Sede central de Nanigen
29 de octubre, 14.30 h
Vin Drake cruzó el aparcamiento y fue hacia Telius y Johnstone, que lo esperaban entre dos coches al final del solar. Era mejor que hablaran fuera. Cualquier cosa que se dijera podría ser oída, grabada y conservada. No podía descuidar ningún detalle. Los detalles son pruebas, y las pruebas podían delatarlos.
—Hemos tenido un fallo en la seguridad —dijo Drake a los dos hombres.
Telius era un individuo menudo y fibroso, con la cabeza afeitada; sus ojos inquietos examinaban el suelo como si hubiera extraviado algo mientras escuchaba con la cabeza ladeada.
Johnstone, mucho más alto, llevaba gafas de sol y se mantenía en posición de descanso, con las manos a la espalda. Lucía un tatuaje en la cabeza, que llevaba casi rasurada.
—Nos enfrentamos a unos espías industriales que podrían hundir Nanigen —prosiguió Drake—. Creemos que trabajan para algún gobierno extranjero. Como quizá ya sepan ustedes, en Nanigen desarrollamos ciertas actividades confidenciales que algunos gobiernos estarían encantados de conocer.
—No sabemos nada de eso —repuso Telius.
—Así debe ser —convino Drake—. Ustedes no saben nada.
Alguien entró con el coche y aparcó, y Drake hizo una pausa mientras se llevaba a los dos hombres y caminaba con ellos fuera del aparcamiento, esperando a que el empleado entrara en el edificio. El viento agitaba las acacias que crecían en el solar contiguo.
Drake se volvió y contempló el edificio anodino que albergaba la sede central de Nanigen.
—Esta nave no parece gran cosa, pero, en el futuro, lo que contiene valdrá miles de millones de dólares. Miles de millones. —Hizo un silencio para que la magnitud de la cifra calara en los hombres—. Todos aquellos que tengan acciones preferentes de la empresa se harán fabulosamente ricos. —Entornó los ojos por el sol y miró de soslayo a los dos mercenarios—. Saben qué son las acciones preferentes, ¿verdad? Los propietarios de acciones preferentes pueden venderlas con grandes beneficios cuando la empresa sale a bolsa. —No sabía si aquellos hombres veían adonde quería llegar. Sus rostros no revelaban nada, ni la menor emoción.
«Rostros de auténticos profesionales», pensó.
—Quiero que entren en el micromundo —continuó diciendo—. Será una misión de rescate para encontrar a los espías. Les daré todo el equipo necesario para que puedan moverse, armas y un hexápodo, todo lo que necesiten. Los espías cayeron… Creemos que se han perdido en un radio de unos veinte metros alrededor de la estación Eco. Es posible que estén siguiendo los microsenderos en busca de otras estaciones de aprovisionamiento para refugiarse en ellas. Hemos retirado todas las estaciones salvo Kilo, porque no hemos podido encontrarla. Irán siguiendo los senderos, yendo de estación en estación en busca de esos espías. Y, esto… —¿Cómo decirlo para que no hubiera lugar a equívocos?—, ustedes deben encontrar a esos desaparecidos, pero la cuestión es que el rescate debe fracasar. ¿Lo entienden? Por mucho que ustedes lo intenten, nadie podrá encontrar a esos espías. No quiero saber cómo lo consiguen, pero los espías deben desaparecer. Tampoco quiero oír rumores de ningún tipo acerca de lo que pudo sucederles. Si no queda rastro de ellos, tendrán una… recompensa. —Drake metió las manos en los bolsillos y notó la brisa en la cara—. El fracaso de su misión es la única opción posible.
Se volvió y miró a los dos hombres, pero no vio nada en ellos. Sus rostros permanecían tan inexpresivos como al principio. Un pájaro voló cerca y se posó en las acacias.
—Si la misión fracasa, la recompensa para ustedes será un paquete de acciones de Nanigen. Cuando la empresa salga a bolsa, valdrán millones de dólares. ¿Lo entienden?
Los dos mercenarios lo contemplaron con ojos vacíos de toda expresión.
Pero lo habían entendido. Drake no tenía la menor duda de ello.
