguijón. La avispa palpó con ellos el rostro y el cuello de Rick, saboreando su piel.

El sabor le gustó.

El aguijonazo fue muy rápido. De un orificio situado bajo los palpos salieron un par de aguijones que se clavaron a la vez en Rick, justo por debajo de las axilas, retirándose enseguida.

Rick notó las dos lanzadas y un dolor fuera de lo normal Jadeó.

Karen se lanzó contra la avispa, machete en mano, pero llegó demasiado tarde. El insecto se elevó en el aire llevando consigo a Rick entre sus patas. Karen vio cómo movía las piernas y, rápidamente, quedaba inerte.

La avispa se posó en lo alto de la chimenea, metió a Rick por ella, empujándolo con la cabeza, y a continuación se introdujo tras su presa. Lo último que Karen y Danny vieron desaparecer fue el aguijón.

Solos en la arena, debatieron sus posibilidades.

—Rick está muerto —dijo Danny.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Karen.

Danny se limitó a alzar los ojos al cielo.

—Podría estar vivo —insistió Karen, deseando que Erika estuviera con ellos para darles información acerca de la avispa.

Hizo un esfuerzo por recordar lo que había aprendido sobre las avispas en la clase de entomología.

—Creo que esa era una avispa solitaria —dijo.

—¿Y qué? Vámonos, por favor —pidió Danny.

—Espera. —Intentó rememorar lo que había leído en el libro de texto—. Me parece que paralizan a sus presas, pero no las matan porque con ellas alimentan a sus crías —explicó, sin saber contra qué especie de avispa se enfrentaba ni cómo vivía—. Venga, vámonos. —Danny se puso en pie y empezó a alejarse.

Karen cogió el machete.

—¿Qué haces? —le preguntó Danny.

—Rick me salvó la vida.

—Estás chiflada.

Karen se limitó a afilar la hoja del machete.

—Ese maldito bicho tiene a Rick.

—No, Karen. No lo hagas.

Karen no le prestó atención. Abrió la mochila y sacó la linterna de cabeza y dos radios con pinganillo. Se puso una y entregó la otra a Danny.

—Póntela —le ordenó.

Echó a correr hacia la chimenea.

—¿Me oyes? —le preguntó por radio cuando llegó.

Danny se había refugiado bajo una pequeña planta.

—¡Estás loca! —le gritó por el micrófono.

Karen apoyó la oreja en la chimenea. Estaba hecha de barro seco y olía raro. Notó una vibración bajo los pies, el batir de las alas de la avispa que se movía en las profundidades. Allí abajo tenía su nido. La vibración continuó durante un momento y después empezó a ascender, acercándose cada vez más. La avispa estaba saliendo por la chimenea.

Karen permaneció en el lado que quedaba en la sombra, intentando confundirse con el terreno.

La cabeza de la avispa asomó por el tubo y Karen se aplastó contra los terrones de tierra. Dos ojos facetados la observaron. Estaba segura de que la había localizado; sin embargo, el insecto se limitó a remontar el vuelo y a alejarse en zigzag mientras reconocía el terreno y se orientaba. Al cabo de un instante, se alejó hacia el noroeste, rumbo a sus zonas de caza predilectas.

Cuando por fin Karen perdió de vista a la avispa, cogió el machete, dio un paso atrás y empezó a destrozar la chimenea.

La hizo pedazos, hasta derribarla por completo, sin dejar de vigilar por si la avispa regresaba. Por suerte, el cielo permaneció tranquilo. Apartó los terrones de barro seco y se metió en el túnel con los pies por delante.

—¡No me dejes! —gritó Danny.

Karen se ajustó el auricular con el pinganillo.

—¿Puedes oírme? —preguntó.

—Sí. Escucha, Karen, si entras ahí morirás, y yo me quedaré solo y…

—Llámame si la avispa aparece.

—¡No! Escucha…

—Corto y cierro —dijo Karen, interrumpiéndolo.

Iba a tener que darse prisa si quería sacar de allí a Rick antes de que la avispa regresara.

Las paredes redondas del túnel estaban hechas de barro endurecido y descendían en una pendiente acusada. Karen bajó por el pasadizo, frenándose con los codos, las manos y los pies.

Era angosto. La luz del sol penetraba por la boca de la chimenea, pero disminuía rápidamente. Karen no tardó en encender la linterna. El túnel olía a algo penetrante, pero no resultaba desagradable. Se dijo que seguramente serían las feromonas de la avispa. Al poco, a aquel olor se añadió un hedor rancio que se hizo más intenso a medida que bajaba.

