21

Fern Gully

29 de octubre, 16.00 h

—Silencio. No os mováis. Tienen una vista y un oído excelentes.

Fue Erika quien habló. Tenía la mirada fija en un punto entre las ramas de una planta mamani, que se elevaba por encima de sus cabezas con sus hojas grandes y lobuladas. Colgada de una de ellas había una criatura enorme: un insecto alado. El bicho brillaba con distintas tonalidades de verde y su cuerpo estaba envuelto por un par de alas que parecían hojas. Tenía un par de antenas muy largas, ojos saltones, patas articuladas y un abdomen visiblemente hinchado de grasa. Todos pudieron oír el débil siseo que hacía al respirar por las hileras de agujeros de sus flancos.

Era un saltamontes común.

Rick cogió una de las cerbatanas que había hecho, la sopesó y deslizó un dardo en el tubo. La punta de acero estaba impregnada del pegajoso veneno, que apestaba a almendras amargas.

Se arrodilló y se llevó la cerbatana a los labios con cuidado.

El cianuro hacía que le lloraran los ojos y le provocaba un nudo en la garganta.

—¿Dónde tiene el corazón? —susurró a Erika, que conocía mejor la anatomía de esos animales.

—En el dorsal posterior del metatórax —contestó Erika.

Rick frunció el entrecejo.

—Explícamelo mejor, ¿quieres?

—Justo en la parte alta del tórax —contestó ella sonriendo.

—Con las alas de por medio, no hay forma de acertarle ahí —objetó Rick.

Apuntó a varios sitios distintos y al final decidió disparar a bulto. Respiró hondo y sopló con fuerza.

El dardo se incrustó en el saltamontes. El insecto se estremeció y abrió las alas. Por un momento, todos pensaron que saldría volando, pero no lo hizo, sino que dejó escapar lo que pareció un grito penetrante. Su respiración se hizo entrecortada, se derrumbó y empezó a deslizarse por la hoja hasta quedar medio colgando de ella.

Amar dio un respingo al ver aquello. Nunca había imaginado que el sufrimiento de un insecto pudiera afectarlo de aquella manera. El curare de Rick había demostrado ser realmente potente.

Esperaron. El saltamontes colgaba boca abajo. Su respiración disminuyó hasta quedar reducida a unos espasmos roncos, y después se detuvo. No tardó en caer al suelo.

—¡Buen trabajo, Rick!

—¡Rick el cazador!

Al principio, el saltamontes muerto no parecía ser del agrado de nadie, aparte de Erika.

—En Tanzania tuve ocasión de comer termitas —explicó—, y me parecieron deliciosas. En África, mucha gente considera los insectos un bocado exquisito.

Danny se sentó en una hoja muerta, notando que lo acometían las náuseas.

—Quizá podamos encontrar una hamburguesería por aquí cerca —dijo, intentando bromear.

—La carne de insecto es menos mala que la de las hamburguesas —le dijo Amar—. La masa muscular, la sangre y los tejidos bovinos me repugnan, pero un saltamontes… ¿Por qué no?

Su apetito aumentaba mientras contemplaban al insecto muerto. Sus pequeños cuerpos habían estado quemando calorías a un ritmo muy alto. No tenían más remedio que ingerir alimento. Al final, el hambre fue superior a los reparos.

Despedazaron el saltamontes con la ayuda de los machetes y de Erika, que los iba orientando. Mientras cortaban carne y órganos, Erika insistió en que debían lavar con agua todo lo que fueran a consumir. La sangre del insecto, la hemolinfa, era un líquido transparente de un color verde amarillento que goteó por todas partes cuando perforaron el caparazón. Cortaron las patas y abrieron su exoesqueleto para acceder a la carne. Las patas traseras contenían una cantidad ingente de masa carnosa blanca, y cortaron grandes porciones de ella. Dado que la sangre del saltamontes podía contener toxinas del dardo, tuvieron que lavarlas todas. Una vez remojadas en una gota cercana, las tajadas adquirieron un olor fresco y delicioso. Las devoraron crudas. Tenían un sabor suave y dulzón.

—No está mal —dijo Rick—. Parece sushi.

—Está fresca —comentó Karen.

Incluso Danny acabó comiendo. Al principio, lo hizo a regañadientes, pero no tardó en llenarse la boca con ambas manos.

—Necesita sal —masculló.

La grasa del saltamontes, blanda y amarillenta, le salía por el abdomen abierto.

—Estoy segura de que esta grasa tiene que ser buena para nosotros —dijo Erika. Al ver que nadie se decidía a probarla, cogió un poco con la mano y se la comió—. Es dulce —añadió—. Tiene un ligero sabor a nueces.