—Ahora son ustedes inversores capitalistas —concluyó Drake dando una palmada en el hombro a Telius.
El chaparrón acabó tan bruscamente como había empezado, y un resplandor brumoso y dorado inundó el bosque tropical cuando las nubes se abrieron. El agua retrocedió y las inundaciones cesaron a medida que se vaciaban en el riachuelo que corría por el fondo del valle. Habían perdido buena parte del equipo, arrastrado por la lluvia, y Jenny había desaparecido. Se reunieron lo más rápidamente posible y después se dividieron para intentar recuperar el equipo y encontrar a Jenny. Descendieron siguiendo el curso del agua y utilizando las radios para mantenerse en contacto.
—¡Jenny! ¡Jenny! ¿Dónde estás? —gritaron sin recibir respuesta.
—¡He encontrado el arpón! —anunció Rick, satisfecho de ver que no había ido muy lejos.
Había guardado sus dardos en una caja de plástico y la había metido en una bolsa de lona. No tardó en encontrarla, apoyada contra una piedra. Incluso recuperó su fruto del árbol del paraíso, amarillo y reluciente bajo una hoja.
Karen sintió que la invadía un mal presentimiento mientras buscaba a Jenny. Recordaba la expresión de sus ojos, instantes antes de desaparecer.
Los peores horrores eran siempre humanos. ¿Qué habría visto?
Fue en ese momento cuando vio algo pálido, encogido bajo una rama. Era una mano. Por fin había encontrado a Jenny. Su cuerpo se hallaba atrapado y aplastado, sucio de barro, con el aspecto de los ahogados, y el brazo roto contorsionado como un trapo mojado. Tenía los ojos abiertos y sin vida. Una red de hifas había empezado a cubrirla, igual que un velo.
Karen se arrodilló junto al cuerpo de Jenny, le apartó unos cuantos hilos fungosos del rostro y rompió a llorar.
Los demás se reunieron a su alrededor. Rick se sorprendió al darse cuenta de que estaba llorando. No podía contener las lágrimas y se avergonzaba de ello. Peter le apoyó una mano en el hombro para consolarlo, pero él se la quitó de encima.
—Intenté salvarla —dijo Danny, al borde del llanto—. Lo intenté con todas mis fuerzas pero no pude.
Erika lo abrazó.
—Eres muy valiente, Danny —le dijo—. No me había dado cuenta hasta ahora.
Oyeron una especie de susurro y vieron que la red de hilos que cubría a Jenny se movía ligeramente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Erika, y sus ojos se abrieron de espanto cuando vieron que una hebra se alzaba como un dedo retorcido y palpaba la piel de Jenny antes de introducirse en ella con un ruido siniestro, perforándola en busca de nutrientes. Las hifas habían empezado a consumir su cuerpo.
Erika se estremeció y se levantó.
—Tenemos que enterrarla sin perder tiempo —dijo Peter.
Abrieron un agujero en el suelo con ayuda del arpón y los machetes. Estaba blando y era un hervidero de vida. Pequeñas criaturas se agitaban en todas direcciones. El terreno en sí mismo parecía un organismo vivo. Lo único que no lo estaba era el cadáver de Jenny. La depositaron en la tumba recién abierta, le enderezaron el brazo roto y le cruzaron las manos sobre el pecho.
También intentaron quitarle los hilos fungosos, pero estos se habían aferrado al cuerpo hasta penetrar en él por numerosos sitios.
Erika lloraba sin poder controlarse. Peter cortó parte de un pétalo de hibisco que recogió del suelo y cubrió con él a Jenny como si fuera un sudario. Al menos ocultaría la actividad frenética de las hifas.
Erika propuso que rezaran una plegaria. No era una persona religiosa, o al menos no se consideraba como tal, pero se había educado en el catolicismo y había asistido a un colegio de monjas de Munich, donde estas le habían enseñado el Salmo 23.
—Der Herr ist mein Hirte —empezó a recitar en alemán, intentando recordar cómo continuaba.
Peter tomó la palabra.