De repente, llegó a una cortada. A partir de aquel punto, el túnel descendía en vertical. Una terrible sensación de claustrofobia la invadió cuando se asomó. Era una boca oscura que parecía perderse en la negrura, sin final aparente.

«¡Maldita sea mi suerte! —pensó—. Rick está ahí abajo, pero él me salvó la vida y se lo debo, aunque me caiga fatal».

Se dio la vuelta en la estrechez del túnel y se sentó, con los pies colgando en el agujero. Luego se deslizó poco a poco y empezó a descender, apoyando la espalda y los pies en las paredes. No quería caer. Si eso ocurría, podía quedar atrapada en aquella chimenea vertical, y la avispa se precipitaría hacia ella y… «No, no pienses en eso».

En el exterior, Danny abrió la mochila y buscó algo de comer.

Tenía que conservar las fuerzas aunque no importara, aunque ya estuviera muerto. Se quitó la radio, la dejó a un lado y empezó a examinarse el brazo. Realmente tenía un aspecto espantoso.

La radio crepitó. La cogió y se la puso.

—¿Qué hay? —preguntó.

—¿Ves algo?

—No, nada.

—Escucha, Danny, mantente alerta y no dejes de vigilar. Si ves a la avispa avísame para que pueda salir. Lo digo por tu bien.

—Lo haré. Lo haré —respondió, sentándose muy erguido contra una piedra y mirando hacia el noroeste, por donde había desaparecido la avispa.

Karen llegó al fondo de la chimenea. Allí el túnel se ensanchaba un poco y giraba bruscamente hasta desembocar en una cámara más amplia. La iluminó con la linterna. Una docena de túneles partían de allí en forma radial y se perdían en la oscuridad.

—¡Rick! —llamó.

Sin duda estaría en alguno de aquellos pasadizos, y probablemente muerto.

Se metió a rastras por uno de los túneles y enseguida vio que acababa en una pared construida toscamente con trozos de tierra unidos por una especie de pegamento y llena de agujeros.

La iluminó con la linterna intentando ver qué había al otro lado.

Distinguió algo vivo al otro lado, y comprendió que los agujeros eran orificios de ventilación. A través de ellos le llegaron sonidos de succión y un ruido como un «clic-clac». El olor y el ruido le dijeron que allí se escondía algo que estaba vivo y hambriento, algo que no dejaba de alimentarse constantemente.

—¡Rick! —llamó—. ¿Estás ahí?

El cliqueo cesó un instante y se reanudó enseguida. No oyó respuesta alguna.

Acercó el ojo a uno de los orificios y alumbró con la linterna. El rayo de luz cayó sobre una superficie reluciente de color marfileño, dividida en segmentos que se movían. El movimiento duró unos segundos, como el de un tren pasando ante una abertura. Oyó una respiración, pero no era humana. Lo que la aterró de verdad fue el tamaño de lo que había encerrado allí dentro. Era tan grande como una marsopa.

Había otros túneles por investigar. Regresó a la cámara principal y entró en el siguiente, hasta que llegó a un montón de barro seco que lo cerraba e intentó ver algo a través de los agujeros.

—¡Rick! ¿Puedes oírme?

La voz de Danny sonó en sus oídos, débil y llena de estática, debido a lo lejos que se encontraba.

—¿Qué está pasando? —quiso saber.

—He llegado a una gran cámara de donde parten una veintena de túneles en todas direcciones. Los que he inspeccionado parecen terminar en una especie de celda. Creo que en ellas hay larvas.

Golpeó la pared con el machete hasta que abrió un boquete.

—¡Rick! —gritó—. ¿Estás aquí?

«Es posible que pueda oírme pero no pueda hablar, o quizá esté muerto», se dijo.

Amplió el boquete y entró a rastras. La celda albergaba una larva mayor que ella, una masa gorda y blanquecina que siseaba, respirando pesadamente. La cabeza sin ojos tenía una boca de la que sobresalían dos colmillos. La avispa madre había llenado la cámara con comida para que su criatura se alimentara.

Karen vio dos orugas, un insecto koa y una araña. En ese momento la larva estaba devorando el koa y un bicho de caparazón verde. Toda la celda estaba llena de restos de esqueletos a los que la larva había arrancado la carne, también había tres cabezas de insecto que apestaban a podrido.

Karen se mantuvo pegada a la pared, lo más lejos posible de la larva, que estaba ocupada dando buena cuenta del koa.

Aguzó el oído y supo que el desdichado insecto seguía respirando. Bien. Aquello quería decir que los alimentos que llevaba la avispa estaban vivos. Así pues, Rick también podía estarlo.

