22

Cerca de la estación Bravo

29 de octubre, 18.00 h

Los seis estudiantes supervivientes escogieron un terreno elevado, junto a la base de un árbol. Allí estarían a salvo de las inundaciones si llovía durante la noche. El árbol era un ohia que había florecido y cuyas flores rojas brillaban en la débil claridad del anochecer.

—Deberíamos levantar una empalizada —dijo Peter.

Todos empezaron a recoger ramitas y tallos de hierba seca que cortaron en forma de astillas y clavaron en el suelo, muy juntas. De ese modo, formaron un muro de estacas afiladas, orientadas hacia fuera, con el que rodearon el campamento; también dejaron una abertura lo bastante estrecha para que pasara uno de ellos y la defendieron con una entrada en zigzag.

Trabajaron reforzando su refugio mientras tuvieron luz suficiente para ver. Arrastraron hojas muertas al interior e improvisaron un techo con ellas para protegerse de la lluvia y de los depredadores voladores.

También las extendieron por el suelo y formaron un colchón que los mantenía por encima del terreno, que se estaba llenando por momentos de pequeños gusanos. Por último, lo cubrieron con la lona de la tienda ligera para mantener la superficie seca y para que fuera un poco más confortable para dormir.

Habían construido un refugio.

Karen sacó su espray de benzoquinonas. Estaba casi vacío porque había utilizado la mayor parte en su enfrentamiento contra las hormigas.

—Todavía queda un poco, por si nos atacan.

—Ahora me siento mucho más seguro —repuso Danny con sarcasmo.

Rick cogió el arpón y mojó la punta en el frasco de curare.

Luego lo dejó apoyado en la empalizada, listo para ser utilizado.

—Deberíamos hacer guardia —comentó Peter—. Propongo que nos turnemos cada dos horas.

Se planteó la cuestión de encender o no un fuego. Si se hubieran perdido en el mundo normal, lo lógico habría sido prender una buena hoguera para mantener a raya a los depredadores y estar calientes. Sin embargo, en el micromundo la situación era distinta. Erika lo explicó.

—Los insectos se sienten atraídos por la luz. Si encendemos un fuego, podríamos atraer depredadores que ahora están a cientos de metros. Por la misma razón, propongo que tampoco encendamos las linternas.

Aquello significaba que tendrían que pasar la noche en la más completa oscuridad.

A medida que el anochecer se convertía en negrura, el mundo que los rodeaba fue perdiendo sus colores y fundiéndose en un conjunto de sombras grises y negras. No tardaron en oír un ruido sordo, parecido a un trapaleo, que se acercaba; el ruido de muchas patas golpeando el suelo.

—¿Qué es eso? —preguntó Danny con voz temblorosa.

Una manada de seres fantasmales y delicados surgió de entre las sombras y pasó ante el refugio. Eran segadores, criaturas que caminaban sobre ocho patas increíblemente largas y finas.

Desde el punto de vista de los microhumanos, aquellas patas tenían una longitud de casi cinco metros. El cuerpo de los segadores era un pequeño óvalo dotado de dos ojos brillantes y suspendido entre las patas. Las criaturas se desplazaban con agilidad por el terreno, en busca de alimento.

—¡Son arañas gigantes! —exclamó Danny, apretando los dientes.

—No son arañas —le dijo Karen—, son opiliones.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que son parientes de las arañas e inofensivos.

—Los segadores son venenosos —insistió Danny.

—¡No lo son! —replicó Karen—. No tienen veneno. La mayoría de ellos se alimentan de hongos y detritos. A mí me parecen muy bonitos. Vienen a ser las jirafas del micromundo.

—Eso solo puede decirlo una aracnóloga —comentó Rick.

Los segadores se alejaron y el ruido de sus pasos se desvaneció. La oscuridad se intensificó y cubrió el bosque tropical como un manto; los sonidos parecían distintos, lo cual significaba que empezaban a salir otras criaturas.

—Es el cambio de guardia —se oyó la voz de Karen en la oscuridad—, y tienen hambre.

En aquellos momentos, apenas podían verse los unos a los otros.

A medida que la noche avanzaba, los sonidos se hicieron más fuertes e insistentes, y los rodearon por completo. De todas partes les llegaban gritos, silbidos, golpes, gruñidos y latidos. También percibían las vibraciones a través del suelo, puesto que numerosos insectos se comunicaban mediante ellas.

Ninguno de ellos era capaz de distinguir algo en aquella cacofonía.

Se arrebujaron los unos contra los otros mientras Amar hacía la primera guardia. Se encaramó al techo de hojas con el arpón en la mano y se sentó, muy recto y alerta, escuchando y olfateando el aire, rico en feromonas.

—No sé qué huelo —reconoció—. Todo esto es nuevo para mí.

