Honolulu
30 de octubre, 13 h
Dan Watanabe llamó al oficial encargado de Personas Desaparecidas desde su despacho sin ventanas.
—Por favor, tenme informado si esos estudiantes aparecen en alguna parte.
—Tiene gracia que lo menciones. Creo que deberías hablar con Nanci Harfield. En estos momentos está en el Distrito Octavo.
La sargento Harfield pertenecía a Tráfico, y el Distrito Octavo cubría el sector sudoeste de Oahu.
—Estoy en Kaena —le dijo la oficial—. Tenemos un coche de lujo que ha saltado del puente 1929 y se ha estrellado en un remanso de marea. El vehículo figura a nombre de una tal Alyson Bender, una ejecutiva de Nanigen MicroTechnologies. Hay un cuerpo atrapado bajo el coche. Según parece se trata de una mujer. No hemos encontrado más.
—Me gustaría echar un vistazo.
Subió a su Ford Crown Victoria sin distintivos policiales y condujo pausadamente por el cinturón que rodeaba Pearl Harbor. Desde allí, siguió por Waianae, una población situada en la costa sudoeste de Oahu. Aquel era el lado de sotavento de la isla, seco y soleado, donde el oleaje de las playas era suave y donde los niños podían jugar y chapotear. Sin embargo, en lo referente a la delincuencia, también era la zona más complicada de la isla, donde se producían más robos y abundaban los carteristas, aunque con escasa violencia. Allá por 1800, en la época del reino de Hawai, aquel sector había sido el paraíso de los bandidos, que desvalijaban y asesinaban a todos los que osaban aventurarse por allí. En aquellos momentos, los más frecuentes eran los delitos contra la propiedad.
El coche yacía volcado y medio hundido en las aguas someras del cabo Kaena. El camión grúa más potente de la policía estaba aparcado en la carretera. Tras no pocos esfuerzos, habían logrado atar un cable a los restos del vehículo. El cabrestante se puso en marcha y el cable tiró del coche hasta ponerlo derecho. Era un Bentley descapotable azul oscuro, con la capota puesta. La lona estaba aplastada y desgarrada. Del interior salía agua de mar y arena. Al volante, había una mujer, sentada muy erguida.
Watanabe bajó por la pendiente hasta el remanso de marea.
Patinó y se desgarró el pantalón. En ese momento lamentó llevar sus mocasines de ciudad.
Cuando llegó al lugar del accidente, el cable había arrastrado los restos del Bentley hasta las rocas. La mujer muerta llevaba un traje de chaqueta oscuro. El pelo mojado se le pegaba a la cara y a la boca. No tenía ojos: los peces del arrecife los habían devorado.
Se asomó al interior del coche y lo recorrió con la mirada.
Vio prendas de ropa tiradas por todas partes y enganchadas en el armazón retorcido de la capota: unos pantalones cortos de surf, un cinturón de piel de serpiente mordisqueado por los peces; unas bragas de color verde lima; otros pantalones cortos, recién comprados y con la etiqueta todavía puesta; una camisa estampada, unos vaqueros ceñidos con un agujero en la rodilla derecha…
—¿Qué pasa, acaso esta mujer iba a la lavandería? —preguntó a uno de los agentes.
Las prendas eran las que solía llevar la gente joven. Entonces reparó en un bidón que había bajo el salpicadero. Lo cogió y miró la etiqueta. «Etanol». También encontró una cartera en el asiento de atrás. En su interior había un permiso de conducir, emitido en Massachusetts, a nombre de Jenny. Lynn, una de las estudiantes desaparecidas. Sin embargo, en el coche no había más cuerpos que el de la mujer muerta, que quizá fuera Alyson Bender o quizá no. Eso lo confirmaría el forense.
Decidió que ya había visto bastante y subió a la carretera.
Allí, Nanci Harfield y otro agente habían medido y fotografiado las huellas de los neumáticos que conducían al vacío.
—¿Qué opinas? —preguntó Watanabe a la sargento.
—Parece como si el coche se hubiera detenido aquí un momento antes de saltar. —Había examinado el terreno circundante en busca de huellas de pisadas en la gravilla. Esta estaba revuelta y no se veía nada con claridad—. Se diría que el conductor se detuvo justo aquí y que después saltó. No hay señales de que perdiera el control y frenara bruscamente. Si lo hubiera hecho, habría marcas en el terreno. Que no las haya significa que no intentó detenerse. Es posible que estuviera un rato aquí, decidiéndose y que después acelerara y saltara.
—¿Suicidio? —preguntó Watanabe.
