30

El Pali

30 de octubre, 16.00 h

—Este trasto haría furor en las calles de Boston —comentó Karen mientras conducía el hexápodo por una pronunciada pendiente, guiándolo entre un montón de piedras y tallos de plantas. El vehículo dio un bandazo.

—¡Cuidado con mi brazo! —chilló Danny, que iba sentado en el puesto del copiloto sujetándose el brazo izquierdo, que colgaba del cabestrillo como una salchicha. Se le había hinchado mucho, y la manga de la camisa se lo oprimía.

El andador se desplazaba con paso firme, acompañado por el zumbido eléctrico de sus motores, trepando por un vasto mundo vertical que resplandecía con múltiples tonos verdes.

Erika iba sentada en el compartimiento de carga, asegurada con una cuerda, mientras que Rick caminaba junto al vehículo, con el rifle en la mano y una canana de puntas explosivas cruzada sobre el pecho, vigilando la presencia de posibles depredadores.

El terreno se había vuelto muy empinado. El suelo de la parte inferior de la falda del cráter del Tántalo se había convertido en un lecho inestable de piedrecillas de lava, donde se alzaban grandes rocas, todo ello cubierto de helechos y vegetación. Los árboles koa y las guayaberas se alzaban aquí y allá, entremezclándose con los troncos rectos y delgados de las palmeras. La mayoría de los árboles estaban cubiertos de plantas trepadoras y sus ramas se agitaban bajo el viento que soplaba contra la cara de la montaña, zarandeando de vez en cuando a los microhumanos y su vehículo. El velo de bruma de alguna nube flotaba ocasionalmente entre la vegetación, seguido de la luz del sol.

Las muertes de Peter y Amar pesaban en el ánimo de los estudiantes. El grupo se había visto reducido de ocho a cuatro supervivientes perdidos en el micromundo. En apenas dos días, solo quedaban la mitad de ellos. Un cincuenta por ciento de bajas. Esa era la siniestra estadística, pensaba Rick. Peor que la de los soldados que desembarcaron en Normandía. Y no creía que fuera a disminuir, a menos que se produjera algún milagro y los rescataran. Sin embargo, no podían revelar su presencia a nadie de Nanigen, ya que Drake había movilizado todos sus recursos para encontrarlos y hacerlos desaparecer.

—Estoy seguro de que Drake sigue buscándonos —comentó.

—Déjalo ya, Rick —contestó Karen. No tenía sentido que siguieran hablando de Drake, porque solo conseguían sentirse más desamparados—. Peter no se rendiría —añadió, más tranquila, mientras manejaba los controles y guiaba el hexápodo por la abrupta cara de una roca.

Rick se encaramó al vehículo de un salto.

Se habían adentrado en la vegetación de la montaña. De vez en cuando, una abertura en la bóveda verde les permitía contemplar el impresionante paisaje. Grandes barrancos y cortadas se precipitaban hacia el fondo del Pali, y una cascada rugía no lejos de allí. En algún lugar por encima de ellos, la cresta curvada del risco formaba el cráter del Tántalo.

El hexápodo se abría paso por aquel terreno, entre todo tipo de seres vivientes. Los saltamontes saltaban por el aire, asustados; el suelo era un hervidero de gusanos y nematodos, y había ácaros por todas partes, que incluso llegaban a trepar por las patas del vehículo. El aire estaba lleno de insectos que volaban en todas direcciones, zumbando y brillando a la luz del sol.

—No puedo soportar tanta exuberancia de vida —se quejó Danny, con aire desdichado, protegiéndose el brazo.

—Si las baterías aguantan —dijo Rick, haciendo caso omiso—, es posible que alcancemos la base Tántalo al anochecer.

—Y luego, ¿qué? —quiso saber Karen, que manejaba los controles.

—Haremos un reconocimiento del sitio. Inspeccionaremos la base y después decidiremos.

—¿Y si no está? ¿Y si resulta que se la han llevado, como las demás?

—¿Se puede saber por qué tienes que ser tan pesimista?

—Solo intento ser realista, Rick.

—Perfecto, pues dime cuál es tu plan.

Karen no tenía ninguno, de modo que no contestó. Subir hasta Tántalo confiando en tener un golpe de suerte no era ningún plan, simplemente una acción a la desesperada. Mientras seguían avanzando, Karen sopesó la situación. Debía reconocer que estaba muy asustada; pero, al mismo tiempo, el miedo hacía que se sintiera particularmente viva. Se preguntó cuánto tiempo le quedaría de vida, quizá un día o tal vez solo unas horas. «Lo mejor que puedes hacer es aprovecharlo al máximo, si no quieres que tu vida acabe siendo tan corta como la de un insecto», se dijo.

