27

Fern Gully

30 de octubre, 12.15 h

Rick notó que Karen lo agarraba por la camisa y lo arrastraba fuera de lo que él creía que era un buen escondite.

—¡Levántate y corre! —la oyó decir.

Vio la cerbatana en el suelo, la recogió, junto con los dardos, y corrió en busca de cobertura. Había perdido de vista a Karen y no tenía idea de dónde podía estar. Pasó bajo una rama, se abrió paso entre un montón de hojas y siguió corriendo entre los helechos que se alzaban sobre él. Fue entonces cuando vio el vehículo, una especie de insecto mecánico de seis patas que se desplazaba por uno de los tallos, con un ligero zumbido eléctrico. Lo conducía un individuo vestido con una especie de armadura. El hombre era de su mismo tamaño, un microhumano, y parecía experimentado y seguro de sí mismo.

El desconocido detuvo el hexápodo, cogió un arma que parecía un rifle de gran calibre con mira telescópica, la cargó con un dardo metálico, apuntó y disparó. El rifle escupió el proyectil con un siseo.

Rick se arrojó tras una piedra y permaneció allí, boca arriba y jadeando, viendo cómo el hombre disparaba sin inmutarse. Comprendió que, para aquel individuo, matar era algo carente de importancia y sintió que una ira despiadada se apoderaba de él. Aquel tipo había asesinado a Amar y a Peter a sangre fría. Entonces reparó en que tenía la cerbatana en la mano.

«Karen acaba de salvarme la vida al sacarme de ese escondrijo. Lánzale un dardo, a ver si le das», se dijo.

Abrió la caja, cogió un dardo y lo miró con cierta sensación de futilidad. Al fin y al cabo no era más que una astilla con una punta metálica hecha afilando el pincho de un tenedor. Nunca conseguiría traspasar la armadura de aquel maldito asesino.

Abrió el frasco de curare, contuvo la respiración e impregnó bien el dardo. Luego lo introdujo en la cerbatana y se asomó por encima de la piedra.

El vehículo había desaparecido.

¿Adónde había ido?

Salió de detrás de su refugio, aguzando el oído y mirando en todas direcciones. Oyó un zumbido a su izquierda. El insecto mecánico. Corrió en su dirección y, cuando oyó que se hacía más fuerte, se escondió en un montón de musgo y aguardó. El sonido se aproximó. Rick levantó la cabeza.

Vio que el vehículo había trepado por el musgo y se había detenido casi encima de él. Desde su posición, no alcanzaba a ver al conductor, pero oyó otro siseo. El hombre volvía a disparar.

Rick no sabía si quedaba alguien más con vida. Karen podía haber muerto, lo mismo que Erika. Aquello era una matanza.

Se sentía furioso y deseaba matar, aunque le costara la vida.

El hombre dejó de disparar. El hexápodo avanzó y se detuvo a escasa distancia. Rick oyó al conductor hablando por radio.

—Tienes una mujer a las tres. La cabrona lleva una navaja.

«La cabrona».

Karen.

Iban a matarla. Se arrastró frenéticamente por el musgo hasta situarse bajo una hoja muerta. Desde allí veía claramente al hombre. Este iba equipado con casco y una armadura que le cubría los brazos y el torso. Pero tenía el cuello desprotegido.

Rick apuntó la cerbatana a la yugular. Respiró hondo, sin hacer ruido, y sopló con todas sus fuerzas.

El dardo erró el cuello, pero se le clavó en la piel blanda de debajo de la barbilla, justo por encima de la nuez. Rick oyó un grito ahogado, vio que el hombre se desplomaba en la cabina y desaparecía de su vista. Oyó toses, jadeos y golpes. El asesino se debatía en el vehículo igual que un pez fuera del agua. Luego todo quedó en silencio.

Rick cargó otro dardo en la cerbatana y trepó al andador, listo para disparar. El hombre yacía despatarrado. Tenía el rostro enrojecido, los ojos muy abiertos, y un hilillo de espuma asomaba entre sus labios. Los síntomas de un envenenamiento con cianuro. Solo se veía la cola del dardo. La punta le había atravesado la boca y el paladar y le había alcanzado el cerebro.

—¡Esto es por Peter! —espetó Rick.

Le temblaban las manos. Todo él temblaba. Nunca había matado a nadie, y jamás pensó que sería capaz de ello.

Oyó otro siseo a su derecha.

«¡Mierda! ¡Hay otro! —pensó—, ¡y está disparando a mis amigos!».