—El Señor es mi pastor. Nada me falta. Me hace descansar en verdes prados…
—En salmos mágicos —comento Danny—. Las palabras no tienen ninguna relación con la así llamada «realidad», pero seguramente nos ayudan en el sentido psicológico. Sospecho que rezar debe de estimular alguna zona primitiva del cerebro. Lo cierto es que hace que me sienta un poco mejor.
Cubrieron con tierra el cuerpo de Jenny. No duraría mucho en su tumba. No tardaría en ser consumido por hongos y nematodos. Las bacterias y los ácaros que pululaban por todas partes lo devorarían enseguida. Pronto no quedaría rastro de ella, y sus restos acabarían reciclados y pasarían a formar parte de otros seres. En el micromundo, en cuanto acababa una vida esta se convertía nuevamente en otra.
Cuando terminaron, Peter reunió al grupo y les habló para levantarles el ánimo.
—Escuchad, Jenny no habría querido que nos rindiéramos.
Ella misma siguió adelante con valentía. Podemos honrarla asegurando nuestra supervivencia.
Recogieron las bolsas y la mochila. No podían entretenerse más tiempo ante la tumba de Jenny. Tenían que seguir camino para llegar al aparcamiento.
Habían logrado conservar la libreta con el mapa gracias a que Karen la había guardado en su mochila. Cuando la sacaron, estaba mojada y blanda, pero el mapa seguía siendo legible. Mostraba un sendero que iba desde la estación Eco a la Delta y finalmente hasta Alfa, junto al aparcamiento. Tenían un buen trecho por delante.
—No sabemos si las estaciones seguirán en su sitio, pero podemos seguir el camino marcado.
—Eso suponiendo que lo encontremos —comentó Karen.
Y no pudieron. La lluvia había alterado el paisaje, arrastrando restos y abriendo surcos nuevos en la tierra. Peter cogió la brújula y, tras estudiar el mapa, trazó un rumbo hacia el aparcamiento. Se pusieron en marcha enseguida, con Peter en cabeza y abriéndose paso con el machete. Karen iba detrás de él, con el arpón al hombro. Rick cerraba el grupo, silencioso y cauto, listo para utilizar el machete que llevaba en la mano.
Danny tuvo que parar varias veces para descansar.
—¿Te duelen los pies? —le preguntó Peter.
—¿A ti qué te parece? —masculló.
—Podríamos confeccionarte algo parecido a unos zapatos.
—No creo que la cosa tenga arreglo.
—Debemos intentarlo —insistió Erika.
—Puse tanto empeño en salvar a Jenny…
Peter cortó unas tiras de hierba seca, y Erika envolvió los pies de Danny con ellas, improvisando una especie de mocasines. Amar se acordó de la cinta americana que había cogido en el búnker y dio varias vueltas con ella alrededor de las tiras para mantenerlas en su sitio. Danny se levantó y caminó unos cuantos pasos para probar el invento. El improvisado calzado era resistente y sorprendentemente cómodo.
Oyeron un ruido sordo en lo alto extrañamente parecido al de un helicóptero. Alzaron la vista y vieron aparecer un mosquito. El insecto descendió de los árboles y los sobrevoló a escasa distancia. A pesar de su enorme tamaño, se mantenía en el aire sin problemas con el aleteo de sus alas. Pareció estudiarlos un momento. Tenía el cuerpo y las patas cubiertas de rayas blancas y negras y una gran probóscide. Todos pudieron ver que las afiladas cuchillas que la remataban estaban manchadas de sangre seca. Aquellas herramientas de succión del mosquito parecían lo bastante afiladas para traspasar el cuerpo de un microhumano.
Danny se dejó llevar por el pánico.
—¡Largo de aquí! —gritó y se alejó agitando los brazos por encima de la cabeza y corriendo como pudo con sus zapatos improvisados.
Tal vez atraído por su movimiento o por su olor, el mosquito lo persiguió, volando a escasa distancia de su cuello. Lo atacó repentinamente y estuvo a punto de traspasarle la espalda, entre los omóplatos, con su trompa afilada. Danny se arrojó al suelo y giró sobre sí mismo, lanzando frenéticas patadas al aire y gritando:
—¡Fuera! ¡Fuera!