Miró a Rick de soslayo y se preguntó cómo lo conseguía.

Allí estaba, con el rifle al hombro y el aspecto de quien no tenía el menor problema en esta vida. Por un momento, y a pesar de lo mal que le caía, le envidió.

Oyó un gemido. Se trataba de Erika, que estaba sentada en la parte de atrás del andador, abrazándose las rodillas.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, bien —repuso ella.

—¿Tienes… miedo?

—¡Claro que tengo miedo!

—Procura no darle tantas vueltas, todo saldrá bien —dijo Karen, intentando tranquilizarla.

Erika no contestó. Parecía incapaz de soportar la tensión de aquella aventura. Karen sintió lástima por ella.

Don Makele entró en el centro de comunicaciones de Nanigen, un pequeño despacho dotado de equipos de radio encriptadas y sistemas de transmisión inalámbricos, y se dirigió hacia una joven que supervisaba la actividad de los distintos canales.

—Quiero que busques la señal de un equipo que hemos perdido en el valle de Manoa —le dijo, dándole el número de referencia.

—¿Qué clase de equipo es? —preguntó ella.

—Es experimental —contestó secamente Makele, que no tenía la menor intención de contarle que se trataba de un hexápodo avanzado del Proyecto Omicron.

Manejándolo por control remoto, la joven puso en marcha el transmisor de alta potencia montado en el tejado del invernadero del jardín botánico de Waipaka; el aparato trabajaba en la banda de los 72 gigahercios.

—¿Hacia dónde quiere que lo oriente?

—Hacia el noroeste, en dirección a la estación Eco.

—Entendido —repuso ella. Alineó el transmisor con el teclado y lanzó una serie de señales acústicas. Observó el monitor un momento y dijo—: Nada, señor.

—Pues sigue buscando por toda la zona circundante.

Ella obedeció, pero sin obtener ningún resultado.

—Está bien —dijo Makele—. Ahora apunta el transmisor hacia la ladera de la montaña y lanza una secuencia de señales.

La joven hizo lo que le decían. Al cabo de un momento, su rostro se iluminó.

—¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Me ha devuelto la señal!

—¿Dónde está el equipo?

—¡Caramba! ¡Está en el acantilado, a medio camino de Tántalo! —Hizo aparecer una imagen en la pantalla y señaló un punto elevado, en la ladera de la montaña—. ¿Cómo ha podido llegar ese equipo hasta allí? —preguntó.

—No tengo ni idea —contestó el jefe de seguridad.

Estaba claro que alguien había sobrevivido y que conducía el hexápodo, montaña arriba. «Interesante», pensó.

Makele se dirigió hacia el despacho de Drake.

—Acabo de hacer un rastreo y he recibido una señal de respuesta —explicó—. ¿Y sabe qué? He encontrado el hexápodo. Se dirige hacia el cráter del Tántalo.

Drake frunció el entrecejo. Estaba claro que alguno de esos malditos estudiantes había sobrevivido al depredador que había acabado con Telius y Jonhstone.

—¿Puedes localizar el andador y recogerlo?

—Esa ladera es muy abrupta. No creo que podamos llegar allí inmediatamente. Además, no tenemos su ubicación exacta. Lo máximo que podemos conseguir es un punto aproximado en un radio de un centenar de metros.

Una ligera sonrisa asomó en los labios de Drake hasta convertirse en una mueca siniestra.

—Me pregunto si estarán dirigiéndose a la base del Tántalo.

—Podría ser perfectamente.

Drake soltó una carcajada.

—Pues me gustaría ver sus caras cuando vean Tántalo. Se van a llevar una desagradable sorpresa, eso suponiendo que consigan llegar. —Se puso repentinamente serio—. Escucha Don, vas a subir hasta allí para asegurarte de que se llevan una sorpresa. Ah, y no dejes de rastrear ese andador. Quiero estar informado de sus progresos.

Rick se hallaba a los mandos del hexápodo cuando sonó un «bip» y el panel de comunicaciones del aparato se encendió y apareció un mensaje: «Respuesta 23094-451».

—¿Qué demonios es eso? —preguntó.

Danny se movió en el asiento del pasajero, junto a él.

—Apaga esa cosa —dijo.