Saltó del hexápodo y echó a correr hacia el sonido, sujetando con fuerza la cerbatana. Mientras corría reparó en que la bóveda por encima de su cabeza se había oscurecido. Entonces la vio, una sombra que se movía entre los helechos.

Se detuvo y se sintió repentinamente pequeño, muy pequeño e indefenso. Apenas podía dar crédito a lo enorme que era aquella cosa.

Karen vio que el hombre se ponía en pie entre dos helechos. Era bajo y ágil de movimientos, como un gato. Llevaba una armadura con colores de camuflaje y un guante en la mano derecha. La izquierda estaba desnuda y cerrada alrededor de la culata del rifle con el que la apuntaba. Se hallaba a un metro de distancia. Suficientemente cerca.

Ella llevaba la navaja en la mano, pero sabía que no tenía nada que hacer ante un rifle. Miró a su alrededor. No había donde ponerse a cubierto.

Telius salió de detrás de los helechos sin dejar de apuntarla.

Parecía estar jugando con ella, porque habría podido dispararle en cualquier momento. Habló a través del micro que llevaba al cuello.

—La he encontrado —dijo, y tras una pausa añadió—: ¿Me recibes? —Evidentemente no obtuvo respuesta, por lo que insistió—: ¿Me recibes?

Nadie contestó a su llamada, de modo que dio un paso al frente.

Fue entonces cuando Karen vio la sombra que se alzaba tras el hombre. Al principio no supo qué era, solo creyó ver algo grande y cubierto de pelo, oculto entre un racimo de helechos, que se movió ligeramente y se detuvo. A causa del tamaño y el pelaje, pensó que quizá fuera un mamífero, tal vez una rata; pero entonces apareció una pata, un exoesqueleto largo y articulado, recubierto de duras cerdas oscuras. La criatura apartó los helechos y Karen le vio los ojos. Los ocho.

Era una araña enorme, tan grande como una casa, tan enorme que costaba apreciar que se trataba de una araña. Sin embargo, Karen reconoció la especie: una araña Huntsman, también llamada araña de la madera, carnívora y muy abundante en los trópicos. Estas arañas no tejían telas, sino que cazaban directamente en el suelo tendiendo emboscadas a sus presas. Aquella se mantenía pegada al suelo, señal de que estaba de caza. Era una hembra, de cuerpo aplastado y peludo, con grandes colmillos plegados bajo apéndices bulbosos, y cargaba con un saco de huevos. Karen comprendió que estaría hambrienta de proteínas, la inmovilidad del arácnido la sorprendió; pero, sabiendo que era un depredador que cazaba permaneciendo al acecho, supuso que si estaba tan quieta era porque había localizado una presa.

Telius se hallaba de espaldas a la araña, ajeno por completo a su presencia. Esta se había quedado totalmente inmóvil y lo miraba con sus múltiples ojos, parecidos a cuentas de cristal negro. Karen la oyó respirar a través de los orificios del abdomen.

—¡Johnstone! ¿Me recibes? —dijo Telius, deteniéndose para hablar con su compañero.

—¿Qué le ha pasado a tu amigo? —susurró Karen, para hacerlo hablar.

Él la miró, sin abrir la boca.

Karen no se movió. Nada de movimientos bruscos. Sabía que, a pesar de sus múltiples ojos, la araña no veía bien, pero que tenía un oído excelente. Disponía de diez «orejas» distribuidas en cada pata, en total ochenta orificios en su exoesqueleto que captaban el sonido. A eso había que añadir los miles de pelos que funcionaban como sensores de vibración. Gracias a todos, ellos, la araña podía captar una imagen tridimensional del mundo.

Karen se dijo que si hacía ruido, aquel monstruo se haría una imagen tridimensional de ella y la reconocería, como presa.

Sabía que el ataque, cuando se produjera, sería fulgurante. Se arrodilló lentamente y cogió una piedra del suelo. Levantó el brazo muy despacio.

—Adelante, inténtalo si te hace feliz —dijo Telius, sonriendo.

Ella le lanzó la piedra, y el proyectil rebotó con un ruido sordo en la armadura del mercenario.

Telius alzó el fusil, apuntó a través de la mira telescópica y soltó una risita. En ese momento, los colmillos del arácnido se cerraron en torno a él y lo levantaron en el aire, convirtiendo su risa en un alarido y partiendo en dos el fusil.

La araña avanzó unos pasos y entonces, sorprendentemente, levantó las patas delanteras. Karen aprovechó la ocasión para refugiarse en lugar seguro. El arácnido clavó en profundidad los colmillos, atravesando la coraza de Telius e inyectándole veneno.