El mosquito se elevó un instante y volvió al ataque, pero Karen saltó encima de Danny, situándose a horcajadas sobre él y blandiendo el machete por encima de su cabeza para espantar al insecto. Sin embargo, el mosquito no se asustó fácilmente.
—¡Vamos! —ordenó Peter—. ¡Formemos un círculo defensivo!
Entre todos se situaron alrededor de Karen y Danny, que yacía en el suelo, muerto de miedo; blandieron sus machetes sin perder de vista al mosquito, que siguió trazando círculos alrededor de ellos. Evidentemente, el insecto olía su sangre y quizá también el dióxido de carbono que exhalaban al respirar.
Se acercaba y se alejaba, mirándolos con sus grandes ojos compuestos y su trompa colgante.
—¡Maldición! —exclamó Erika.
—¿Qué pasa?
—Es una hembra Aedes albopictus.
—¿Qué significa eso? —preguntó Danny, poniéndose de rodillas.
—Que es un mosquito tigre. Las hembras son muy agresivas y pueden transmitir enfermedades.
Rick agarró a Karen por el brazo.
—¡Dame ese arpón! —ordenó.
—¿Qué? —contestó, apartándose, pero Rick le arrebató el arma y fue hacia el insecto con el arpón en alto.
—No te precipites, Rick —le dijo Peter—. Espera a que se acerque.
El mosquito se lanzó contra Rick y este vio su oportunidad. Hizo girar el arma y, utilizándola como un palo, lo golpeó de lleno en la cabeza.
—¡Vete a picar a alguien de tu tamaño! —gritó.
El mosquito se alejó zumbando por el aire y Karen se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le espetó Rick.
—Que fueron los mosquitos los que te hicieron correr de vuelta al hotel, en Costa Rica. Esta vez, las tornas han cambiado, Rick.
—Pues no le veo la gracia.
—Yo sí. Ahora devuélveme eso —dijo, cogiendo el arpón.
Se enzarzaron en un tira y afloja y, al final, Karen se salió con la suya. Rick no pudo reprimir un insulto. Karen no estaba dispuesta a admitir que la insultara y se encaró con él, apuntándole con el arpón.
—¡No se te ocurra volver a decir eso de mí!
—Vale, vale —contestó Rick, alzando las manos en un gesto apaciguador.
Karen arrojó el arma a sus pies.
—¡Cógelo si tan importante es para ti!
Peter se interpuso entre los dos.
—Escuchad, se supone que somos un equipo. ¿Por qué no dejáis de pelearos de una vez?
La rabia consumía a Karen por dentro.
—No estaba peleándome con Rick —contestó—. De haber sido así, estaría recogiendo sus pelotas del suelo.
Peter volvió a encabezar la marcha, siguiendo la dirección trazada, abriéndose paso incansablemente con el machete y deteniéndose de vez en cuando para afilarlo. Al mismo tiempo, hacía lo posible para animar a sus compañeros.
—¿Sabéis lo que decía Robert Louis Stevenson acerca de los viajes? —preguntó, hablando por encima del hombro—. Que es mejor viajar con esperanza que llegar a tu destino.
—¡Que le den a la esperanza! —masculló Danny—. Yo me quedo con la llegada.
Mientras caminaba, cerrando el grupo, Rick se dedicó a observar a sus compañeros. Primero a Karen King. Realmente no la soportaba. Tenía que reconocer que era guapa, pero la belleza no lo era todo. La encontraba arrogante y agresiva, y le parecía que se daba aires de importancia con sus conocimientos sobre arañas y artes marciales. Aun así, se sentía mejor teniéndola en el grupo. Estaba claro que se trataba de una verdadera luchadora. En ese instante se la veía alerta, fría y siempre en guardia, sopesando cada movimiento, como si estuviera luchando por su vida. Aunque, a decir verdad, eso era precisamente lo que hacía. Sí, no le caía bien, pero se alegraba de su presencia.
A continuación estudió a Erika Molí, que caminaba con aire asustado y se la veía pálida. Tuvo la impresión de que la joven se hallaba al borde de un ataque de nervios. Aquellos hongos, devorando el cuerpo de Jenny, habían sido un golpe muy duro para ella. Se dijo que si Erika no conseguía recuperarse anímicamente estaba perdida. De todas maneras, ¿quién podía prever cuántos de ellos tenían la fuerza y la astucia suficientes para salir con vida de aquel diminuto reino de los horrores?