Sus cuerpos también necesitaban grasa, de modo que no tardaron en coger un poco y comérsela con las manos, chupándose los dedos.

—Parecemos leones devorando una presa —comentó Peter.

El saltamontes ofrecía mucha más carne de la que podían consumir. Como no querían desperdiciarla, recogieron musgo húmedo, la envolvieron con él para que se mantuviera fresca y la guardaron en sus bolsas de lona.

Cuando se sintieron repuestos, consultaron el mapa. Peter era el responsable de llevarlo y quien los había guiado con ayuda de la brújula.

—Creo que estamos justo aquí —dijo, señalando un grupo de helechos que aparecía dibujado en el mapa—. Nos hallamos bastante cerca de la estación Bravo. Es posible que podamos alcanzarla antes de que anochezca. —Miró en derredor y observó el cielo. La luz empezaba a declinar—. Confiemos en que la estación esté intacta.

Tomó una marcación con la ayuda de un tronco de palmera que vio a lo lejos y todos se pusieron en marcha, cargando con sus bolsas de lona y deteniéndose de vez en cuando para olfatear el aire por si aparecían hormigas. Siempre que se tropezaban con una sabían que habría más cerca, pero si se alejaban rápidamente no les molestaban. El verdadero peligro estaba en la entrada de los nidos. Cuando el sol empezó a ponerse, las sombras del suelo del bosque se hicieron más alargadas, y Peter se mostró más cauteloso y preocupado por toparse con una colonia de hormigas. Sin embargo, prosiguieron sin contratiempos.

—¡Alto! —ordenó Peter, que se detuvo a examinar una marca que había visto en la hoja de una ilihia cercana.

El borde de la hoja tenía tres cortes en forma de «V» y encima tenía dibujada una «X» con pintura naranja.

Era un indicador.

Habían llegado a un sendero.

Peter se adelantó y encontró otra «X» pintada en una piedra. El camino seguía adelante, pero no era más que una leve alteración en el suelo señalada con marcas cada cierta distancia.

Minutos más tarde, se detuvieron ante un gran agujero excavado en el suelo. Parecía que hubieran horadado el terreno.

A su alrededor encontraron huellas de pisadas gigantes que se habían llenado de agua. Peter consultó el mapa.

—Estamos en la estación Bravo, pero ha desaparecido.

Las huellas lo decían todo. Alguien había ido hasta allí, había arrancado Bravo del suelo y se había marchado.

—¿Quién puede haber hecho esto?

—Tenemos que pensar en lo peor —contestó Karen, quitándose la mochila y sentándose junto al agujero—. Esto es obra de Drake y significa que sabe o sospecha que seguimos con vida. Es su modo de privarnos de nuestros medios de subsistencia.

—Eso significa que podría estar siguiéndonos —dijo Peter.

—¿Y cómo va a encontrarnos? —preguntó Rick.

Era una buena pregunta. Sus cuerpos, que apenas medían un par de centímetros de altura, no eran fácilmente visibles para alguien de tamaño normal.

—A partir de ahora es esencial que mantengamos la radio en silencio —comentó Peter.

La desaparición de la estación Bravo significaba que se habían quedado sin un lugar donde esconderse durante las horas de oscuridad. El sol se estaba poniendo y la noche caía rápidamente, como era habitual en los trópicos.

Erika empezó a inquietarse. La experta en insectos era ella.

—No sé si lo sabéis —observó—, pero la mayoría de los insectos salen de noche, no durante el día. Y muchos de ellos son depredadores.

—Pues tenemos que acampar y construir un refugio —dijo peter.

Lejos de allí, el hexápodo se movía rápidamente por el suelo del bosque tropical, trepando por las piedras y apartando las hojas. Sus seis patas trabajaban con infatigable energía, acompañadas por el siseo de los motores.

Johnstone lo conducía con la mano enfundada en una especie de guante, que operaba como control manual, mientras lanzaba ocasionales vistazos a las lecturas. Estas le indicaban los niveles de potencia que los servomotores aplicaban a las seis patas del vehículo. Telius iba sentado junto a él, en la cabina descubierta, observando a derecha e izquierda. Ambos iban equipados de pies a cabeza con una armadura de Kevlar.

Una serie de nanobaterías de litio que le conferían gran potencia y autonomía propulsaban el andador. Los vehículos normales no funcionaban bien en el micromundo, porque sus ruedas se atascaban con facilidad y no podían superar obstáculos trepando; en consecuencia, los ingenieros de Nanigen habían copiado el diseño de los insectos, y funcionaba realmente bien.

El hexápodo llegó hasta un agujero en el suelo.

—Alto —dijo Telius.

Jonhstone detuvo el vehículo y contempló el sitio.

—Eso es Eco.

