33

Borde del Tántalo

31 de octubre, 10.15 h

Karen estaba ovillada, en posición fetal, dentro del buche del miná, aguantando la respiración. Las paredes de músculo la mantenían en aquella posición, dificultándole cualquier movimiento. Eran resbaladizas y pegajosas. El hedor resultaba insoportable. Aun así, no había jugos gástricos. El buche no era más que un recipiente para almacenar comida antes de que esta pasara al resto del sistema digestivo.

Se dio cuenta de que el pájaro volaba, porque notaba el movimiento regular y sordo de los músculos pectorales que movían sus alas. Se llevó los brazos a la cara e hizo fuerza para apartar las paredes y lograr algo más de espacio para respirar.

Tomó una bocanada de aire.

El olor a insectos podridos era nauseabundo, pero al menos había aire. Sin embargo, escaseaba. Al poco, notó un calor sofocante y empezó a jadear. Una sensación de claustrofobia se apoderó de ella. Le entraron ganas de gritar con todas sus fuerzas; pero, si lo hacía, consumiría rápidamente el escaso aire disponible y se asfixiaría. La única manera de seguir con vida era conservar la calma y aprovechar el aire todo lo posible. Enderezó la espalda y extendió las piernas. De ese modo logró dilatar ligeramente el buche y ganar un poco de espacio. Aun así, se estaba quedando sin aire.

Intentó coger la navaja, pero se la había guardado en el bolsillo. Las paredes del buche le entorpecían los movimientos.

«¡Maldita sea! Tienes que coger esa navaja», se dijo, mientras juraba para sus adentros que, en adelante, la llevaría colgada del cuello. Si había futuro… Bajó el brazo, luchando contra la resistencia de las paredes, que parecían de goma. Metió a duras penas los dedos en el bolsillo y se detuvo para tomar una bocada de aire hediondo. Tosió, y sus dedos se cerraron alrededor de un recipiente. ¿Qué era aquello? Un atomizador. Un atomizador lleno de benzoquinonas. El que Rick había llenado.

Un arma.

Haciendo un supremo esfuerzo, sacó el recipiente.

En ese preciso instante el vuelo del miná cambió de dirección. El buche se estrechó y las paredes aplastaron a Karen, viciándole los pulmones. La invadió una sensación de liviandad y de estar cayendo. Luego notó un golpe brusco y que se detenían. El pájaro se había posado. En ese momento perdió el conocimiento.

El miná había regresado al lugar donde había cogido a Karen, en busca de más alimento, y allí se encontró con Rick.

Este reconoció la mancha del pico. A pesar de que se trataba del mismo pájaro que había engullido a Karen, no tenía forma de saber si ella seguía con vida. Agitó el arpón en alto, frente al miná.

—¡Vamos, ven a por mí, hijo de puta!

La maniobra de los Masai. Eso era lo que tenía que hacer con aquel pájaro. Los jóvenes guerreros de esa tribu eran capaces de abatir a un león con su lanza.

«Si ellos pueden, yo también. Solo es cuestión de técnica», se dijo.

El miná dio un par de saltos hacia él.

Rick lo observó, calculando la distancia y planeando lo que haría, cómo se movería y el ángulo con el que inclinaría el arpón. Iba a tener que utilizar el peso y la fuerza del pájaro en su favor, como hacían los Masai con los leones. Estos azuzaban al felino para que los atacase y, cuando este saltaba sobre ellos, plantaban la lanza en el suelo, apuntando al león, y se agachaban detrás de ella. De ese modo, el animal se empalaba y moría.

El miná fue a por él. Cuando Rick vio llegar el picotazo, se agachó, clavó el arpón en el suelo con la punta hacia arriba y se lanzó cuerpo a tierra para esquivar la arremetida.

El pájaro se clavó el arpón en la garganta al intentar picotear a Rick. Con su punta afilada e impregnada de veneno, el arma le atravesó las plumas y se le clavó en la piel. El miná retrocedió con el arpón en el cuello y agitó la cabeza para quitárselo. Rick aprovechó el momento para levantarse y desenvainar el machete.

—¡Vamos! ¡Lucha! —gritó.

Karen oyó la voz de Rick. Había perdido el conocimiento durante unos momentos. Empezó a respirar entrecortadamente y vio unas lucecitas bailando ante sus ojos, debido a la falta de oxígeno. Se estaba quedando sin aire por momentos. Entonces se acordó del atomizador que seguía aferrando. Presionó la válvula y notó una sensación abrasadora cuando las irritantes benzoquinonas se extendieron por todas partes. Las paredes del buche se contrajeron, estrujándola. Las lucecitas se tornaron borrosas y después todo se volvió negro.

El miná percibió que algo no iba bien. El arpón le picaba en el cuello y notaba una sensación desagradable en el buche, así que regurgitó.

Karen cayó violentamente en el musgo y el pájaro se alejó volando.

Rick se arrodilló junto a ella y le tomó el pulso. El corazón le latía, pero estaba inconsciente. Rápidamente, le hizo el boca a boca y le llenó los pulmones de aire.

Karen se estremeció, tosió y respiró una gran bocanada de aire. Entonces abrió los ojos.

—Sigue respirando, Karen. Enseguida te encontrarás bien —le dijo Rick, quitándole de la mano el atomizador que ella seguía sujetando con fuerza.

A continuación, la llevó debajo de unos helechos, donde la ayudó a sentarse y la abrazó. Karen tenía el cabello y la ropa manchados por los fluidos del buche del miná.

—Respira hondo —le dijo, apartándole un mechón de cabello de la cara.

No sabía dónde estaban los pájaros, si seguían revoloteando por encima de ellos en busca de alimento o si se habían marchado, pero sus graznidos sonaban con menos fuerza.

Dejó a Karen apoyada en el tallo de un helecho y se sentó a su lado, rodeándola con el brazo.

—Gracias, Rick.

—¿Estás herida?

—Solo un poco aturdida.

—No respirabas. Pensé que…

Los graznidos de los pájaros se desvanecieron. La bandada se había alejado.

Mientras seguía abrazando a Karen, Rick hizo un rápido repaso del equipo que les quedaba. Sus posibilidades de supervivencia acababan de recibir un duro golpe. El hexápodo había desaparecido. Erika estaba muerta. La mayor parte de sus provisiones se habían esfumado con el andador. Ya no contaban con el arpón, porque el miná se lo había llevado clavado en el cuello. Les quedaba una mochila, la que Karen había cogido en la sala del generador y que había dejado junto al estanque, y conservaban la cerbatana, con sus dardos y el curare, además de dos machetes. En cuanto a Danny, no había rastro de él.

Entonces oyeron su voz, que provenía de lo alto. Presa del pánico, se había encaramado a una planta trepadora que lo había llevado hasta lo alto de una roca. Lo vieron agachado en ella, agitando su brazo sano.

—¡Desde aquí veo el Gran Peñasco! ¡Casi hemos llegado!