En cuanto a Amar Singh, a Rick le pareció que se había resignado a su destino, como si hubiera llegado anticipadamente a la conclusión de que iba a morir.
Danny Minot lo seguía, arrastrando los pies embutidos en cinta americana.
«Ese tío es más duro de lo que parece —pensó Rick, observándolo—. Podría ser un superviviente».
A continuación, observó a Peter Jansen y se preguntó cómo lo conseguía. Parecía una persona tranquila, casi dulce, en paz consigo mismo hasta un punto que Rick no alcanzaba a imaginar. Peter se había convertido en un verdadero líder, y encajaba perfectamente en el papel. Era como si el micromundo lo hubiera obligado a sacar lo mejor de sí mismo.
Y luego estaba él, Rick Hutter. Rick no se consideraba una persona introspectiva. Rara vez pensaba sobre sí mismo, pero en ese momento lo hacía. Le estaba ocurriendo algo extraño, algo que no alcanzaba a comprender: se sentía bien. ¿Por qué?, se preguntó, ¿por qué se sentía así? Debería sentirse fatal.
Jenny acababa de morir y a Kinsky lo habían descuartizado unas hormigas. ¿Quién sería el siguiente? Sin embargo, aquella era la expedición con la que había soñado toda su vida y nunca había creído posible; un viaje al corazón oculto de la naturaleza, un viaje a un mundo de maravillas nunca vistas.
Con toda probabilidad moriría en aquella aventura. La naturaleza no era amable ni compasiva y no concedía puntos por intentarlo: se sobrevivía o se moría. «Es posible que ninguno de nosotros salga con vida de esto», pensó, y se preguntó si desaparecería allí, sin dejar rastro, en un pequeño valle de las afueras de Honolulu, devorado por un laberinto de amenazas tan letales que resultaba imposible tan siquiera imaginarlas.
«Tienes que seguir adelante. Tienes que ser listo y astuto y lograr pasar por el ojo del huracán», se dijo.
Después de andar lo que le parecieron kilómetros, Rick percibió en el aire un olor extraño, penetrante y agridulce. ¿Qué podía ser? Alzó la vista y vio un montón de pequeñas flores blancas, repartidas como estrellas entre las ramas de un árbol de corteza grisácea. El olor de las flores recordaba al del semen, pero con un toque desagradable, como el de algo dañino.
¡Sí!
Nux vómica.
Gritó a los demás que se detuvieran.
—Un momento, chicos. Creo que he encontrado algo importante. —Se agachó junto a una raíz retorcida que asomaba del suelo—. Es un árbol de estricnina —dijo a los demás. A continuación, cogió su machete y empezó a limarla hasta dejar al descubierto la corteza interior, que cortó con cuidado—. Esta corteza contiene brucina, que es una sustancia que provoca parálisis. Habría preferido las semillas, porque son sumamente tóxicas, pero la corteza servirá.
Manejando la corteza con cuidado para no mancharse las manos con su savia, le ató una cuerda y reanudó la marcha, arrastrándola por el suelo.
—No puedo meter esto en la mochila —explicó—, lo envenenaría todo.
—Sí, esa corteza es peligrosa —convino Karen.
—Tú espera y ya verás como nos ayuda a encontrar comida. Estoy hambriento.
Erika se mantuvo a un lado, observando, alerta por si percibía el olor de las hormigas. Notó el aire ligeramente pesado cuando entraba y salía de sus pulmones. Mirara donde mirase, todos los resquicios del suelo, todas las hojas y troncos, hasta la planta más pequeña rebosaban de pequeñas criaturas, insectos, nematodos y ácaros. Incluso podía ver puntos diminutos que en realidad eran agrupaciones de bacterias. Todo parecía estar vivo. Todo se alimentaba de todo, y aquella idea le recordó que también ella estaba hambrienta.
Todos lo estaban, pero no tenían nada para comer. Bebieron agua que recogieron entre las raíces de un árbol y siguieron caminando. Rick cerraba la marcha mientras arrastraba su corteza y miraba en todas direcciones, examinando la vegetación en busca de plantas tóxicas.