El cuerpo del mercenario se hinchó con el veneno a presión, hasta que las juntas de su coraza empezaron a saltar.

Cuando las toxinas hicieron efecto en su sistema nervioso, Telius arqueó la espalda y sacudió frenéticamente la cabeza, presa de tremendas convulsiones. Sus ojos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas, se quedaron en blanco y, de pronto, se tornaron rojos. El veneno de la araña contenía enzimas digestivas que al extenderse por el organismo reventaban los vasos sanguíneos. Una serie de hemorragias internas inundaron el cuerpo de Telius hasta que su corazón dejó de latir.

El veneno lo había fulminado igual que el Ébola, pero en menos de medio minuto.

La araña siguió inyectándole veneno hasta que el cuerpo reventó, esparciendo sus visceras.

Karen se había refugiado tras unos helechos, donde encontró a Rick, agachado y con la cerbatana en la mano.

Juntos contemplaron cómo el animal procesaba a su presa.

Tras haberla matado con las patas todavía alzadas, volvió a su posición normal y empezó a trocearla. Sujetó el cuerpo con sus apéndices bucales, desplegó sus colmillos con dientes de sierra y la convirtió en una sanguinolenta masa de carne, tripas y huesos rotos mezclada con fragmentos de Kevlar y trozos de plástico. A continuación, le dio forma de bolo alimenticio y la roció con los jugos gástricos que manaban de sus colmillos. En un par de minutos, los restos se habían convertido en una especie de papilla salpicada de astillas de hueso y coraza.

—Es interesante, ¿verdad? Las arañas digieren el alimento fuera del cuerpo —explicó Karen.

—No lo sabía —dijo Rick.

Una vez digerida la presa, la araña acercó la boca a la papilla y empezó a sorber los fluidos restantes, haciendo un sonoro ruido de bombeo. Sus ojos brillaban con una expresión distante, y Karen pensó que quizá fuera de satisfacción.

—¿Todavía es peligrosa? —preguntó Rick.

—No, está demasiado ocupada, pero deberíamos marcharnos de aquí, no sea que quiera seguir cazando.

Buscaron a Erika y a Danny. A ella la encontraron escondida tras un hibisco; y a él, agazapado bajo una raíz.

Solo quedaban cuatro supervivientes: Rick, Karen, Erika y Danny. Una vez reunidos y recuperadas las mochilas, se alejaron rápidamente de los helechos, abandonando los cuerpos de Peter y Amar con una terrible sensación de vacío. Amar Singh, un joven bueno y amable que adoraba las plantas, se había ido.

Y también Peter Jansen. Ninguno de ellos había creído que Peter pudiera morir. Su pérdida los había afectado profundamente.

—Era tan sereno —comentó Rick—. Siempre creí que nos sacaría de esta.

—Peter era nuestra esperanza —dijo Erika, rompiendo a llorar—. Para mí, representaba la salvación.

—Todo esto es lo que yo predije —aseguró Danny, sentándose para ajustarse el cabestrillo con la mano buena y hundiendo la cabeza entre las piernas—. Ha ocurrido lo inevitable, la catástrofe, y ahora sí que estamos completa y definitivamente condenados.

—Pues a mí me parece que seguimos con vida —replicó Rick.

—No por mucho tiempo —murmuró Danny.

—Todos teníamos fe en Peter —terció Karen—. Era tan… tranquilo. Nunca perdía la cabeza ni se acobardaba. —Se secó el sudor del rostro y se ajustó la mochila. Le costaba reconocerlo, pero era la primera vez que dejaba que el miedo la dominara. Se sentía completamente aturdida y no veía cómo iban a regresar a Nanigen—. Peter era el único que podía guiarnos. Ahora nos hemos quedado sin líder.

—Sí, y está claro que Drake sabe que estamos vivos y quiere matarnos —dijo Rick—. Ya ha enviado a dos matones. Hemos conseguido deshacernos de ellos, pero quién sabe si hay más esperándonos.

—¿Has dicho dos? —preguntó Karen.

Rick le respondió con una triste sonrisa.

—Mira ahí delante.

El hexápodo se hallaba encima de un montón de musgo.

Rick saltó al interior del vehículo y, segundos después, un cuerpo salió volando y aterrizó a los pies de Karen. Esta vio el dardo que tenía clavado bajo la barbilla, los ojos desmesuradamente abiertos y la boca llena de espuma.

Dio un respingo. Había dos tiradores. Rick no le había dicho nada hasta ese momento.

—¿Tú… has matado a este tío…?

—Subid —dijo Rick poniéndose a los mandos del andador—. Nos vamos a Tántalo y tenemos un arma.