Fern Gully
30 de octubre, 7.00 h
Amaneció. Los seis supervivientes se agitaron en la cavidad musgosa de un árbol de las montañas de Ko’olau Pali. Los pájaros cantaban con sus trinos graves y profundos, sonaban igual que ballenas comunicándose entre sí en las profundidades del mar.
Peter asomó la cabeza fuera de la cavidad del ohia y miró en todas direcciones. Más abajo, vio los restos del refugio, aplastados por la escolopendra, y a esta muerta un poco más allá. Las hormigas ya habían empezado a descuartizarla y le habían arrancado grandes porciones del cuerpo.
Peter las observó y se dijo que era como si estuvieran en un mar de aguas profundas; la jungla era un mar tan profundo como cualquier océano.
Volvió la cabeza y miró hacia lo alto, a lo largo del tronco.
El árbol era joven, relativamente pequeño y tenía la copa cuajada de brillantes flores rojas recién abiertas. Parecía una explosión de llamas.
—Creo que deberíamos subir a lo alto del árbol —propuso.
—¿Para qué? —le preguntó Rick, asomándose también.
—Me gustaría echar un vistazo al aparcamiento —contestó Peter, mirando la hora—. Quiero asegurarme de que vamos en la buena dirección y ver lo que pasa allí.
—Parece razonable —contestó Rick.
Metieron la cabeza de nuevo. Los demás estaban acurrucados en el musgo, con Amar en el centro, envuelto en la manta térmica. El botánico por fin se había dormido, pero le había salido un gran morado en la sien que se extendía por su cabeza.
Podía tratarse de una simple contusión, pero también de una microhemorragia. Fuera lo que fuese, decidieron que Rick permanecería con Amar, para cuidarlo, mientras los demás intentaban trepar a lo alto del árbol. Disponían de tres radios en total. Rick se quedaría con una, mientras que los escaladores llevarían las otras dos.
—Recordad que debemos mantener la radio en silencio a menos que se trate de una emergencia —les recordó Peter.
—¿Crees que alguien de Nanigen puede estar a la escucha? —preguntó Karen.
—Estas radios solo tienen un alcance de unos treinta metros, pero si Drake sospecha que seguimos con vida es posible que tenga a alguien escuchando. Ese hombre es capaz de cualquier cosa.
Empezaron a trepar por el árbol. Peter encabezó el primer trecho de la ascensión. Se había puesto el cinturón que llevaba enganchado el carrete de hilo y cargaba a la espalda la escalerilla de cuerda que tenía en la mochila. Karen cogió la cerbatana, los dardos y el frasco de curare de Rick. Ella sería la cazadora de la expedición.
La escalada por el tronco resultó de lo más fácil. Los musgos, los líquenes y la áspera corteza proporcionaban asideros más que suficientes. Además, en el micromundo eran lo bastante fuertes para poder colgarse de una sola mano, incluso de la punta de los dedos. Y si caían, tampoco importaba demasiado. No era peligroso porque aterrizarían en el suelo sin sufrir apenas daño.
Se turnaron al frente de la escalada. El que iba primero —debidamente asegurado con el hilo a la persona que lo seguía— trepaba hasta alcanzar una rama y desde allí desplegaba la escalerilla de cuerda para que subieran los demás.
El árbol tenía una corteza rugosa salpicada de musgo, líquenes y hepáticas, plantas diminutas, algunas de ellas de tamaño microscópico, aunque para los microhumanos resultaban tan grandes como arbustos. Las hojas eran redondas y de una textura parecida al cuero. Treparon casi hasta lo alto en menos de una hora.
Casi habían llegado cuando Danny se rindió.
—No puedo más —dijo, sentándose en una rama cubierta de musgo a la que le daba el sol.
—¿Prefieres quedarte aquí mientras los demás seguimos? —le preguntó Peter.
—La verdad es que preferiría estar en el Algiers Coffee-house de Harvard Square, leyendo a Wittgenstein —contestó con una débil sonrisa.
Peter le entregó la radio.
—Llama si surge una emergencia.
—De acuerdo.
—Todo va a salir bien, Danny —le dijo Peter, poniéndole la mano en el hombro.
—Me parece que no —repuso Danny, acomodándose.
—No podemos rendirnos.
Danny lo miró con expresión burlona y se puso la radio con los auriculares y el micro integrados.