—No puedo. Este trasto funciona por sí solo.

Rick se preguntó si alguien estaría intentando contactar con ellos. Quizá fuera Drake. El panel se apagó, y tuvo el presentimiento de que Drake sabía dónde se encontraban. Si así era, ¿qué podían hacer ellos? El rifle de gas resultaba inofensivo contra un humano de tamaño normal. Miró a Karen, que caminaba junto al andador y se preguntó si debía decírselo.

—La radio está haciendo cosas raras —dijo al fin, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

El terreno proseguía cuesta arriba. Se hallaban en algún punto de la ladera del Tántalo. Llegaron a un montículo y el hexápodo trepó por él. Cuando alcanzaron la cima, rodearon un obstáculo de hierba y llegaron a una piedra.

—¡Alto! —dijo Rick, que había visto algo debajo, algo negro y brillante—. Creo que ahí se esconde un escarabajo. —Se volvió hacia Erika—. ¿Podrías decirme de qué tipo?

Ella se incorporó y miró atentamente. Era un Metromenus, igual que el que habían visto nada más llegar al micromundo.

—Ten cuidado —le advirtió Erika—. Suelta una sustancia muy desagradable.

—A eso me refería —repuso Rick.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Karen.

—Quiero decir que estamos en plena guerra química y necesitamos armas químicas.

—No, no las necesitamos Ya tenemos el espray de benzoquinonas —contestó Karen, cogiendo el envase que ella y Erika habían preparado en el laboratorio para mostrárselo a Drake. Sin embargo, cuando lo agitó vio que estaba vacío. Lo había gastado todo rociando al ciempiés.

Estaba claro que Rick pretendía volver a llenarlo. Bajó del andador, se arrastró por el suelo hasta poder apuntar al escarabajo y disparó. La punta atravesó el caparazón del insecto. Se oyó una explosión apagada y el escarabajo se estremeció, rociando todo lo que lo rodeaba con sustancias químicas. El aire se llenó del hedor del ácido.

Rick se puso su atuendo de científico loco, los guantes, las gafas y el delantal, mientras Erika le aseguraba que el insecto todavía conservaba una buena cantidad de benzoquinonas y le explicaba cómo encontrarlas.

Primero Rick dio una vuelta alrededor del escarabajo, y a continuación fue golpeando las partes segmentadas de su abdomen, buscando una manera de abrirlo.

—Corta entre los segmentos seis y siete —le aconsejó Erika—, y luego levanta con cuidado las placas de esclerito.

Rick hundió la hoja del machete entre los segmentos y levantó con cuidado las placas del exoesqueleto, que se desprendieron con un crujido, revelando una capa de grasa. A continuación, hundió la cuchilla en la masa blanquecina.

—Tienes que buscar un par de sacos llenos de sustancias químicas que hay en la base del abdomen —le indicó Erika, arrodillándose a su lado—. No se te ocurra perforarlos, porque lo lamentarías.

Rick apartó la capa de grasa, metió las manos y sacó dos órganos del tamaño de una pelota de fútbol; eran las glándulas de benzoquinonas. Siguiendo las instrucciones de Erika, cortó el músculo que las recubría. Los órganos empezaron a supurar un líquido apestoso.

—Ahí tienes tus benzoquinonas —dijo Erika—. Están mezcladas con ácido caprílico, un detergente que sirve para que se adhieran a las superficies y de esa manera aumente su poder ofensivo. Ten cuidado, no deben tocarte la piel.

A Karen le agradó ver que Erika se interesaba en algo y, al menos durante unos momentos, abandonaba su actitud silenciosa y deprimida.

Rick llenó una botella con aquel líquido, la cerró y se la entregó a Karen.

—Toma, para que te sirva de protección.

Karen lo miró con asombro. Rellenar la botella tendría que habérsele ocurrido a ella. Estaba claro que Rick tenía iniciativa.

Además, parecía desenvolverse sin problemas en el micromundo; es más, casi parecía disfrutar con ello. Nada de aquello hacía que le cayera mejor; pero, para su sorpresa, se alegraba de tenerlo a su lado en aquella aventura.

—Gracias —le dijo, guardando la botella.

—De nada.

Rick se quitó los guantes, las gafas y el delantal, y siguieron su camino.

El terreno se volvió terriblemente empinado, casi vertical, cuando llegaron al pie de lo que semejaba un acantilado interminable. La pared se alzaba hasta donde llegaba la vista, una extensión de roca volcánica, salpicada de líquenes, musgo colgante y helechos uluhe. No parecía haber forma de rodearlo.

