Estación Eco
29 de octubre, 10.40 h
Los siete jóvenes se reunieron ante la entrada de la tienda. En un cartel se leía: ESTACIÓN DE APROVISIONAMIENTO ECO. PROPIEDAD DE NANIGEN MICROTECHNOLOGIES.
Todos ellos estaban conmocionados, horrorizados por la brutal muerte de Kinsky y al mismo tiempo asombrados por la rapidez con la que habían corrido. Danny había perdido los mocasines de borlas —habían salido despedidos durante la carrera, un sprint con el que habría avergonzado a cualquier corredor olímpico— y estaba de pie y descalzo en el suelo húmedo. Además, todos habían visto a Karen luchando contra las hormigas, sus quiebros y sus saltos por el aire.
Estaba claro que en el micromundo eran capaces de proezas que nunca habían imaginado.
Examinaron rápidamente la estación, porque las hormigas podían presentarse allí en cualquier momento. La tienda, en cuyo interior había varias cajas de madera, se levantaba sobre un suelo de cemento en cuyo centro había una trampilla de hierro que se abría con una rueda, igual que la escotilla de un submarino. Peter la hizo girar y la levantó. Una escalerilla descendía hacia la oscuridad.
—Iré a echar un vistazo —dijo.
Se colocó la linterna en la cabeza y bajó.
Acabó en medio de una sala a oscuras. Encendió la linterna, y el haz de luz iluminó varios camastros y algunas mesas. Entonces vio una serie de interruptores en la pared y los conectó.
Las luces se encendieron.
La sala era el interior de un búnker de cemento que albergaba un dormitorio espartano. Había literas apoyadas contra la pared, bancos de trabajo equipados con material básico de laboratorio, una zona comedor con una mesa y sillas y un hornillo eléctrico. Una puerta conducía a la sala de energía, constituida por dos baterías de tipo «D». Otra puerta daba a un aseo con un inodoro y una ducha. En un arcón había paquetes de comida instantánea. El búnker era a prueba de depredadores, una especie de refugio antibombardeos en un entorno biológicamente peligroso.
—Eso de ahí fuera no es Disneylandia —dijo Peter, sentado y casi desplomado sobre la mesa, agotado. Se sentía incapaz de pensar con claridad. Las imágenes de la muerte de Kinsky ocupaban todos sus pensamientos.
Karen estaba apoyada contra la pared. Tenía sangre de insecto por todas partes, una sustancia pegajosa, transparente y amarillenta que se secaba rápidamente.
Danny se había sentado y estaba encorvado sobre la mesa; no dejaba de tocarse la nariz y la cara.
Entre el equipo de laboratorio había un ordenador.
—Quizá podríamos conseguir información —dijo Jenny, encendiendo el aparato.
El ordenador se puso en marcha y en la pantalla apareció una casilla para la contraseña. Naturalmente, nadie la sabía, y Kinsky ya no estaba allí para ayudarlos con ese tipo de cosas.
—Aquí no estamos a salvo —dijo Rick—. Drake podría presentarse en cualquier momento.
Amar se mostró de acuerdo.
—Sí, propongo que nos aprovisionemos de todo lo que nos haga falta y nos larguemos inmediatamente.
—Yo no quiero volver a salir ahí fuera —dijo Erika, con voz temblorosa; se dejó caer en un camastro, preguntándose por qué demonios había abandonado la Universidad de Munich…
Echaba de menos el tranquilo mundo de la investigación europea. Los estadounidenses jugaban con fuego. Bombas de hidrógeno, megaláseres, cambios dimensionales con personas… no hacían más que despertar monstruos tecnológicos que eran incapaces de controlar, pero con cuyo poder parecían disfrutar.
—No podemos quedarnos aquí —le dijo Karen en tono comprensivo, porque se daba cuenta de lo asustada que estaba la joven alemana—. El ser más peligroso al que nos enfrentamos no es un insecto, sino un humano.
Era una observación acertada. Peter propuso que se atuvieran al plan inicial: intentar llegar al aparcamiento, subir de algún modo al camión de Nanigen y entrar en el campo tensor.
—Debemos recuperar nuestro tamaño normal lo antes posible —dijo—. No disponemos de mucho tiempo.
—Pero no sabemos cómo hacer funcionar el generador —objetó Jenny.
—Nos enfrentaremos a ese problema cuando se presente.
Rick intervino en la conversación.
—Tenemos algunas cosas que pueden ayudarnos a subir a ese camión —dijo—, incluida la escalera de cuerda que encontramos en la mochila.
Había estado rebuscando en las cajas de suministros y había encontrado otro juego de radios portátiles. Con ellas tenían un total de cuatro aparatos para comunicarse.
