18

Fern Gully

29 de octubre, 14.00 h

El cuchillo se clavó en el suelo, entre Karen y Jenny, separándolas, y siguió hundiéndose en lo que a ellas les pareció una profundidad interminable. Después lo retiraron con un temblor grave que hizo que todo se estremeciera a sus pies. Jenny estaba de rodillas, sujetándose el brazo y gimiendo.

Karen la ayudó a levantarse y empezó a correr a toda velocidad, cargando con ella. El cuchillo cayó de nuevo, pero Karen ya se había ocultado bajo un racimo de helechos, llevando a Jenny sobre su espalda.

El suelo vibró y se estremeció, pero los golpes fueron perdiendo violencia. El desconocido se alejaba llevándose con él los restos de la estación destrozada. Vieron cómo los arrojaba al interior de una mochila. Luego, desapareció.

Se hizo un silencio que únicamente rompía el llanto de Jenny.

—¡El brazo! —gimió—. ¡Me duele mucho el brazo!

Tenía una fractura muy fea.

—No te preocupes, te pondrás bien —le dijo Karen, intentando sonar optimista a pesar de que el brazo de Jen tenía muy mal aspecto. Lo más probable era que tuviera una doble fractura de radio. Karen encontró su bolsa de lona tirada en el suelo, la cogió, sacó una de las radios portátiles y empezó a llamar.

—¿Me oís, chicos? ¿Alguien me escucha? Estoy con Jenny. Tiene un brazo roto. ¿Podéis oírme?

De repente le llegó la voz de Peter.

—Estamos bien y estamos todos.

Se reunieron bajo los helechos y tumbaron a Jenny en una hoja, para que le hiciera de cama. Ninguno de ellos tenía experiencia médica. Karen abrió el botiquín y sacó una jeringa con morfina para que Jenny la viera.

—¿Quieres que te inyecte?

Jenny negó con la cabeza.

—No, gracias. Me quedaría demasiado atontada.

Sabía que, a pesar del dolor, era mejor que se mantuviera plenamente consciente, así que aceptó un par de analgésicos corrientes mientras Karen improvisaba un cabestrillo con un trozo de tela. Luego, entre todos, la ayudaron a sentarse. Estaba pálida y todo le daba vueltas.

—Estoy bien —dijo.

Pero no era cierto. El brazo se le estaba hinchando y adquiría un color amoratado por momentos.

Una hemorragia interna.

Karen cruzó una mirada con Peter y supo que él estaba pensando lo mismo. Recordaba lo que Kinsky les había dicho acerca de las microhemorragias. Podían morir de un simple corte, y aquello era más que un simple corte.

Peter miró su reloj. Eran las dos de la tarde. Habían dormido un par de horas.

El suelo se veía lleno de restos. Parecía que hubiera habido un naufragio. Las bolsas y las mochilas estaban tiradas por todas partes. Casi todo el contenido del bunker se había desparramado al partirse. Localizaron los machetes y el arpón. El fruto del árbol del paraíso de Rick yacía cerca de allí. Había caído de la tienda. Al menos contaban con provisiones y material de supervivencia, pero no sabían adonde dirigirse. Si ese desconocido se había llevado la estación Eco, ¿qué habría pasado con las demás? Y aquel hombre, ¿los habría visto? ¿Trabajaba para Drake?

No tenían más remedio que asumir lo peor.

Los habían descubierto y los habían privado de su medio de supervivencia. ¿Dónde podían esconderse? ¿Adonde irían?

¿Cómo conseguirían regresar a Nanigen?

Mientras sopesaban sus opciones, el cielo se oscureció. Una ráfaga de viento azotó una planta de ihilea cercana y sus hojas se agitaron violentamente, mostrando su reverso pálido. Peter alzó la mirada y vio que el viento zarandeaba las copas de los árboles.

Entonces oyeron un sonido extraño, un ruido grave y hueco, como una salpicadura gigante, y vieron asombrados que una esfera de agua enorme y chata caía en el suelo, junto a ellos, y explotaba en cientos de gotas más pequeñas que salieron volando en todas direcciones. Había empezado la lluvia de la tarde.

—¡Subid a algún sitio alto! —gritó Peter—. ¡Por aquí!

Echaron a correr, pendiente arriba, cogiendo todo lo que pudieran cargar. Karen se echó a Jenny a la espalda y corrió mientras las gotas de lluvia explotaban a su alrededor igual que proyectiles durante un bombardeo.

En Nanigen, Vin Drake se apartó de la pantalla del ordenador.

Había estado consultando las lecturas del radar meteorológico para el Ko’olau Pali. Realmente, los alisios eran unos vientos de fiar; siempre que chocaban con las laderas de la montaña, soltaban su carga de humedad. Las cimas del Ko’olau Pali eran uno de los lugares de mayor pluviosidad del planeta.

Don Makele llamó a la puerta. El jefe de seguridad entró y depositó los restos de la estación Eco sobre la mesa de Drake.