—Probando, probando —dijo, y su voz sonó en los otros dos aparatos.
—Oye, he dicho que hay que mantener la radio en silencio —le advirtió Peter.
—¡Llamando a Drake! ¡Socorro! ¡Estamos en un árbol! —gritó Danny en el micrófono.
—¡Basta ya!
—Solo bromeaba.
—He captado una transmisión. —Johnstone se inclinó sobre el localizador de radio de la cabina del hexápodo, con los auriculares puestos, y se echó a reír—. Esos pobres imbéciles están llamando a Drake y pidiéndole ayuda. —Sus ojos se movieron hacia la bóveda vegetal de lo alto—. Están en un árbol, en algún lugar por encima de nosotros.
Telius masculló algo ininteligible. Cogió los prismáticos que llevaba al cuello y empezó a examinar las copas de los árboles en busca de algún movimiento. Los espías estaban ahí arriba, pero no iba a ser fácil dar con ellos. No vio nada. A continuación señaló silenciosamente con el dedo en una dirección.
Johnstone accionó la palanca del hexápodo y este respondió desplazándose con suavidad por el suelo del bosque tropical, sin hacer ruido, aparte del leve siseo de sus motores eléctricos.
Telius señalaba la base de un árbol, un pandanus.
—Hacia arriba —dijo.
Johnstone accionó un mando y unas cerdas sumamente finas sustituyeron a las garras de las patas del vehículo. Eran nanocerdas adherentes, muy parecidas a las que tenían las salamanquesas en los dedos de las patas, capaces de pegarse prácticamente a cualquier superficie, incluido el cristal. El andador empezó a trepar por el tronco sin la menor dificultad. Atados en la cabina con sus cinturones de seguridad, los dos mercenarios apenas notaron que el hexápodo estaba en posición vertical. Y, en cualquier caso, apenas sentían la fuerza de la gravedad.
Los escaladores llegaron a las últimas ramas del ohia, con Karen al frente del grupo en el tramo final. Se agachó y se arrastró por una rama alta hasta un grupo de flores que asomaban al sol y desde donde se disfrutaba de una vista magnífica. Los demás la siguieron y se quedaron de pie entre las hojas. La rama oscilaba ligeramente con la brisa. Las flores del ohia, rojas y estrelladas, desprendían un olor muy dulce y parecían una explosión de fuegos artificiales.
La vista abarcaba todo el valle de Manoa y las montañas circundantes. Las exuberantes laderas, donde brotaban colas de caballo, descendían desde los picos en precipicios y gargantas envueltas en la bruma. El pico Tántalo, el cráter de un antiguo volcán, miraba al valle desde el norte. Hacia el oeste, más allá de la estrecha desembocadura del valle, se alzaban los rascacielos de Honolulu, evidenciando lo cerca que se encontraba la ciudad. Aun así, la sede central de Nanigen, situada al otro extremo de Pearl Harbor, bien podría haberse hallado a miles de kilómetros.
Hacia el sudeste, divisaron el invernadero y el aparcamiento, una parcela de tierra salpicada de charcos de lluvia. La zona estaba desierta y no se veía rastro de personas ni de vehículos.
En el extremo sur del valle se divisaba el túnel de acceso que atravesaba una cortada en la montaña. También vieron la verja de seguridad. Estaba cerrada.
Con la ayuda de la brújula, Peter calculó el rumbo correcto hacia el aparcamiento.
—El aparcamiento está a 170 grados, sur-sudeste —anunció a los demás, observando el instrumento.
Acto seguido, comprobó la hora. Eran las nueve y media.
El camión de enlace no llegaría antes del mediodía, suponiendo que todavía hiciera el trayecto. En cualquier caso, en el valle no se veía rastro alguno de actividad humana.
Un ruido estruendoso sobrevoló las flores del ohia, y los estudiantes se agacharon instintivamente, aferrándose a los tallos. Peter se lanzó al suelo.
—¡Cuidado! —gritó cuando la mariposa pasó sobre ellos.
Las alas del insecto, con brillantes dibujos en dorado, naranja y negro, batieron el aire con un fragor grave. La mariposa parecía estar jugando. Se mantuvo un momento suspendida en el aire y, a continuación, se posó en la flor del ohia, donde relucían las gotas de néctar.