—¡A la mierda con la pared! —exclamó Rick—. ¡Vamos allá! No tenían elección. Se aseguraron de fijar bien todo el equipo. Acto seguido, Rick se ató en la parte de atrás, con Erika, mientras Karen se ponía a los mandos y se sujetaba con el arnés. Las patas del andador se aferraron a la pared de roca sin dificultad y el vehículo empezó a ascender a buen ritmo. Ganaron altitud rápidamente.

Sin embargo, el acantilado no parecía acabar nunca.

El día llegaba a su fin, y no sabían, qué distancia habían recorrido ni la que les quedaba por recorrer. El indicador de las baterías señalaba que estas se habían ido gastando regularmente. Les quedaba una tercera parte de reserva.

—Creo que deberíamos acampar y pasar la noche en el acantilado —dijo Rick, finalmente—. Es posible que aquí estemos más seguros que en cualquier otra parte.

Cuando el sol empezaba a ponerse, descubrieron un saliente y detuvieron el hexápodo. Era un mirador fantástico, con unas vistas formidables sobre el valle. Descansaron y dieron buena cuenta de las últimas raciones de carne de saltamontes.

Danny se acomodó lo mejor que pudo en la parte de atrás del andador, donde pensaba pasar la noche. Tenía el brazo muy hinchado, y lo notaba inerte y dormido. Era como si hubiese dejado de ser una de sus extremidades y se hubiera convertido en un peso muerto.

—¡Buf! —suspiró, cogiéndose el brazo y torciendo el gesto.

—¿Y ahora qué te pasa? —le preguntó Rick.

—Nada, que el brazo me ha hecho «pop».

—¿Qué?

—Nada, solo ha sido un ruido.

—Deja que eche un vistazo —dijo Rick, inclinándose sobre él.

—No.

—Vamos, no seas tonto. Súbete la manga.

—No pasa nada, ¿vale?

Danny había llevado el brazo en cabestrillo todo el día y se le había hinchado dentro de la manga, que además estaba sucia y rígida.

—Sería mejor que te subieras esa manga, para que le diera un poco el aire —insistió Rick—. Si no, podría infectarse.

—Déjame en paz —espetó Danny—. No eres mi madre.

Se acurrucó y se volvió para dormir.

La oscuridad cayó sobre el Pali, y con ella se alzaron los ruidos de la noche, con su desfile de insectos.

Rick se instaló en el asiento del conductor.

—Será mejor que duermas un rato —le dijo a Karen—. Yo haré la primera guardia.

—No tengo sueño. ¿Por qué no lo hacemos al revés, tú duermes y yo vigilo?

Al final permanecieron despiertos los dos. Se quedaron sentados haciendo guardia en silencio, sin nada que decirse el uno al otro, mirando cómo Erika y Danny dormían. Los murciélagos iniciaron su cacería nocturna, y el valle se llenó con sus gritos mientras atrapaban polillas e insectos voladores.

Danny se agitó.

—Estos malditos bichos no me dejan dormir —protestó; sin embargo, no tardó en volver a roncar.

La luna se alzó sobre el valle de Manoa, convirtiendo las cascadas de agua en hilos de plata que desaparecían en la oscuridad. Alrededor de una de ellas se formó un arco resplandeciente; Rick se quedó mirándolo, preguntándose qué era aquel resplandor qtte parecía oscilar y cambiar.

Karen también lo vio.

—Sabes qué es, ¿verdad? —preguntó, señalando el fenómeno con el arpón.

—Ni idea.

—Es un arco iris de luna. Mira, ahora se ven dos.

Rick ni siquiera sabía que existieran los arcos iris de luna.

Allí estaban los dos, a la aventura en un peligroso edén. Y de todas las posibles compañías, ya era mala suerte que le hubiera tocado la de Karen. La miró de reojo. Sí, era guapa, especialmente a la luz de la luna. Lo cierto era que nada parecía abatirla mucho tiempo, nada parecía capaz de derrotarla. A pesar de que no se llevara bien con ella, tenía que admitir que Karen King era una estupenda compañera para una situación como aquella. Desde luego, no le faltaba valor. Lástima que fuera tan áspera, tan negativa. Se adormeció y, al cabo de un rato, se despertó de repente. Karen se había quedado dormida, con la cabeza apoyada en su hombro, y respiraba pausadamente.