Fern Gully
30 de octubre, 2.00 h
La escolopendra irrumpió a través de la empalizada, entre una explosión de astillas, mientras ellos se levantaban y corrían en todas direcciones gritando. El insecto tenía un olfato muy desarrollado y el olor de los humanos había provocado su ataque; sin embargo, confundió su presa con el lecho de hojas muertas y clavó los colmillos en él mientras los estudiantes se dispersaban. Se enroscó alrededor de las hojas con pasmosa velocidad, mientras litros de veneno brotaban de sus colmillos, salpicándolo todo y llenando el aire de una pestilencia horrible.
Las patas del ciempiés terminaban en unas garras afiladas, dotadas cada una de su propia glándula de veneno, y con ellas podía asestar un golpe mortal. El bicho se retorció, golpeando el suelo con ellas y salpicando veneno.
Amar se encontraba en el techo de hojas cuando la escolopendra arremetió contra él, haciéndolo caer entre sus patas. El botánico se hizo un ovillo para intentar protegerse.
Karen, que conocía la anatomía de aquellos insectos, le gritó:
—¡Cuidado con las patas! ¡Son venenosas!
Amar rodó sobre sí, a un lado y a otro, mientras las extremidades de la escolopendra bailaban a su alrededor. Tarde o temprano, una de ellas lo traspasaría.
—¡Amar! —gritó Peter, lanzándose contra el ciempiés y golpeándolo con el machete para desviar su atención.
Por desgracia, el arma no era lo bastante poderosa y rebotaba en la coraza del insecto. Sus compañeros lo imitaron entre gritos y haces de linterna, para dar a Amar la oportunidad de escapar. Karen incluso roció la escolopendra con benzoquinonas, pero el bicho parecía inmune a ellas.
De repente, el ciempiés soltó las hojas y movió la cabeza a un lado y a otro, abriendo y cerrando los colmillos en busca de otra presa. Su vista no era buena, pero podía detectar olores con sus antenas, que movía frenéticamente. Golpeó con una de ellas a Karen y la estrelló contra la empalizada.
El ciempiés dio media vuelta y fue por ella.
Amar salió de debajo de las patas del insecto. Se puso en pie de un salto sin soltar el arpón y gritó para atraer al insecto. Al ver que no surtía efecto, saltó sobre su lomo y se aguantó de pie, manteniendo el equilibrio mientras intentaba encontrar el mejor sitio para clavarle el arpón.
—¡Apunta al corazón! —gritó Karen.
Pero, entre tantos segmentos, Amar no sabía dónde se hallaba este.
—¿Dónde está? —vociferó.
—¡En el cuarto segmento!
El botánico contó cuatro segmentos a partir de la cabeza y levantó el arpón. Sin embargo, dudó un momento ante la magnitud de aquella criatura. En ese instante, la escolopendra curvó la espalda. Amar le clavó profundamente el arpón, pero salió despedido por los aires y cayó al suelo. El ciempiés se revolvió, con el arma todavía clavada, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Uno de sus colmillos desgarró la camisa de Amar; le abrió una gran herida en el pecho y lo roció de veneno.
El botánico retrocedió, gimiendo de dolor. Sentía como si tuviera el torso en llamas. Mientras el insecto se retorcía sin cesar, traspasado por el arpón, Karen y Rick llegaron corriendo hasta Amar y se lo llevaron a rastras.
El ciempiés se estiraba y se encogía con un silbido, con el arpón clavado en la espalda.
—¡Subid a un sitio alto! —gritó Karen—. ¡Los ciempiés no saben trepar a los árboles!
Habían acampado al pie de un árbol cuyo tronco estaba cubierto de musgo, así que se agarraron a las hebras verdes y empezaron a subir. Gracias a que en el micromundo la gravedad parecía afectarlos menos, pudieron ascender rápidamente y sin problemas. Amar lo intentó, pero el dolor le impedía agarrarse con fuerza. Peter lo cogió por las axilas y tiró de él, teniendo cuidado de no tocarle la herida del pecho. Al cabo de un momento se encontraban a sesenta centímetros del suelo; se detuvieron en una especie de cavidad musgosa y desde allí se asomaron para mirar hacia abajo, intentando ver al ciempiés.
El insecto se arrastraba fuera de la empalizada, con el arpón bamboleándose en su espalda y respirando con dificultad. Todos pudieron oír sus jadeos. No llegaría muy lejos. Al poco, se detuvo y expiró. Amar había logrado asestarle una herida mortal con el arpón, y el curare de Rick había hecho su efecto.