El insecto desenrolló su trompa y la introdujo en la flor hasta sumergirla en el líquido. Todos la oyeron mientras sorbía.
Peter alzó lentamente la cabeza. Karen reía.
—Deberías verte. ¡Aterrorizado por una mariposa!
—Sí, es que es impresionante —repuso Peter, avergonzado.
Erika les explicó que se trataba de una mariposa Kamehameha, oriunda de Hawai. Mientras el insecto se alimentaba, todos ellos percibieron que desprendía una fuerte pestilencia. Sin duda era muy bonita, pero olía fatal.
—Es un sistema de defensa química —dijo Erika—. Si no me equivoco, son fenoles. La mezcla es suficiente para ahu-yentar a los pájaros.
La mariposa hizo caso omiso de los microhumanos, batió ruidosamente las alas, se elevó con la brisa y se perdió en el azul del cielo.
Aquel insecto les había enseñado una lección: las flores rebosaban de azúcar líquido, precisamente la energía que tanto necesitaban. Karen se arrastró hasta la flor y se metió de cabeza en ella, cogió una gota de néctar gelatinosa con ambas manos y se la llevó a la boca.
—Tenéis que probar esto, chicos. —Su voz llegó desde el interior de la flor. Notaba que su cuerpo recibía una inyección de energía cada vez que tragaba un poco de néctar.
Los demás la imitaron y bebieron tanto como pudieron.
Habían acabado de saciarse cuando un movimiento a lo lejos captó la atención de Peter.
—Alguien llega —dijo.
Todos se olvidaron del néctar y observaron cómo un coche se acercaba desde la lejanía, subiendo por la carretera serpenteante de Honolulu. Se trataba de una ranchera negra que se detuvo ante la verja de acceso al túnel. Allí, el conductor se apeó.
Peter observó la escena con los prismáticos y vio que el hombre sacaba un cartel amarillo de la parte trasera del vehículo y lo colgaba en la verja.
—Ha puesto un cartel —explicó a los demás.
—¿Qué dice? —preguntó Karen.
—No lo sé. No alcanzo a verlo.
—¿Es el vehículo de enlace?
—Un momento.
El hombre volvió a ponerse al volante, cruzó la verja y se detuvo para cerrarla. Momentos después, la ranchera salió por el otro extremo del túnel, descendió hacia el valle y se paró en el aparcamiento. El conductor bajó.
Peter siguió sus movimientos con los prismáticos.
—Creo que es el mismo individuo que se llevó las estaciones de aprovisionamiento. Es un tipo musculoso, con una camisa hawaiana. La ranchera lleva escrito NANIGEN SEGURIDAD en la puerta.
—Eso no parece el camión de enlace —dijo Karen.
—No.
El hombre se paseó por el aparcamiento, mirando el suelo.
Luego se agachó y empezó a pasar la mano por un grupo de plantas de jengibre.
—Está registrando el terreno que rodea el aparcamiento —explicó Peter.
—¿Crees que nos está buscando a nosotros? —preguntó Karen.
—Eso parece.
—Pues no me gusta.
—Ahora está hablando a través de una radio portátil… ¡Vaya!
—¿Qué pasa?
—Nos está mirando directamente.
—Es imposible que pueda vernos —protestó Karen.
—Pues está señalando hacia aquí mientras sigue hablando por radio. Es como si supiera dónde estamos.
—Eso es imposible —insistió Karen.
El hombre fue a la parte trasera de la camioneta y cogió una bombona aspersora que se ató a la espalda. Acto seguido empezó a recorrer la vegetación que rodeaba el aparcamiento y a rociarla con el contenido de la bombona. Cuando hubo terminado, hizo lo mismo con el suelo del aparcamiento.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Erika.
—Seguro que es veneno —dijo Karen—. Saben que estamos vivos y creen que intentaremos subirnos al camión de enlace, así que están convirtiendo el aparcamiento en una zona tóxica. Ahora sí que estoy segura de que el maldito camión no se presentará. Está claro que pretenden que no salgamos de este valle. Quieren que muramos aquí.
—Pues no les daremos esa satisfacción —declaró Peter.
—¿Ah, no? —preguntó Karen, en tono escéptico—. Ya me dirás cómo.
—Cambiando nuestros planes —contestó Peter.
—¿En qué sentido?
—Pues en lugar de volver al aparcamiento, nos dirigiremos a Tántalo.