—Solo hay una cosa que podamos hacer, y es llamar pidiendo ayuda —sentenció Danny señalando la radio con auriculares integrados.
—Tú llama a Nanigen —le contestó Rick—, y ya verás como Drake vendrá enseguida a buscarnos. Pero no aparecerá con una lupa, sino con su bota.
Peter propuso no utilizar las radios salvo en caso de emergencia, por si Drake estuviera a la escucha.
—No te entiendo —protestó Danny—. Tenemos que pedir ayuda.
Jenny prefirió no tomar parte en la conversación y se dedicó a abrir los armarios uno tras otro y a registrarlos minuciosamente. Encontró una libreta y empezó a pasar las páginas.
Alguien había llenado las primeras hojas con notas —datos meteorológicos, apuntes de actividades— pero no encontró nada útil hasta que dio con el mapa.
—Mirad esto, chicos —dijo, abriendo la libreta encima de la mesa.
En una de las páginas, alguien había dibujado toscamente el valle de Manoa. El mapa mostraba la ubicación de las diez estaciones de aprovisionamiento repartidas por Fern Gully y montaña arriba, en dirección al cráter del Tántalo. Las estaciones estaban ordenadas siguiendo el alfabeto de la OTAN, empezando por Alfa, Bravo y Charlie hasta llegar a Kilo. Había un indicador en forma de flecha donde ponía CRÁTER DEL TÁNTALO-GRAN PEÑASCO, pero ni este ni la base del cráter aparecían en el mapa.
Por tosco e incompleto que fuera, el mapa contenía información valiosa. Mostraba la distribución de las estaciones, además de las referencias necesarias —piedras, árboles o grupos de helechos— para localizarlas. Había una junto al aparcamiento, la estación Alfa, y se hallaba bajo unas plantas de jengibre, según la nota del plano.
—Podríamos dirigirnos a la estación Alfa —propuso Peter—. Aunque no nos quedemos en ella, siempre podemos abastecernos de provisiones e información.
—¿Y por qué deberíamos movernos de aquí? —preguntó Danny—. Kinsky tenía razón. Deberíamos negociar con Drake.
—¡Ni se te ocurra intentarlo siquiera! —dijo Rick casi a gritos.
—¡Por favor, dejadlo ya! —exclamó Amar, que no podía soportar el conflicto. Primero había sido la discusión entre Karen y Rick y, en esos momentos, Rick la había tomado con Danny—. Escucha, Rick, cada uno es como es. Tienes que ser más tolerante con Danny.
—Corta el rollo, Amar. Este tío nos llevará a la muerte con sus estupideces.
Peter se dio cuenta de que la situación se estaba descontrolando. Si algo era capaz de destruirlos sería un conflicto en el seno del grupo. Debían funcionar como un equipo o no tardarían en estar todos muertos. De alguna manera debía conseguir que aquel heterogéneo puñado de científicos comprendiera que la supervivencia requería cooperación. Así pues, se levantó, se dirigió hacia la cabecera de la mesa y esperó a que se hiciera el silencio. Al fin, todos callaron.
—¿Habéis acabado de discutir? —preguntó—. Bien, porque tengo algo que deciros. Ya no estamos en Cambridge. En el mundo académico, os abrís camino liquidando a vuestros rivales y demostrando que sois más listos que nadie. Pero en este bosque no es cuestión de abrirse camino, sino de seguir con vida. Para sobrevivir tenemos que cooperar, así que debemos acabar con cualquiera que nos amenace o moriremos.
—Matar o que te maten, ¿no? —dijo Danny en tono burlón—. Volvemos a la vieja filosofía darwiniana de tiempos Victorianos.
—Danny, tenemos que hacer lo que sea necesario para sobrevivir —respondió Peter—, pero la supervivencia no es solo matar. Piensa en lo que somos en cuanto humanos. Hace un millón de años, nuestros antepasados sobrevivieron en las sabanas de África trabajando en equipo. «Grupos» es una palabra más adecuada. En aquella época no éramos más que grupos de humanos. Hace un millón de años, no estábamos en la cúspide de la pirámide alimentaria, y nos cazaban todo tipo de animales, leones, hienas, leopardos, cocodrilos… Sin embargo, nosotros, los humanos, llevamos mucho tiempo enfrentándonos a los depredadores y hemos sobrevivido utilizando el cerebro, las herramientas y la cooperación, es decir, el trabajo en equipo. Creo que estamos preparados para lo que aquí nos espera, pensemos en ello como una oportunidad única de ver cosas increíbles en la naturaleza, cosas que nadie antes ha visto.
Sin embargo, sea cual sea la decisión que tomemos, tendremos que trabajar codo con codo o moriremos. Somos tan fuertes como el miembro más débil de nuestro equipo.