La larva clavó los colmillos en el koa y le arrancó la carne para llevársela a la boca, succionándola como si fueran espaguetis.

Karen resistió el impulso de despedazar aquella larva repugnante. Deseaba acabar con ella, pero no lo hizo. Era parte de la naturaleza. Se parecía a un cachorro de león devorando la carne que le llevaba su madre. Las avispas eran los leones del reino de los insectos y ayudaban a mantener el equilibrio de otras especies, igual que los leones conservaban el ecosistema.

Aun así, a Karen no le gustaba nada pensar que una larva de avispa devorase vivo a Rick Hutter.

Karen se arrastró fuera de la celda y se dirigió al siguiente túnel, al final de cual encontró otra celda donde una larva más crecida despachaba su última oruga después de haber dado cuenta de todo lo demás.

—¡Rick! —gritó, pero el terreno amortiguaba su voz. Hutter podía estar en cualquier parte, escondido en una de aquellas celdas.

La radio crepitó. Era Danny.

—¿Cómo vas? —quiso saber.

—No encuentro a Rick —repuso—. Este lugar es un laberinto.

Entró en otra celda. Esta contenía un capullo de seda, una avispa que todavía no había eclosionado; podía verla a través de los hilos del capullo, del que saldría como un insecto adulto. Cuando lo iluminó con la linterna, la avispa se agitó. Salió de allí no sin antes haber taponado nuevamente la entrada. Lo último que necesitaba era una avispa recién nacida paseándose por aquellos túneles armada con su aguijón.

—¡Rick, soy yo, Karen! —gritó y aguzó el oído esperando alguna respuesta.

No oyó nada, aparte de los ruidos siniestros de las larvas, devorando sus presas, y los latidos de su aterrorizado corazón.

Rick yacía en la absoluta oscuridad de una celda, incapaz de moverse o hablar. La picadura lo había paralizado, pero conservaba todos sus sentidos. Notaba la tierra contra la espalda y las piernas, y olía la descomposición de los esqueletos de insectos. No podía ver la larva que ocupaba la celda, pero la oía perfectamente. Estaba devorando algo, entre crujidos y ruidos de succión. Respiraba con normalidad y podía parpadear si lo deseaba. Hasta ahí llegaba. Intentó mover un dedo, pero no fue capaz de decir si este se había movido o no.

«¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!», gritó en su mente.

Comprendió que el veneno de la avispa solo le había paralizado parte de su sistema nervioso, el simpático, los nervios que se controlaban a voluntad. El parasimpático seguía funcionando. El corazón le latía y respiraba con normalidad.

Todo su cuerpo funcionaba, pero no podía ordenarle que hiciera nada. Era igual que un motor que se hubiera quedado al ralentí, y no encontraba la forma de pisar el acelerador. Notó una molestia en el bajo vientre y, durante un momento, no supo qué era, hasta que notó algo cálido que se extendía bajo él. Su vejiga se había vaciado sin que él se lo ordenara. Fue un alivio bienvenido.

El veneno era la versión de las avispas de una nevera: mantenía a las presas frescas y con vida hasta que fueran devoradas.

A sus pies proseguía la actividad de masticación y succión.

Supuso que la larva debía de estar acabando, porque oyó cómo movía restos de carcasas rotas y exoesqueletos después de haberlos dejado limpios de materia comestible. A pesar de que no podía verla, sabía exactamente de qué se trataba. Había oído ruido de cosas que se partían y de masticación, lo cual quería decir que la larva tenía mandíbulas. Le asustaba pensar en cómo sería el primer contacto con ellas y no podía dejar de preguntarse qué parte de su cuerpo devoraría primero. ¿Empezaría por el rostro o le arrancaría los genitales antes de abrirle la cavidad abdominal?

A pesar del horror de la situación, Rick se sentía extrañamente aburrido. Paralizado en la oscuridad, no tenía nada que hacer salvo imaginar la muerte que lo aguardaba; así pues, decidió concentrarse en las cosas que le habían hecho feliz en la vida. Aquella podía ser su última ocasión de recordarlas. Rememoró cuando jugaba entre las olas en Belmar, en la costa de Jersey, donde su familia pasaba una semana en verano en un motel, lo máximo que se podía permitir. Su padre había sido camionero para una cadena de tiendas. Recordaba haber estado de pie, en el asiento del camión de su padre, a los cinco años, diciéndole a todo el mundo que iba a ser camionero como su padre. Se vio a sí mismo abriendo la carta de aceptación de Stanford y leyéndola con la más completa incredulidad. ¡Una beca para Stanford! Y después el posgrado en Harvard, también financiado con otra beca. Se vio en Costa Rica, entrevistando a una anciana curandera mientras esta preparaba una tisana tonificante con unas hojas de Himatanthus.