—¿A Tántalo? ¡Es una locura, Peter!
—¿Por qué? —quiso saber Erika.
—Allí arriba hay una base de Nanigen. Es posible que haya gente y que puedan ayudarnos. Además, Kinsky nos dijo que en Tántalo había aviones. Los llamó «microaviones».
—¿Microaviones? —Karen no parecía nada convencida.
—Sí, yo he visto uno, y vosotros también. ¿No os acordáis? Lo encontré en el coche de mi hermano. Amar y yo lo pusimos bajo la lupa y vimos que tenía una cabina con mandos y controles. Puede que consigamos hacernos con uno y salir volando.
Karen miró a Peter con los ojos como platos.
—Eso es una locura. Para empezar no sabemos nada de esa base del Tántalo.
—Bueno, pero al menos allí no nos esperan. Jugaríamos con la baza del factor sorpresa.
—¡Pero mira esa montaña! —exclamó Karen, señalándola. El Tántalo, un enorme cráter de paredes verticales cubiertas de vegetación, dominaba la vista desde el norte—. ¡Al menos tiene seiscientos metros de altura! ¡Para nosotros sería como escalar siete Everest!
—Sí, pero la gravedad no será una desventaja —contestó Peter sin perder la calma. Cogió los prismáticos y examinó el pico, hasta que localizó un enorme peñasco situado en una zona despejada, cerca del borde del cráter—. Eso podría ser el Gran Peñasco. El mapa dice que la base del Tántalo está a sus pies. —No podía verla desde aquella distancia, pero cogió la brújula y determinó una marcación—. Desde donde nos encontramos, la dirección es 330 grados. No tenemos más que seguir la brújula.
—Tardaremos semanas —objetó Karen—, y solo disponemos de unos pocos días antes de que empecemos a sufrir microhemorragias.
—Un soldado puede caminar unos cuarenta kilómetros diarios.
—Pero nosotros no somos soldados, Peter —dijo Erika.
—No lo sé. Supongo que podríamos intentarlo —admitió Karen, a regañadientes—. Pero ¿qué pasa con Amar? No puede andar.
—Cargaremos con él —repuso Peter, tajante.
—¿Y qué vamos a hacer con Danny? Ese tío es un verdadero engorro —se quejó Karen.
—Danny forma parte del grupo. Nos ocuparemos de él —aseguró Peter.
En ese momento la radio crepitó y una voz frenética sonó a través del transmisor. Era Danny quien llamaba.
—Hablando del diablo… —murmuró Karen.
Peter se colocó los auriculares y oyó a Danny gritar.
—¡Por Dios, ayudadme! ¡Ayudadme!
Danny se había quedado dormido en una rama inferior del árbol. Se sentía exhausto tras la noche más aterradora de su vida y, acurrucado al sol, roncaba con la boca abierta. Por eso no oyó el zumbido que se acercaba y que se mantuvo sobre él, igual que un helicóptero, mientras lo estudiaba con sus ojos facetados e inexpresivos. Era una avispa.
Aterrizó en la rama y se acercó lentamente. Primero le palpó un brazo con las antenas y después le recorrió la garganta y las mejillas. Aquella piel, tan blanca y tierna, le recordó a una oruga. Un anfitrión. Del abdomen le colgaba un largo tubo, parecido a un trozo de manguera, en cuyo extremo tenía una especie de broca.
La avispa cogió con delicadeza a Danny entre sus patas delanteras y le clavó la broca en el hombro, inyectándole anestésico. A continuación, la hizo girar y le hundió el tubo.
La avispa empezó entonces a jadear, emitiendo unos sonidos que se asemejaban horriblemente a los de una mujer dando a luz.
Danny soñaba, y el sueño cambió. Soñó que tenía a una hermosa mujer entre sus brazos. Estaba desnuda y jadeaba de deseo. Se besaron, y notó la lengua de ella en su boca. Entonces la miró. Sus ojos eran unas esferas facetadas en un rostro femenino. La mujer lo sujetó con fuerza, resistiéndose a soltarlo.
Danny se despertó con un sobresalto.
—¡Aaagh!
Estaba mirando directamente a los ojos de una avispa gigante que lo aferraba entre sus patas mientras le hundía el aguijón en el hombro. Sin embargo, no sentía nada. Su brazo había quedado como muerto.
