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Laderas del Tántalo

31 de octubre, 9.45 h

El andador trepó hasta un saliente rocoso y salió a un pequeño claro de musgo. Una cascada en miniatura goteaba en el pequeño estanque que rielaba en su centro.

Karen, Erika y Rick saltaron a tierra y se acercaron al estanque. Su superficie era como un espejo.

—Estamos tan sucios… —comentó Erika.

—A mí no me vendría nada mal nadar un poco —convino Karen.

Contemplaron sus reflejos en la superficie. Tenían un aspecto sudoroso y cansado, y su ropa estaba sucia y desgarrada.

Karen se arrodilló y tocó el agua. Su dedo alteró la superficie, pero no la atravesó. Estaba tocando el menisco del agua, producido por la tensión superficial de las moléculas. Hizo fuerza con la mano hasta que esta penetró la superficie.

—Es tentador —dijo.

—No lo hagas. Puedes morir —la advirtió Danny.

—Aquí no hay nada que sea peligroso —repuso Karen.

Rick no estaba tan seguro, de modo que cogió el arpón y lo hundió en distintos lugares, agitando el agua. Confiaba en que, si alguna criatura desagradable vivía allí, saldría con todo aquel movimiento. En el agua nadaban organismos unicelulares que se retorcían, pero no parecían peligrosos.

El estanque era lo bastante pequeño y poco profundo para que pudieran verlo en su totalidad. No había nada que pareciera amenazador.

—Voy a darme un baño —dijo Erika.

—Pues yo no —replicó Danny.

Karen y Rick cruzaron una mirada.

Erika se ocultó detrás de un montón de musgo y salió de allí desnuda.

—¿Hay algún problema? —preguntó, mientras Danny la miraba fijamente—. Al fin y al cabo, somos todos biólogos.

Dio un paso sobre la superficie del agua y esta se combó bajo sus pies, pero no cedió. Erika aplicó un poco de presión hacia abajo y, de repente, se encontró hundida y con el agua hasta el cuello. Caminó hasta la cascada y se puso debajo. Las gotas de agua cayeron sobre su cabeza, estallando en otras más pequeñas.

—Venid, es estupendo —dijo a los demás.

Karen se desnudó sin el menor reparo. Rick no sabía qué hacer. Se sentía incómodo viendo cómo Karen se quitaba la ropa, y no sabía si se sentiría todavía peor nadando con ella y Erika desnudas. Al final se decidió. Se desvistió y se zambulló rápidamente.

—Bienvenido al paraíso —dijo Erika.

—Un paraíso peligroso —repuso Rick, hundiendo la cabeza y frotándose el cabello.

Mientras tanto, Karen exploró el estanque, que estaba lleno de seres vivos. No eran peces, sino organismos unicelulares que nadaban en todas direcciones; uno de ellos, en forma de torpedo, pasó junto a ella.

Se trataba de un paramecio, un protozoo unicelular muy común en las aguas estancadas. Estaba cubierto de una especie de pelos que utilizaba para impulsarse. Empezó a chocar contra el brazo de Karen, haciéndole cosquillas en la piel. Karen lo recogió junto con un poco de agua, con las manos ahuecadas, y notó el contacto en las palmas. La célula emitió un leve sonido que a Karen le recordó el maullido de un gato al que no le gustara que lo sostuvieran en alto. Estaba claro que deseaba escapar.

—No te haré daño —le dijo Karen, acariciándola con la yema de los dedos.

Cuando tocó los pelos, estos reaccionaron inviniendo la dirección y chocando contra sus dedos. Era como acariciar un trozo de terciopelo que se resistiera.

«¿Qué hago hablando con una célula? —se dijo Karen—. Menuda tontería. Una célula es una máquina, un mecanismo de proteínas en un envoltorio acuoso». Sin embargo, no podía evitar pensar que la célula también era un ser diminuto, con sus propósitos y deseos. Naturalmente, no era inteligente en el sentido humano de la palabra; no podía imaginar galaxias ni componer una sinfonía. Pero constituía un sistema biológico complejo, adaptado a la vida en aquel medio y dedicado a producir tantas copias de sí misma como pudiera.

—Buena suerte —se despidió Karen en voz alta, y a continuación abrió las manos y se quedó mirando cómo se alejaba. Se volvió hacia Rick y le dijo—: ¿Sabes?, no somos tan distintos de ese protozoo.

—Pues yo no veo el parecido.

—El día que es concebida, una persona no es más que un protozoo. Tal como dijo el biólogo John Tyler Bonner: «Un ser humano no es más que un organismo unicelular con un complicado sistema reproductor».

—Pues ese sistema reproductor es la mejor parte —dijo Rick con una sonrisa maliciosa.

—Grosero —respondió Karen.

Una sombra cruzó el estanque, y en lo alto resonó un graznido. Instintivamente, todos metieron la cabeza bajo el agua.

Cuando emergieron, Rick miró en derredor.

—Pájaros —dijo.

—¿De qué clase? —quiso saber Karen.

—No lo sé. En cualquier caso, se han marchado.

Lavaron la ropa en el estanque y la pusieron a secar mientras tomaban un rato el sol, tumbados en el musgo. Sus prendas no tardaron en secarse y volvieron a vestirse.

—Debemos seguir —dijo Rick, abrochándose la camisa.

Justo en ese momento los gritos se hicieron más fuertes y diversas formas oscuras revolotearon por encima de ellos. Los cuatro se pusieron en pie de un salto.