Se acurrucaron en la cavidad, fuera del alcance de cualquier escolopendra, y apagaron las linternas. Amar parecía enloquecer por momentos. Estaba conmocionado y, a pesar de que su temperatura corporal había bajado, sudaba profusamente y tenía la piel pegajosa. Peter y Karen lo sostenían en brazos, le hablaban e intentaban tranquilizarlo.
Decidieron envolverlo con la manta térmica y también lo examinaron con la ayuda de una linterna. El corte hecho por el colmillo de la escolopendra le llegaba casi hasta el hueso, había perdido mucha sangre y la rociada de veneno había penetrado en la herida. No tenían forma de saber qué cantidad había absorbido o los efectos que tendría. Amar se retorció, delirando y respirando entrecortadamente.
—¡Quema…!
—Amar, escucha, el ciempiés te ha envenenado —le dijo Peter.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí!
—Tranquilo, necesitas descansar.
—¡No! —se debatió Amar en brazos de sus compañeros—. ¡Está viniendo! ¡Casi ha llegado! —gimió.
—¿El qué?
—¡Vamos a morir todos! —aulló, luchando por zafarse, pero Peter y Karen lo sujetaron e intentaron que se tranquilizara.
Peter sabía que el veneno de los ciempiés estaba suficientemente estudiado y que no existía un antídoto conocido para él. Temía que Amar sufriera un colapso respiratorio. Algunos de los síntomas de envenenamiento por picadura de ciempiés se parecían a los de la rabia. El botánico estaba sufriendo ataques de hiperestesia que hacían que sintiera y lo percibiera todo con mucha mayor intensidad. Para él, los sonidos eran demasiado fuertes, y el menor contacto con su piel le provocaba un respingo. No cejaba en su esfuerzo por quitarse la manta de encima.
—¡Me quema! ¡Me quema! —repetía.
Peter encendió la linterna para examinarlo.
—¡Apágala! —aulló Amar, agitando los brazos.
La luz le hería las pupilas. Aunque no lloraba, los ojos se le llenaron de lágrimas que rodaron por sus mejillas. Por encima de todo, un mal presentimiento se había apoderado del alma del botánico, que parecía convencido de que algo terrible iba a ocurrir.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí! —insistía—. ¡Se acerca! ¡Está cada vez más cerca! ¡Corred!
Intentó arrastrarse fuera de la cavidad, pero Peter y los demás lo sujetaron por los brazos y las piernas para evitar que se lanzara al vacío.
Amar se debatió y farfulló incoherencias durante un buen rato hasta que, poco antes del amanecer, pareció tranquilizarse y estabilizarse. También cabía la posibilidad de que estuviese completamente agotado. Fuera lo que fuese, Peter lo interpretó como una buena señal y confió en que estuviera recuperándose.
—Voy a morir —susurró el botánico.
—Ni hablar. Aguanta un poco.
—He perdido la fe. Cuando era pequeño, creía en la reencarnación, pero ahora sé que no hay nada después de la muerte.
—Hablas así por culpa del veneno.
—A lo largo de mi vida he hecho daño a un montón de gente y no hay forma de remediarlo.
—¡Qué dices! Tú no has hecho daño a nadie. —Peter confió en que su voz sonara firme y convencida.
Todo aquello sucedía en plena oscuridad porque seguían sin atreverse a encender sus linternas. De pequeña, Erika había tenido terror a la oscuridad, y sus miedos regresaron al escuchar los aterrorizados balbuceos del botánico. Al final no pudo soportarlo más y se echó a llorar sin poder contenerse.
—¿Podría alguien hacerla callar, por favor? —espetó Danny, que volvía a palparse la nariz y la cara con los dedos—. Ya es bastante insoportable que Amar pierda la chaveta, pero todo este llanto me pone de los nervios.
Peter se dio cuenta de que Danny tampoco estaba bien, pero centró su atención en Erika. Le rodeó los hombros con el brazo y le acarició el cabello. Habían sido amantes, pero no hacía aquello por amor, sino por supervivencia; únicamente intentaba evitar que la gente muriera.
—Todo irá bien, no te preocupes —le dijo, dándole un apretón en la mano.
Erika empezó a rezar en alemán:
—Vater unser im Himmel…
—Ahora que la ciencia le ha fallado, se vuelve hacia Dios —comentó Danny.
—¿Y tú qué sabes acerca de Dios? —le espetó Rick.
—Lo mismo que tú.
Los demás intentaban dormir. El musgo estaba tibio, y todos se sentían exhaustos tras su terrorífico encuentro con la escolopendra. Uno tras otro, fueron cayendo en los brazos del sueño.