—Era Eco —lo corrigió Telius.

Ambos saltaron a tierra describiendo un amplio arco y aterrizaron ágilmente. Tenían mucha práctica en moverse en el micromundo y sabían bien cómo utilizar su fuerza física. Rodearon el agujero y recorrieron los alrededores, examinando el musgo y el suelo. La lluvia caída había borrado la mayor parte de las huellas de los estudiantes, pero Telius sabía que alguna quedaría. Era capaz de seguir cualquier rastro. Una piedra musgosa llamó su atención. Se encaramó a ella y la estudió.

El musgo le llegaba a la cintura. Alargó el brazo y cogió un tallo estrecho que sobresalía. Era el tallo de una espora y, en su extremo, la cápsula estaba rota. Formaba un ángulo recto y las esporas se habían derramado, pero todavía quedaban algunas adheridas al musgo. En la pegajosa pelusa de gránulos de esporas mojadas, Telius encontró la huella de una mano. Alguien había cogido aquel tallo, lo había roto, esparcido el polen y después puesto la mano encima. Un poco más allá, encontró un batiburrillo de huellas de pisadas humanas que pasaban por encima de un montoncillo de tierra y que acababan bajo una hoja que protegía el suelo de las salpicaduras de la lluvia.

Johnstone se acercó y las examinó.

—Son seis, no siete, y caminan en fila india. Uno de ellos debe de llevar una especie de zapatos caseros. Se dirigen hacia el sudoeste.

—¿Y eso hacia dónde nos lleva? —preguntó Telius.

—Al aparcamiento —repuso su compañero, sonriendo.

Telius lo miró sin comprender.

Johnstone aplastó un ácaro que trepaba por su armadura y lo tiró de un papirotazo.

—¡Malditos bichos! No lo entiendes, ¿verdad? —dijo, mirando a su compañero—. Ahora conocemos los planes de esos chicos.

—¿Qué planes?

—Intentan regresar a Nanigen.

Tenía razón, naturalmente. Telius asintió y empezó a caminar a paso vivo, rastreando las huellas. Johnstone subió al hexápodo y siguió a Telius, que iba por delante, saltando ágilmente por encima de los obstáculos, a paso ligero. De vez en cuando, se detenía para examinar las huellas dejadas en el suelo blando. Estaba claro que sus objetivos no habían hecho nada para borrar su rastro y que no sospechaban que los seguían.

Sin embargo, había empezado a oscurecer, y tanto Telius como Johnstone conocían el micromundo lo bastante bien para saber que tenían que parar durante la noche. Nadie se paseaba por ahí durante las horas de oscuridad. Nunca.

Detuvieron el hexápodo y Johnstone tendió un cable electrificado alrededor del vehículo, sosteniéndolo con estacas a la altura de los tobillos, mientras Telius excavaba en la tierra justo debajo del vehículo. Luego conectaron el cable a las baterías —eso proporcionaría una descarga bastante desagradable a cualquier animal que lo tocara— y se instalaron espalda contra espalda en el agujero, con sus fusiles de gas cargados y listos para disparar.

Telius se metió un poco de tabaco de mascar en la boca.

Johnstone había cogido la radio para ver si podían captar alguna transmisión durante la noche. No estaba preocupado.

Aquella era su décima incursión en el micromundo y sabía lo que se hacía. Encendió el localizador y buscó señales de transmisiones en la banda de los 60 gigahercios, la frecuencia de las radios de Nanigen. No encontró nada.

—Es posible que no tengan radio —dijo a Telius.

Este no respondió y se limitó a soltar un escupitajo de tabaco.

Cenaron comida de campaña y se turnaron para orinar, cubriéndose mutuamente con los rifles por si algún depredador saltaba la cerca electrificada. Algunos de aquellos malditos bichos podían localizar a un hombre por el olor de la orina. Luego hicieron guardia por turno. Uno dormía mientras el otro vigilaba. El que permanecía despierto utilizaba gafas infrarrojas y se mantenía a ras de suelo.

Johnstone nunca dejaba de sorprenderse por la cantidad de vida que hervía en aquel mundo nocturno. A través de sus lentes veía moverse sin cesar incontables y diminutas criaturas, miles de bichos que se arrastraban por todas partes. Ni siquiera sabía qué eran. Cuando habías visto uno, los habías visto todos, siempre que no fueran depredadores. Aquella noche le apetecía abatir algo grande. Matar un ratón con un rifle de dardos era como cazar un búfalo, cosa que había hecho más de una vez, en África.

—Me gustaría cargarme un ratón —dijo.

Telius gruñó algo por toda respuesta.

—Lo que desde luego no me apetece es toparme con una jodida escolopendra —concluyó Johnstone.