Una bandada de pájaros volaba ante la empinada ladera, posándose y volviendo a levantar el vuelo. Buscaban comida, y sus gritos desgarraban el aire.

Un pájaro aterrizó ante ellos. Era enorme, con plumas negras y brillantes, un pico amarillo y ojos despiertos. Dio unos cuantos saltos, examinando el terreno, lanzó un graznido penetrante y salió volando repentinamente. Más aves llenaron el cielo. Inspeccionaron los alrededores y se posaron en los árboles de la ladera. Los estudiantes comprendieron que los observaban. Los graznidos de las aves resonaban alrededor del estanque.

Rick corrió al hexápodo y cogió el rifle de gas.

—¡Poneos a cubierto! —gritó—. ¡Son minás y comen carne!

Danny saltó del andador y buscó refugio bajo el vehículo. Karen se lanzó tras una piedra y Erika se acurrucó entre dos montones de musgo, mientras Rick permanecía al descubierto, con el rifle en la mano, observando el vuelo de los pájaros en lo alto, cuyos gritos eran arrastrados por el viento.

Los minás lo vieron. No tenían nada que temer de algo tan pequeño. Uno de ellos descendió hasta posarse en el suelo y se le acercó dando saltos. Rick apunto y disparó. El rifle escupió su dardo con un fuerte retroceso, pero el pájaro levantó el vuelo de inmediato y se alejó. Rick había fallado. Recargó lo más rápidamente que pudo. El arma era de cerrojo y solo disparaba un proyectil cada vez.

Calculó que había unos veinte o treinta sobrevolando la ladera y graznando.

—Cuidado, cazan en bandadas —avisó.

Otro miná se posó en el suelo.

Rick apretó el gatillo, pero no pasó nada.

—¡Mierda! —exclamó.

Se había encasquillado. Manipuló el cerrojo frenéticamente. El pájaro dio un salto hacia él y lo miró, ladeando la cabeza.

Entonces, lanzó un picotazo y le arrebató el rifle de las manos.

Había atraído su atención porque se trataba de un objeto brillante. El pájaro arrojó el arma contra una roca, haciéndola pedazos. A continuación, abrió el pico y lanzó un graznido que hizo que se estremecieran el aire y el suelo.

Entretanto, Rick se había arrojado cuerpo a tierra y se arrastraba en busca del arpón, que yacía cerca del estanque.

El miná se volvió hacia Erika, que se acurrucaba entre el musgo. La joven levantó la cabeza, vio al pájaro y perdió el control de sus actos: se puso en pie y echó a correr, con la cabeza agachada, gritando de terror.

—¡No, Erika! —gritó Rick.

La carrera de la joven hizo que el pájaro fuera hacia ella.

Karen, que había contemplado toda la escena, tomó una decisión: se sacrificaría por Erika, le daría una oportunidad de seguir con vida.

«Estuvo bien mientras duró», pensó mientras se levantaba y corría hacia el ave, agitando los brazos y gritando:

—¡Eh, estoy aquí!

El pájaro se volvió y le lanzó un picotazo, pero falló, y Karen cayó de bruces al suelo.

Erika se había encaramado al hexápodo e intentaba ponerlo en marcha. El pánico la dominaba por completo y no sabía lo que hacía. Su única obsesión era escapar de allí.

—¡Para! —le gritó Danny—. ¡Te ordeno que pares!

La joven no le prestó atención. El vehículo se puso en marcha de forma brusca y empezó a trepar por las rocas, completamente al descubierto.

Erika estaba abandonando a sus compañeros.

—¡Erika! ¡Vuelve! —vociferó Karen.

Pero Erika no oía nada ni a nadie.

El andador, con sus seis patas relucientes, llamó la atención de la bandada de pájaros. Uno de ellos pasó en vuelo rasante sobre el vehículo y, de un solo picotazo, se llevó limpiamente a Erika y de paso lanzó el hexápodo por los aires. El vehículo cayó por la ladera y desapareció, rebotando y lanzando en todas direcciones su cargamento de bolsas y pertrechos.

El miná se posó llevando a Erika todavía en el pico. Para matar a su presa, el pájaro la golpeó varias veces contra el suelo y agitó la cabeza violentamente. Entonces remontó el vuelo y se enzarzó en un combate con otros minás que intentaban arrebatarle lo que llevaba en el pico. La joven quedó despedazada y sus restos volaron por el aire.

Pero aquello todavía no había acabado. Rick agarró el arpón y miró a su alrededor, buscando a Karen. La vio tendida en el suelo, a los pies de un miná que tenía una curiosa mancha negra en el pico y que la miraba como si se preguntase si aquella criatura sería comestible o no…

—¡Karen! —gritó Rick, lanzando el arpón contra el pájaro.

El arma penetró en el plumaje del pájaro, pero no llegó a mucha profundidad. El ave agitó las alas y el arpón cayó al suelo.

Karen se ovilló en el suelo, intentando hacerse lo más pequeña posible.

—¡Eh, aquí! —gritó Rick, echando a correr para llamar la atención del miná.

—¡No, Rick!

El pájaro miró a Karen, atraído por su voz. Lanzó un picotazo, la cogió, la engulló rápidamente y remontó el vuelo con rápidos aleteos.

—¡Maldito seas! —gritó Rick, blandiendo en alto el arpón contra el pájaro, que se había convertido en un puntito en medio de la bandada—. ¡Vuelve y lucha!

Habría llorado de rabia y dado cualquier cosa para que aquel miná regresara. De repente, recordó algo referente a los pájaros: no tenían estómago, sino buche.