—Tenemos estricnina y también el fruto del árbol del paraíso —dijo—, pero no es suficiente. Como mínimo, necesitamos un ingrediente más.
Al final Rick encontró lo que buscaba, y fue gracias al olor que desprendía un grupo de plantas.
—¡Adelfas! —exclamó y se acercó a unos arbustos frondosos de hojas largas y puntiagudas—. La savia de esta planta es realmente peligrosa.
Se abrió paso entre las hojas muertas que cubrían el suelo y llegó al tronco de la planta. Desenvainó el machete, lo afiló y le hizo un corte en la base. Brotó un líquido de aspecto lechoso y se apartó.
—Tened cuidado, porque esta savia puede mataros con solo entrar en contacto con la piel. Contiene una mezcla letal de cardenoloides que te paran el corazón de golpe. Además, tampoco conviene respirar sus vapores, porque pueden provocar un ataque cardíaco.
Mientras la savia seguía rezumando del tajo, Rick sacó los guantes de goma, el delantal y las gafas que había encontrado en la estación Eco.
Amar sonrió.
—Tienes todo el aspecto de un científico loco —comentó.
—Sí, la locura es lo mío —repuso Rick.
Abrió uno de los frascos de plástico, se acercó al tronco del arbusto y, conteniendo el aliento, lo llenó de savia hasta que esta rebosó y le cayó sobre los guantes. Cerró el frasco con la tapa y fue a lavarlo en una gota de rocío cercana. A continuación llenó un segundo frasco y alzó ambos con gesto triunfal.
—Ahora, lo único que debemos hacer es hervir todos los ingredientes hasta conseguir una especie de pasta. Para eso necesitamos un fuego.
Desgraciadamente, el bosque tropical estaba empapado tras la lluvia y no había nada que pudiera arder fácilmente.
—No hay problema —dijo Rick—. Solo necesitamos un Aleurites moluccana.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Karen.
—Es nuez de la India —contestó Rick—. Los hawaianos lo llaman árbol kukui. Este bosque está lleno de ellos. —Alzó la vista y examinó los árboles que los rodeaban—. Sí, ahí hay uno —dijo, y señaló uno grande, cuyas hojas tenían un brillo metálico. El árbol se alzaba a unos diez metros de distancia y sus ramas estaban cargadas de frutos.
Se encaminaron todos hacia él y llegaron a su base en menos de veinte minutos. El suelo alrededor del tronco estaba lleno de frutos carnosos recién caídos.
—Ahora mirad —dijo Rick, empuñando el machete. Empezó a cortar la parte carnosa de la fruta y no tardó en dejar el hueso al descubierto—. Esto es una nuez de kukui y está llena de aceite —explicó—. Los antiguos hawaianos lo utilizaban como combustible en sus candiles. Es una magnífica fuente de luz. También ensartaban las nueces en un palo y las usaban como antorchas. La nuez arde fácilmente.
No resultaba fácil abrir la cáscara del hueso, así que tuvieron que turnarse con los machetes. El arma tenía una hoja pesada y afilada que, poco a poco, acabó cortándola. Al cabo de unos minutos, consiguieron extraer el fruto oleaginoso. Lo cortaron en trozos pequeños y formaron con ellos un montón en el suelo. Luego añadieron unas cuantas hebras de hierba seca que Peter arrancó de unos tallos muertos que la lluvia no había empapado. Rick colocó su cazo encima del montón y se puso su equipo de protección. Se ajustó las gafas, llenó el cazo con trozos de corteza de estricnina, pedazos del fruto del árbol del paraíso, la savia de adelfa, añadió agua y encendió el fuego con su mechero a prueba de viento.
La hierba seca prendió y enseguida encendió los trozos de nuez de la India. Habría sido un fuego insignificante en el mundo normal, no mayor que la llama de una vela, pero con su tamaño les pareció una fogata enorme. Las llamas los hicieron parpadear y alejarse, pero hirvieron la mezcla en cuestión de segundos. Dos minutos de ebullición bastaron para reducir el líquido del cazo a una mezcla alquitranosa.