Amar empezó a preguntarse cómo era posible que fueran capaces de oler algo. Sus cuerpos eran cien veces más pequeños, lo cual significaba probablemente que los átomos de sus cuerpos se habían reducido en la misma proporción. Y si era así, ¿cómo podían sus pequeños átomos interactuar con los átomos gigantes de su entorno? En principio no deberían oír nada, ni saborear nada. Más aún, ¿cómo era posible que respirasen? ¿Qué hacían las diminutas moléculas de hemoglobina de su sangre para capturar las moléculas gigantes de oxígeno del aire que respiraban?

—Estamos viviendo una paradoja —comentó en voz al-ta, tanto para sí como para los demás—. Deberíamos estar muertos.

Nadie tenía una respuesta.

—Es posible que Kinsky hubiera podido darnos una explicación —dijo Rick.

—O quizá no —repuso Peter—. Tengo la sensación de que ni siquiera los técnicos de Nanigen conocen a fondo la tecnología que están desarrollando.

Rick había estado pensando en las microhemorragias y no dejaba de examinarse los brazos y las manos en busca de moretones, aunque por el momento no había visto ninguno.

—Es posible que la causa de las microhemorragias sea algún tipo de inadecuación del tamaño de los átomos —aventuró—. Quizá hay algo que no funciona en la interacción de los pequeños átomos de nuestros cuerpos con los átomos grandes que nos rodean.

Un ácaro trepó por el brazo de Amar, y este lo cogió con cuidado y lo dejó en el suelo para no hacerle daño.

—¿Y qué me dices de las bacterias de nuestros intestinos? —preguntó—. Tenemos billones de bacterias en nuestros cuerpos, ¿crees que también habrán encogido?

Nadie tenía la menor idea.

—¿Y qué pasaría si nuestras bacterias se dispersaran en este ecosistema? —continuó Amar.

—Pues que quizá todos morirían de microhemorragias —aventuró Rick.

Un resplandor plateado iluminó ligeramente el entorno. La luna había salido y brillaba en lo alto del cielo. Con ella llegó un grave y sobrecogedor ulular que resonó por todo el bosque.

—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso? —exclamó alguien.

—Creo que es una lechuza. La estamos oyendo a una frecuencia más baja de lo habitual.

Volvieron a escuchar el sonido, que parecía provenir de la copa de un árbol y sonaba como un gemido amenazador. Sintieron la presencia del pájaro en algún lugar, por encima de ellos.

—Empiezo a comprender lo que se siente siendo un ratón —dijo Erika.

El ulular cesó, y un par de alas, grandes y siniestras, se desplegaron y cruzaron las copas de los árboles sin hacer el menor ruido. La lechuza tenía presas más grandes y mejores que capturar y, evidentemente, no sentía el menor interés por algo tan pequeño como unos microhumanos.

Un temblor y unos crujidos los zarandearon, y el suelo retumbó.

—¡Hay algo debajo de nosotros! —gritó Danny, poniéndose en pie.

Cuando el suelo empezó a retumbar bajo sus pies, estuvo a punto de perder el equilibrio y se movió igual que un funambulista.

Los demás se levantaron rápidamente del suelo de hojas y desenvainaron sus machetes mientras el terreno se estremecía.

Amar blandió su arpón, listo para matar. Todos echaron a correr hacia la empalizada sin saber qué era mejor, salir al exterior o esperar a que el peligro se materializara.

Entonces apareció. Un cilindro de color pardusco y rosado de un tamaño abrumador surgió de las entrañas de la tierra, apartando montones de ella. Danny gritó y Amar estuvo a punto de lanzar el arpón hacia aquello, pero se contuvo en el último momento.

—¡No es más que una lombriz! —exclamó, bajando el arma.

Si podía evitarlo, no tenía intención de lancear a una lombriz. La pobre criatura únicamente buscaba alimento en la tierra y no representaba ninguna amenaza.

La lombriz decidió que lo que había encontrado no le gustaba y se retiró; desapareció bajo tierra igual que una tuneladora y haciendo vibrar la empalizada.

Con la luna, salieron los murciélagos, y el cielo se llenó de aleteos y de chillidos agudos y entrecortados que se solapaban los unos con los otros: el lenguaje de los murciélagos. El ruido de aquellos depredadores voladores lanzando ultrasonidos al aire para localizar a sus presas resultaba escalofriante. Eran de una frecuencia demasiado alta para el oído humano; pero, en el micromundo, los quirópteros sonaban como un submarino que lanzara el «ping» de una onda de sonar. La noche se llenó de incontables ultrasonidos confusos. Los murciélagos revoloteaban por todas partes, lanzando sus señales.

Oyeron cómo uno de ellos localizaba una polilla y acababa con ella.

La caza comenzó con una serie de lentos «pings». El murciélago lanzaba ondas de ultrasonidos hacia la polilla, identificándola y calculando la distancia y la dirección en la que volaba. Enseguida, las pulsaciones aumentaron en volumen y rapidez. Erika explicó lo que estaba sucediendo.

