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Bajo la bóveda de helechos

30 de octubre, 12.00 h

—Están en los helechos —dijo Telius a su compañero Johnstone mientras observaba con los prismáticos la masa de verdor que se extendía por el suelo del bosque tropical.

Los dos hombres se hallaban colgando boca abajo de los arneses de sus asientos, en la cabina del hexápodo. A su vez, el andador pendía de la hoja de un pandanus, agarrado a ella gracias a sus nanocerdas. Los mercenarios por fin habían logrado rastrear por radio las conversaciones de su objetivo.

Telius observó un momento más y después hizo un gesto a su compañero con el pulgar, señalando el suelo. «Abajo».

Johnstone pulsó un botón y el andador se soltó de la hoja, cayendo en caída libre. A continuación, manejando los controles, plegó las patas del vehículo. Este dio contra el suelo, rebotó unas cuantas veces y se detuvo boca abajo, con sus ocupantes protegidos por las barras de seguridad y a salvo.

Johnstone desplegó nuevamente las patas con garras. El andador se incorporó, rodeó a grandes zancadas el bosque de helechos y se internó en él. Telius se levantó y aguzó el oído. Había oído hablar a los espías. Señaló con el dedo el lugar donde se encontraban e indicó a Johnstone que trepara por el tallo de un helecho.

El hexápodo se encaramó sin dificultad, se adentró en el follaje y se detuvo. Telius miró con los prismáticos. Allí estaban sus objetivos, más abajo. Los seis. Uno de ellos parecía enfermo y le sangraba la nariz. Quizá fueran las microhemorragias.

Tenía aspecto de indio. Los demás estaban reunidos a su alrededor. Enfocó mejor y vio el constante goteo de sangre. Sí, aquel tipo sufría microhemorragias. Estaba listo.

—Uno de esos pobres diablos ya ha empezado a sangrar —le dijo a Johnstone en voz baja.

Este masculló algo inaudible.

Telius siguió observando al grupo. No le costó identificar al líder: un joven alto y delgado, de cabello castaño y ondulado, que se mantenía ligeramente aparte mientras hablaba con el resto. Los demás lo escuchaban con atención. Telius comprendió que se trataba del cabecilla del grupo. Tenía buen olfato para reconocer a los oficiales. Y un oficial era siempre el primero en caer.

Tenía una buena posición. Telius hizo un gesto afirmativo a su compañero, cogió el rifle de gas y apuntó al líder mientras Johnstone se colocaba en posición de observador, con los prismáticos. Ajustó la mira telescópica y situó su blanco en el centro. Estaba lejos, a unos cuatro metros. Una ligera brisa agitó el helecho y el andador. Telius vio que la mira oscilaba y negó con la cabeza. No era una posición estable. Habría sido un disparo al azar, y a Telius no le gustaba dejar nada al azar. Tendría que disparar en rápida sucesión porque, en cuanto abatiera al líder, los demás se escabullirían en todas direcciones, igual que conejos asustados. Hizo un gesto a Johnstone para indicarle que bajase.

El mercenario manejó los controles y el vehículo descendió en busca de una posición más firme. Telius le indicó que se detuviera, desató su arnés de seguridad y se dejó caer. Dio una voltereta en el aire y aterrizó de pie, en el suelo, igual que un gato. Se echó el rifle a la espalda y se arrastró para acercarse a sus presas.

Peter abrió el botiquín y se agachó junto a Amar para aplicarle una compresa en la nariz. No sabía qué hacer. La hemorragia no remitía.

—Estoy acabado —dijo el botánico—. Por favor, seguid vosotros.

—No vamos a dejarte.

—No soy más que un montón de proteínas. Marchaos.

—Amar tiene razón —dijo Danny, tocándose el brazo inerte—. Tenemos que dejarlo si no queremos morir todos.

Peter hizo caso omiso de sus palabras y retiró la compresa de la nariz de Amar. Estaba empapada. El joven había perdido mucha sangre y se encontraba muy débil. Eso sin contar con los moretones de sus brazos. Parecía como si el veneno de la escolopendra hubiera acelerado las microhemorragias. Un cambio dimensional era el único tratamiento posible, pero seguían igual de lejos de Nanigen que al principio.

—Deberíamos pedir ayuda por radio —dijo Danny mientras se dejaba caer al suelo y miraba a los demás con expresión ceñuda.

—Es posible que Danny tenga razón y que en Nanigen haya alguien dispuesto a ayudarnos —convino Erika.

—Quizá deberíamos intentarlo —aceptó Karen—. Puede que sea nuestra única oportunidad para salvar a Amar.

Peter se incorporó y cogió la radio.

—Conforme —dijo.

Telius se parapetó junto a un helecho y apuntó. Situó al líder en el punto de mira de su rifle, pero entonces su objetivo se agachó para ayudar al compañero enfermo. Telius se dijo que quizá pudiera abatirlos a los dos de un solo disparo. El cabecilla y el que sangraba. Sí, señor. Apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. La culata del arma lo golpeó en el hombro.

Oyeron un repentino siseo. Una punta de acero, de casi un dedo de largo, pasó junto a Peter, desgarrándole la camisa, se hundió en el cuerpo de Amar y detonó. La explosión lanzó en todas direcciones sangre y fragmentos metálicos. El cuerpo de Amar se estremeció, pareció levantarse del suelo y se convirtió en picadillo. Peter fue incapaz de reaccionar y contempló con horror cómo su amigo se desintegraba.

Se levantó, cubierto de la sangre de Amar.

—¿Se puede saber qué…?

Los demás lo miraron como si la escena fuera parte de un sueño.

—¡Un tirador! —gritó Karen—. ¡Poneos a cubierto!

Corrió a guarecerse tras el helecho más próximo, pero vio que Peter se había quedado petrificado, como si no pudiera asimilar lo que acababa de ocurrir.

El segundo disparo de Telius impactó en una hoja situada justo por encima de la cabeza de Peter y la hizo añicos. La onda expansiva lanzó a Peter por los suelos.

Karen comprendió que el tirador intentaba acabar con él.

Corrió hacia él, lo cogió del brazo y lo empujó a un lado.

—¡Agáchate y corre! ¡Zigzaguea! —le gritó—. ¡Vamos!

Peter tenía que huir, pero sin correr de forma predecible; de lo contrario, se convertiría en un blanco fácil para el tirador.

Lo comprendió. Echó a correr, haciendo quiebros a derecha e izquierda, pero sin dejar de buscar la cobertura de los helechos. Karen también corrió en la misma dirección, pero manteniéndose a cierta distancia, preguntándose si el siguiente disparo…

Peter tropezó y cayó de bruces al suelo.

—¡Peter! ¡No! —gritó Karen, viendo que se había convertido en una diana fácil.

—¡Karen, aléjate! —gritó, poniéndose en pie.

Aquellas fueron sus últimas palabras. La aguja de acero le atravesó el pecho, estallando al penetrar en él. Peter se derrumbó, muerto antes de tocar siquiera el suelo.