—Curare recién hecho —anunció Rick—. Esperemos que funcione.
Metió la mezcla en una botella de plástico, ayudándose de un palo y sin quitarse los guantes de goma. Ya podía impregnar sus dardos con ella. Confió en que fuera venenosa, pero no lo sabría a ciencia cierta hasta que la probara. Tapó la botella y se levantó las gafas, apoyándoselas en la frente.
Peter contempló la botella llena de aquella sustancia pardusca.
—¿Crees que esto podrá acabar con algo grande, por ejemplo tan grande como un saltamontes? —preguntó.
Rick sonrió débilmente.
—Todavía no está terminado.
—¿Ah, no?
—Necesitamos un ingrediente más.
—¿Cuál?
—Cianuro.
—¿Qué? —exclamó Peter, mientras los demás se apelotonaban alrededor para escuchar.
—Ya me has oído. Cianuro. Y sé dónde encontrarlo.
—¿Dónde? —preguntó Peter, asombrado.
Rick volvió la cabeza.
—Puedo olerlo. Cianuro de hidrógeno, también conocido como «ácido prúsico». Ese aroma de almendras amargas, ¿no lo notáis? El cianuro es un veneno universal capaz de matar casi cualquier cosa, y actúa deprisa. Era uno los recursos favoritos de los espías en la Segunda Guerra Mundial. Y ahora tomad nota: hay un animal de por aquí que lo produce de forma natural. Seguramente estará dormido y escondido bajo alguna hoja.
Todos observaron mientras Rick se movía por el bosque tropical, olisqueando el aire y siguiendo el rastro. Empezó a volver hojas, cogiéndolas con ambas manos. El olor se hizo más fuerte cuando Rick les indicó un punto determinado. Metió la cabeza bajo una hoja y se levantó con una sonrisa.
—Lo tenemos —dijo en voz baja. Bajo la hoja brillaba un caparazón segmentado y dotado de miles de patas—. Es un milpiés. No soy más que un botánico ignorante, pero me consta que estos bichos producen cianuro.
—No lo toques —dijo Erika—. Es un bicho muy grande y puede ser peligroso.
—¿Un milpiés? —Karen sonrió—. Si son más asustadizos que un gato.
—Espera. ¿Estás seguro de que no es un ciempiés? —preguntó Danny, recordando que Peter había dicho que la picadura de un ciempiés podía ser venenosa.
—No, este bicho no es un ciempiés —repuso Karen, agachándose y mirando bajo la hoja—. Los ciempiés son depredadores; en cambio, un milpiés se alimenta de hojas muertas. Es un bicho pacífico —explicó—. Ni siquiera tiene aguijón.
—Eso me parecía a mí —dijo Rick, levantando la hoja y dejando al miriápodo al descubierto.
El animal estaba enroscado y parecía dormido. Con respecto a ellos, su tamaño equivalía al de una boa constrictor de las grandes. Respiraba lentamente, haciendo ruido a través de los orificios de su caparazón. La versión de un ronquido de un milpiés.
Rick desenvainó el machete.
—¡Despierta! —gritó y le atizó un golpe con la hoja plana.
El animal se estremeció bruscamente y se enroscó en una bola, adoptando una postura defensiva. Rick se tapó la nariz, se acercó al milpiés y volvió a golpearlo. No pretendía hacerle daño, solo asustarlo. El truco funcionó. Un fuerte olor a almendras amargas, combinado con un hedor penetrante, impregnó el aire mientras de los poros del caparazón empezaban a brotar gotas de un líquido espeso y oleaginoso. Rick abrió otra botella y se puso enseguida los guantes, el delantal y las gafas.
El milpiés no se movió y permaneció enroscado, aparentemente asustado.
Bien protegido, Rick se acercó y recogió el líquido hasta llenar media botella.
—Es una especie de aceite —explicó—, y está lleno de cianuro. —Lo vertió en la botella que contenía la preparación de curare y revolvió la mezcla con un palo—. He asustado a este pobre bicho hasta hacerle escupir cianuro —dijo, mostrando a todos el resultado, que hedía a sustancias tóxicas—. Ahora ya podemos ir de caza.