—El murciélago está localizando a su presa. Lanza sus ultrasonidos y escucha cómo rebotan las ondas. El eco le dice dónde se encuentra la polilla, hacia dónde vuela y la forma que tiene. Los «pings» se aceleran a medida que se acerca. Pero las polillas tienen muy buen oído y se defienden haciendo ruidos para despistar al murciélago. Esa especie de tamborileo que acabamos de escuchar es la técnica defensiva de la polilla. Lo hace con su abdomen para confundir al murciélago y, de ese modo, volverse invisible. —La pugna de sonidos continuó hasta que el tamborileo de la polilla cesó bruscamente—. Eso significa que el murciélago la ha cazado —anunció Erika.

Todos escucharon fascinados aquellos sonidos que oían por encima de sus cabezas mientras los murciélagos revoloteaban en todas direcciones. De repente, uno de ellos voló muy bajo y pasó por encima de ellos, dejándoles entrever sus enormes alas aterciopeladas y unos comillos larguísimos. El ruido de sus ultrasonidos fue ensordecedor e hizo que les pitaran los oídos.

—Este micromundo me da mucho miedo —reconoció Karen—, pero a pesar de todo me alegro de estar aquí. Quizá estoy volviéndome loca.

—Desde luego, es interesante —repuso Rick.

—Ojalá tuviéramos un fuego —suspiró Erika.

—No puede ser —contestó Peter—. Tú misma lo has dicho, el fuego atraería a todos lo depredadores que hay por ahí.

A pesar de que había sido ella la que había recomendado no encender una hoguera, su instinto le hacía desear el reconfortante calor de las llamas. Un fuego significaba seguridad, hogar, alimento y calor; por el contrario, lo que la rodeaba era una oscuridad fría llena de sonidos extraños. Notó que el corazón le latía con fuerza y que tenía la boca seca. Estaba muerta de miedo, aterrorizada como jamás había estado. A pesar de que su mente racional le decía que sería una locura lanzarse a la negrura del bosque tropical, las zonas más primitivas de su cerebro la empujaban a huir de allí, corriendo y gritando. Lo sensato era quedarse quieto y no hacer ruido, pero el miedo atávico a la oscuridad amenazaba con ser más fuerte.

Tuvieron la impresión de que la noche se cerraba sobre ellos y los observaba.

—¡Lo que daría por una luz! —susurró Erika—. Me sentiría mucho mejor con una luz, por pequeña que fuera.

Notó que la mano de Peter se cerraba en torno a la suya.

—No tengas miedo —le dijo él.

Erika rompió a llorar en silencio, sin soltarle la mano.

Amar se sentó con el arpón sobre las rodillas e impregnó la punta del arma con un poco más de curare, teniendo cuidado de no cortarse. Peter afiló su machete, haciendo un sonido metálico al rozar el diamante con el acero. Los demás dormían, o al menos lo intentaban.

Los ruidos de la noche cambiaron y un manto de silencio los envolvió. La repentina quietud despertó a los que dormían, y todos aguzaron el oído. Aquella ausencia de sonidos era más siniestra que cualquier otra cosa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rick.

—Coged vuestras armas —los apremió Peter.

Se oyó un tintineo cuando desenvainaron y blandieron los machetes. Entonces empezó a oírse un ruido bajo y siseante que parecía provenir de distintos sitios a la vez. El siseo sonó más cerca. Algo se aproximaba.

—¿Qué es eso?

—Parece una respiración.

—Quizá sea un ratón.

—Eso no es ningún ratón.

—Pues tiene pulmones.

—Sí, demasiados.

Peter pidió silencio.

—Coged las linternas y encendedlas cuando os diga —ordenó.

—¿Qué es ese olor?

Una pestilencia acre y penetrante impregnaba el aire. No tardó en hacerse más intensa hasta resultar casi pegajosa.

—Esto que olemos es veneno —advirtió Peter.

—¿De qué tipo? —quiso saber Karen.

Peter rebuscó en su memoria el olor de los distintos venenos, pero no fue capaz de reconocerlo.

—No sé qué…

De repente, una criatura grande y pesada cargó contra ellos con estrépito.

—¡Encended! —gritó Peter.

Las linternas se encendieron a la vez y sus rayos iluminaron a un enorme ciempiés que serpenteaba rápidamente hacia ellos.

Tenía una cabeza enorme de color rojo con cuatro ojos protuberantes, y dos colmillos brutales se abrían a ambos lados de una boca multiforme. Se desplazaba sobre cuarenta patas que se movían alternativamente y su cuerpo segmentado era de un color pardusco. Se trataba de una escolopendra, un ciempiés gigante de Hawai, uno de los más grandes de la tierra.