—Es una posibilidad. Al menos encajaría con las huellas que hemos encontrado.
Los agentes del departamento forense tomaron fotografías del escenario, metieron el cadáver en una bolsa y lo depositaron en una ambulancia que se alejó, con las luces centelleando pero sin hacer sonar la sirena. A continuación, le siguió el camión grúa, cargado con los restos del Bentley, que seguía goteando agua de mar.
Watanabe regresó a su oficina de la comisaría central y se quedó contemplando la arañada pared de metal, como solía hacer cuando deseaba poner en orden sus pensamientos. No podía desprenderse de la sensación de que alguien había colocado aquella ropa en el coche, sobre todo la cartera. La gente que planeaba un suicidio no solía olvidarse la cartera. Si Jenny Linn se hubiera matado voluntariamente, se habría llevado su cartera con ella.
Pero ¿y si no lo había hecho de forma voluntaria? ¿Y si se trataba de un secuestro o de un accidente de navegación? Un barco hundido explicaría la desaparición simultánea de tanta gente.
Llamó a los guardacostas y preguntó si tenían alguna noticia de la desaparición de un barco. Le contestaron que no recientemente. Siguió contemplando la pared. Quizá necesitara otra ración de makis de Spam.
En ese momento sonó el teléfono. Era un agente del departamento de Personas Desaparecidas.
—Tengo otro caso para ti —anunció.
—No me digas. ¿De qué se trata?
—Una tal Joanna Kinsky ha llamado para informar de la desaparición de su marido. Según parece, el señor Kinsky era ingeniero y trabajaba para Nanigen MicroTechnologies.
—¿Otra desaparición en esa empresa? ¿Bromeas?
—Su mujer dice que les ha llamado y que le han dicho que allí no han visto a su marido desde ayer por la tarde.
El jefe de seguridad de Nanigen no había informado de aquello. Ya eran demasiados los casos de gente de esa empresa que desaparecía en la tranquila Honolulu.
El teléfono sonó de nuevo. Era Dorothy Girt, del departamento Forense.
—Dan, ¿te importaría venir? Se trata del caso Fong. He encontrado algo.
Mierda. El lío de Willy Fong. No era precisamente lo que más necesitaba en esos momentos.
Don Makele entró en el despacho de Drake con expresión contrariada.
—Telius y Johnstone han muerto —anunció.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Drake, frunciendo los labios.
—Perdí el contacto por radio con ellos. Habían localizado a los supervivientes y puesto en marcha la operación de…, de rescate. —Estaba sudando—. Pero me parece que fueron atacados. La verdad es que oí gritar a Telius. Creo que algo se lo comió.
—¿Que algo se lo comió?
—Oí los gritos por la radio. Fue un depredador. Luego, su radio enmudeció. Estuve un buen rato intentando comunicar, pero no hubo más transmisiones.
—¿Y qué opinas?
—Creo que están todos muertos.
—¿Por qué?
—Porque mis hombres eran los mejores. Algo consiguió traspasar sus corazas y fue superior a sus armas.
—Así que esos estudiantes.
—Ni la más remota posibilidad —aseguró Makele, meneando la cabeza.
Drake se echó hacia atrás en su asiento.
—De modo que han tenido un accidente con un depredador.
—En Afganistán aprendí algo acerca de los accidentes.
—¿Qué? —quiso saber Drake.
—Que siempre suelen ocurrirles a los idiotas.
—Cierto —repuso Drake, riendo.
—Debo decir, señor, que ese rescate que me encargó ha fracasado.
Drake se dio cuenta de que el jefe de seguridad comprendía perfectamente lo que significaba la palabra «rescate» en ese caso. Sin embargo, no estaba totalmente convencido.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que el rescate ha fracasado?
—No hay supervivientes, señor, seguro.
—Entonces, muéstrame los cuerpos.
—Pero si no hay…
—No creeré que esos estudiantes han muerto hasta que tenga alguna prueba de su fallecimiento. —Drake apoyó los codos encima de la mesa—. Mientras haya alguna esperanza, no escatimaremos esfuerzos para salvarlos. ¿Está claro?
Makele salió del despacho de Drake sin decir palabra. Sabía que no había nada que decir.
En cuanto a Vin Drake, se sentía razonablemente satisfecho con lo ocurrido a Jonhstone y a Telius. Al menos, ya no tendría que pagarles con valiosas acciones. No obstante, no podía dar por hecho que aquellos estudiantes hubieran muerto. Habían demostrado una gran capacidad de supervivencia y tenacidad, de modo que seguiría intentando eliminarlos, por si alguno de ellos seguía con vida.