—¡No! —gritó, agarrando el aguijón con una mano para arrancárselo, pero la avispa lo hizo antes que él. Retiró el aguijón, lo soltó y se alejó volando.
Danny rodó a un lado, sujetándose el brazo, gritando y pidiendo ayuda.
—¡Ay! ¡Socorro!
Su brazo se había convertido en una extremidad muerta que le colgaba del hombro, inerte, como si le hubieran inyectado una dosis masiva de novocaína. Vio que tenía un agujero en la camisa y que una mancha oscura se extendía por la tela: sangre. Se abrió la prenda y contempló el agujero de su hombro.
Era perfectamente circular, como si fuera obra de un taladro, y de él manaba sangre. Sin embargo, no sentía dolor alguno, nada.
Encendió la radio y gritó:
—¡Por Dios, ayudadme! ¡Ayudadme!
—¿Danny…? —respondió la voz de Peter.
—¡Dios mío, algo me ha picado!
—¿Qué ha sido?
—¡No lo siento, está muerto!
—¿Qué está muerto?
—Mi brazo. ¡Era tan grande! —Sus palabras se convirtieron en un balbuceo aterrado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rick por la radio. Se había quedado en la cavidad del tronco, cuidando de Amar.
—Algo ha picado a Danny —le dijo Peter—. Danny, no te muevas. Enseguida bajamos.
Danny se acurrucó en la rama. No quería mirar el agujero de su hombro. La sangre seguía manchándole la camisa. Se tocó la frente. ¿Tenía fiebre? ¿Estaba delirando?
—Veneno, no —farfulló—. No es veneno. Estoy bien… No es veneno.
Peter cogió el botiquín de primeros auxilios. El descenso fue fácil y rápido. Bajó descolgándose de mano en mano y encontró a Danny en posición fetal, con el rostro muy pálido. Su brazo izquierdo parecía inerte.
—No lo noto —gimió.
Peter le abrió la camisa y examinó la herida del hombro.
Era un orificio pequeño. Lo limpió y le aplicó un poco de yodo, esperando que Danny diera un respingo de dolor, pero este no reaccionó.
Buscó señales de envenenamiento y le miró las pupilas por si las tenía anormalmente contraídas o dilatadas, pero parecían normales. Luego le tomó el pulso y comprobó su respiración, intentando detectar cambios en el tono de la piel o señales de delirio. Danny parecía muy asustado. Le miró el brazo. La piel tenía un color normal, pero estaba inerte. Se lo pellizcó.
—¿Lo has notado?
Danny negó con la cabeza.
—¿Náuseas? ¿Dolor?
—No es veneno… No es veneno…
—No me parece que te hayan envenenado —le dijo Peter.
De lo contrario, Danny estaría mucho peor, con fuertes dolores, quizá incluso hubiera muerto. Sin embargo, sus constantes vitales parecían estables.
—Creo que asustaste al bicho que te picó. Por cierto, ¿qué era?
—Una abeja o una avispa. No lo sé exactamente.
Las avispas eran mucho más abundantes que las abejas. En Hawai debía de haber cientos de tipos distintos de avispas, y seguramente muchas de ellas estaban todavía por clasificar. No había forma de saber qué clase de avispa era la que había picado a Danny; suponiendo, claro, que hubiera sido una avispa.
Peter le vendó el hombro e improvisó un cabestrillo arrancándose la manga de su camisa mientras se preguntaba cómo hacerlo bajar hasta el suelo.
—¿Te sientes capaz de saltar?
—No lo sé. Puede.
—No nos haremos daño —le dijo. Acto seguido, llamó a Erika y a Karen, que seguían en lo alto del árbol—. Danny y yo vamos a saltar hasta el suelo. Creo que deberíais hacer lo mismo.
Las dos jóvenes se asomaron entre las hojas y miraron la caída. Desde donde se hallaban no podían divisar el suelo. Karen miró a Erika, y esta asintió.
—De acuerdo, saltaremos —respondió Karen por radio mientras comprobaba que la cerbatana que llevaba a la espalda estuviera bien sujeta—. Uno… Dos… ¡Tres!
Erika saltó la primera, seguida inmediatamente por Karen.
Nada más empezar a caer, Karen abrió los brazos y las piernas, frenando el descenso y empezando a planear.