Su mente saltó al laboratorio de Harvard. Una noche había intentado extraer ciertos compuestos de una hoja de ese árbol.

Karen también se había quedado a trabajar hasta tarde para terminar un experimento que estaba haciendo con sus arañas. Estaban solos los dos, trabajando codo con codo, sin apenas hablar, rodeados de la tensión que producía el desagrado que sentían el uno por el otro. Sin embargo, en un momento determinado sus manos se habían rozado accidentalmente.

«Quizá debería haber intentado conectar con Karen esa noche —se dijo—, aunque lo más probable es que me hubiera dado un puñetazo».

Un hombre que va a morir piensa sobre todo en los encuentros sexuales que ha desperdiciado. ¿Quién había dicho tal cosa? Quizá fuera cierto.

Empezó a adormecerse.

—¡Rick!

La voz lo despertó. Había sonado débilmente a través de la tierra.

«¡Estoy aquí, Karen!», gritó en su mente, pero no consiguió que de su boca saliera sonido alguno.

—¡Rick! ¿Dónde estás?

«¡Date prisa, estoy encerrado con una larva hambrienta!».

La linterna de Karen centelleó brevemente —era la primera luz que veía desde hacía rato— y desapareció. La oscuridad lo envolvió de nuevo. Karen había pasado de largo.

«¡Vuelve! —gritó en su mente—. ¡No me has visto!».

Silencio. Se había marchado.

Entonces, a través de la negrura, se acercó el horror de los horrores. Algo húmedo y pesado se deslizó sobre sus tobillos, aplastándole los pies contra el suelo.

«¡Esto no puede estar pasando!».

A continuación notó que los segmentos de la larva le subían lentamente por las piernas… y por la barriga… y por el pecho, asfixiándolo.

«¡No, por favor, no!».

Tenía encima la larva de avispa, aplastándolo con su peso, ahogándolo. Notó el latido del corazón de la criatura y oyó un cliqueteo húmedo. Las mandíbulas se habían puesto a trabajar.

«Clac-clac».

La luz regresó. Un rayo perforó la oscuridad, revelando unos colmillos negros que se abrían y se cerraban como unas tijeras alrededor de una boca redonda y blanda como un ano.

La tenía justo ante su cara.

Karen iluminó la celda y vio la escena.

—¡Dios mío, Rick! —exclamó, y empezó a echar abajo frenéticamente la pared agujereada de la celda, apartando terrones de barro seco.

Los colmillos le rozaron la frente. La larva lo estaba palpando en busca de una zona blanda por donde empezar. Notó cómo sus apéndices bucales le dejaban un rastro de baba en los hombros y después le palpaban la nariz. La boca redonda pasó sobre sus labios como un beso baboso y no pudo contener una arcada.

—¡Aguanta, Rick!

«¡Date prisa! ¡Este bicho asqueroso quiere zampárseme!».

Karen entró por él boquete y se lanzó contra la larva, apartándola de la cara de Rick a puntapiés.

—¡Déjalo en paz! —gritó, asestándole un machetazo.

La larva bufó, emitiendo un siseo por sus orificios respiratorios. Karen levantó el machete y de un solo tajo la decapitó.

La cabeza bulbosa rodó por el suelo, sin dejar de mover los colmillos, mientras el cuerpo amputado se retorcía con espasmos de agonía. Karen siguió acuchillando la larva decapitada, pero aquello solo pareció aumentar el frenesí de sus convulsiones.

Cogió a Rick por debajo de los brazos y lo arrastró fuera de la celda, dejando a la larva agonizante golpeando las paredes. Un extraño olor pareció seguirlos.

«Esto no me gusta —pensó Rick—, es una alarma de feromonas».

Karen también lo percibió. La larva moribunda llamaba pidiendo auxilio en su lenguaje olfativo. Aquel olor estaba llenando todo el nido. Si la avispa madre lo detectaba.

La voz de Danny sonó en los auriculares de Karen.

—¿Qué está pasando?

—Tengo a Rick. Está vivo. Quédate a la escucha. Voy a sacarlo.

Rick era como un saco de patatas, un peso muerto; sin embargo, Karen tenía una fuerza increíble. Había logrado dar con él y lucharía hasta la muerte antes de entregarlo. Se arrastró hasta la cámara, tirando del cuerpo inerte de Rick, hacia el túnel vertical.

Fue entonces cuando oyó la voz de Danny en la radio.

—¡La avispa vuelve!