—Las camas estaban deshechas, y alguien había usado el baño. También vi a unos cuantos de ellos escabulléndose a toda velocidad por el suelo. Les ordené que se detuvieran e intenté detenerlos con el cuchillo, pero huyeron como cucarachas.

—Esto no me gusta —dijo Drake—. No me gusta nada. Te dije que lo solucionaras, Don.

—¿Qué quiere que haga, señor? —preguntó el ex marine.

Drake se recostó en su asiento y se dio unos golpecitos en los labios con su bolígrafo de oro. En la pared que tenía a su espalda, colgaba un retrato suyo pintado por un artista de Brooklyn muy cotizado. Su rostro aparecía fragmentado en colores vivos. La imagen transmitía una sensación de poder, y a Drake le gustaba.

—Quiero que cierres la verja de seguridad de la entrada del valle de Manoa y que interrumpas el enlace diario por camión. Luego tráeme a tus mejores hombres.

—Los mejores son Telius y Johnstone. Los entrené personalmente en Kabul.

—¿Tienen experiencia en el micromundo?

—Mucha —contestó Makele—. ¿Qué quiere que hagan?

—Que rescaten a esos estudiantes.

—Pero si ha decidido cerrar el valle…

—Haz lo que te digo, Don.

—Desde luego, señor.

—Me reuniré con tus hombres fuera. Aparcamiento B, dentro de veinte minutos.

Las gotas de lluvia caían con fuerza y estallaban en el suelo, lanzando en todas direcciones pequeñas esferas de agua mezcladas con tierra. Peter desapareció en una nube de salpicaduras cuando una gota lo golpeó. El impacto lo arrojó por los aires y lo dejó tendido en el suelo, aturdido y tosiendo mientras los demás corrían y resbalaban a medida que el chaparrón iba en aumento. Entonces oyeron un poderoso bramido, como el de un tren acercándose.

Era el torrente de la inundación que bajaba hacia Fern Gully. Una pared de agua sucia se abatió sobre ellos, saltando por encima de una piedra, rodeando la base de un árbol de helecho y obligándolos a nadar para salvar la vida. Karen llevaba a Jenny a la espalda cuando el agua la embistió. Jenny se sintió arrastrada y lanzó un grito.

—¡Jenny! —gritó Karen. De repente se encontró agarrada a una hoja que daba vueltas, llevada por la corriente. No podía ver a Jenny, pero Rick estaba arrodillado encima de la hoja y le tendía la mano.

—¡Agárrate! —le gritó, cogiéndola por las muñecas y ayudándola a subir.

La hoja giraba sobre sí misma, arrastrada por el torrente.

—¡He perdido a Jenny! —exclamó, tosiendo y jadeando—. ¡Con el brazo roto, Jenny no puede nadar!

Danny había logrado encaramarse a una piedra, y el agua corría con fuerza a su alrededor.

Una gran lombriz pasó por su lado, llevada por la corriente. Jenny se debatía en el agua, pero el cabestrillo le dificultaba los movimientos. Desapareció bajo la superficie, pero volvió a emerger.

Rick se tendió boca abajo en la hoja y alargó el brazo todo lo que pudo.

—¡Cógete, Jenny! —gritó.

—¡Aguanta, Rick! —dijo Karen—, sujetándolo por los pies para que no resbalara de la hoja en su intento de salvar a Jenny.

Esta giró sobre sí misma y alargó su mano sana, pero pasó junto a Rick, rozándole los dedos. Rick no pudo agarrarla y lanzó un grito de frustración.

Jenny vio que se acercaba a la piedra donde Danny se había refugiado.

—¡Danny, por favor! —vociferó, tendiéndole el brazo bueno mientras la corriente intentaba hundirla.

Danny alargó la mano y sus dedos se entrelazaron. Con la otra mano logró agarrar el cabestrillo y empezó a atraer a Jenny hacia él. Entonces notó que empezaba a resbalar de la piedra.

Jenny aulló de dolor cuando notó que le tiraban del brazo roto, pero no le importó.

—¡No me sueltes, por favor! —gritó, aferrándose a la camisa de Danny con la mano sana.

«Alguien que se ahoga puede arrastrar con él a su rescatador», pensó Danny, que conocía algún caso. Sabía que alguien en esa situación podía ser muy peligroso.

Miró alrededor, para ver si alguien los observaba, y después clavó sus ojos en Jenny.

—Lo siento —dijo, soltándola.

Estaba seguro de que ella iba a arrastrarlo y de que se ahogarían los dos. Se dio la vuelta, incapaz de soportar la expresión de Jenny. Había hecho todo lo que había podido para salvarla.

Si no la hubiera soltado, ambos habrían perecido. Además, ella estaba condenada en cualquier caso. Se acurrucó como pudo en su roca mientras el agua bajaba con fuerza a su alrededor y se repetía «Soy una buena persona». Nadie había visto lo que acababa de hacer, nadie salvo Jenny. Aquella expresión en su mirada…

Karen gritó cuando vio que a Danny se le escapaba.

—¡No, Jenny, no!

Vieron la cabeza de su compañera que asomaba una vez más en la corriente y luego desaparecía. No volvieron a verla.