—¡Uau! —gritó. Vio a Erika debajo de ella, y también gritaba.
Las dos planeaban de forma controlada. Karen movió los brazos y las piernas y aumentó su ángulo de caída. Notaba cómo el aire se deslizaba por su cuerpo, denso y espeso, sosteniéndola. Era como hacer bodysurfing, solo que en el aire en lugar de en el agua. Golpeó contra una hoja, rebotó sin hacerse daño y volvió a extender los brazos y las piernas mientras descendía a lo largo del tronco por el aire líquido. Comprobó que Erika caía a mayor velocidad y decidió aminorar, maniobrando con sus extremidades y aullando de placer. Ante ella vio unas cuantas hojas. Perdió a Erika de vista y la oyó gritar.
Atravesó las hojas y se encontró con una tela de araña que se cruzaba de pleno en su trayectoria. Erika había quedado atrapada en ella y se debatía frenéticamente para liberarse. Una araña de color verde la observaba desde un extremo de la tela.
Era una araña cangrejo, grande y muy venenosa.
Karen decidió no maniobrar para esquivar la trampa. Si quería salvar a Erika, debía caer en la tela de araña. No tenía miedo. Se sentía capaz de enfrentarse ella sola al arácnido.
Cayó lejos del centro de la tela y se quedó allí rebotando en el aire.
Para ella, la tela tenía más de veinte metros de diámetro. Se le antojó bastante más grande que la red de seguridad de un circo; pero, a diferencia de esta, era pegajosa. Notó que las gotas que salpicaban el entramado radial le traspasaban la ropa y entorpecían sus movimientos. Erika gritaba y luchaba para liberarse, presa de un terror ciego, fuera del alcance de Karen. La araña cangrejo pareció vacilar. Karen pensó que seguramente no reconocía a aquellos humanos como presas, pero no tardaría en atacar. Y el ataque sería brutal.
—¡Quédate quieta! —gritó a Erika.
Luego rodó a un lado y se levantó, desenvainando el machete y encarándose con la araña. Sus ojos buscaron rápidamente entre los hilos de la tela. Buscaba el hilo de hilvanar y lo encontró. Salía de una de las patas del arácnido y cruzaba los hilos del entramado espiral hasta llegar al centro.
La araña lo utilizaba para notar la presencia de alguna presa en su tela. Cortarlo equivalía a cortar su conexión nerviosa.
Se lanzó hacia el hilo y lo seccionó con un golpe de machete.
La araña pareció asustarse y se retiró tras unas hojas.
Karen se acercó hasta donde estaba Erika.
—La mayoría de las arañas se asustan fácilmente —le dijo. Cortó un par de hilos más, y ambas volvieron a caer por el aire—. Lo siento, cariño —se despidió Karen de la araña.
Aterrizaron juntas en el suelo, envueltas en restos de tela pegajosos. Erika temblaba visiblemente.
—Pensaba que iba a morir.
Karen la ayudó a quitarse los restos de tela.
—No hay de qué preocuparse si conoces cómo funcionan las arañas.
—Sí, pero lo mío son los escarabajos.
Peter y Danny habían aterrizado cerca, sobre un montón de hojas. Rick no tardó en aparecer, bajando a Amar con la ayuda de una cuerda. Se reagruparon todos al pie del ohia, y Peter les explicó el cambio de planes. Se dirigirían hacia la base Tántalo.
Diez minutos más tarde, mientras Rick y Peter cargaban con Amar, se adentraron en un bosque de helechos, un laberinto aparentemente interminable que goteaba humedad y formaba túneles abovedados en todas las direcciones. Árboles koa, olopuas e hibiscos crecían entre los helechos y ascendían, retorciéndose hacia lo alto.
Peter consultó la brújula.
—Por aquí —indicó.
Se adentraron por un camino largo y serpenteante que discurría entre los helechos. Los largos tallos se arqueaban sobre sus cabezas, envolviéndolos en un mundo de verdor.
Danny caminaba, medio arrastrando los pies, cuando se detuvo y contempló a Amar. Los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Está sangrando! —exclamó.
Nadie había reparado en ello. Rick dejó a Amar, y este cayó de rodillas en el suelo. Un hilillo de sangre manaba de su nariz y le caía desde el labio superior. El goteo fue a más.
—Dejadme —susurró el botánico—. Son las microhemorragias.