Peter calló, temeroso de haber ido demasiado lejos, de haber soltado un sermón a sus compañeros. Hubo un largo silencio mientras todos asimilaban sus palabras.
Danny fue el primero en hablar.
—Supongo que cuando te refieres al miembro más débil estás hablando de mí, ¿no? —preguntó fulminando a Peter con la mirada.
—No he dicho eso, Danny, y…
—Perdona, Peter —lo interrumpió secamente—, pero no soy ningún homínido simiesco con una piedra en su mano peluda que se dedica a romper alegremente la cabeza a los leopardos. En realidad soy una persona culta y acostumbrada a un entorno urbano. Ya sé que ahí fuera no está Harvard Square, sino un infierno verde rebosante de cosas que se arrastran y hormigas del tamaño de un pitbull. Así pues, me quedaré en este búnker y esperaré ayuda. —Golpeó la pared con los nudillos—. Es a prueba de hormigas.
—Nadie vendrá a ayudarte, Danny —le dijo Karen.
—Eso ya lo veremos —contestó, yendo a sentarse aparte.
Amar se dirigió al resto del grupo.
—Peter tiene razón. —Se volvió hacia él—. Yo quiero estar en tu equipo —dijo, y a continuación cerró los ojos, como si estuviera pensando en algo.
—Yo también quiero estar en el equipo —dijo Karen.
—Peter está en lo cierto —reconoció Erika.
—Creo que necesitamos un líder —declaró Jenny—, y me parece que Peter es el más adecuado.
—Peter es la única persona del grupo que se lleva bien con Codos —admitió Rick—, por lo tanto, eres el único que puedes dirigirnos.
Una rápida votación confirmó el resultado. Únicamente Danny no quiso participar.
A partir de ese momento, debían empezar a trabajar en equipo.
—Primero podríamos comer algo —propuso Rick—. Me muero de hambre.
Lo cierto era que todos estaban hambrientos. Llevaban en pie toda la noche y no habían comido nada. Además, habían tenido que correr como locos para escapar de las hormigas.
—Sí, seguro que hemos quemado un montón de calorías —dijo Peter.
—Nunca he tenido tanta hambre en mi vida —aseguró Erika.
—Nuestros cuerpos son pequeños, pero seguramente quemamos calorías más deprisa —dijo Karen—. Como los colibríes, ¿me entendéis?
Cogieron los paquetes de comida instantánea, los abrieron y los devoraron. No era gran cosa, y desaparecieron enseguida.
También encontraron una tableta de chocolate. Karen la partió en siete trozos con su navaja, y el chocolate también desapareció enseguida.
Registraron el búnker en busca de cualquier cosa que pudiera serles de utilidad y, entre otras, encontraron unas cuantas botellas de plástico de laboratorio y frascos con tapa que apilaron sobre la mesa. Las botellas podían servirles para llevar agua y guardar cualquier compuesto que pudieran encontrar.
—Necesitaremos armas químicas, como las que tienen las plantas y los insectos —dijo Jenny.
—Sí, y yo necesitaré un frasco para mi curare —añadió Rick.
—Bien, curare —repuso Karen.
—Es letal.
—Si sabes cómo prepararlo…
—Por supuesto que sé —contestó Rick, airadamente.
—¿Y quién te enseñó, Rick? ¿Algún cazador de la selva?
—He leído trabajos que…
—Trabajos sobre curare… No digas más —replicó Karen, antes de darse la vuelta y seguir con otras cosas mientras Rick echaba chispas.
En un cajón encontraron tres machetes, cada uno con su funda, su cinturón y un afilador de diamante en un estuche del cinto. Peter desenvainó uno y palpó el filo.
—¡Caramba, sí que está afilado! —exclamó.
Para probar la hoja, golpeó la mesa de madera y vio cómo penetraba en ella como si fuera mantequilla. Aquel machete estaba tan afilado como un escalpelo.
—Corta casi como un microtomo —comentó—, como el que utilizamos en el laboratorio para obtener láminas de tejidos. —Peter sacó el afilador y lo pasó por la cuchilla—. El filo es muy fino, de modo que seguro que se vuelve romo enseguida, pero gracias al afilador podremos afilarlos cuando queramos. Nos serán de utilidad para abrirnos paso entre la vegetación.
Karen cogió uno y lo movió en el aire.
—Está bien equilibrado. Es una buena arma.
Rick dio un paso atrás al verla ejercitarse con el machete.
—Cuidado, puedes cortarle la cabeza a alguien —le dijo.
—Tranquilo —repuso ella con una sonrisa burlona—, sé lo que hago. Tú dedícate a tus dardos y a tu fruto del árbol del paraíso.
—Oye, deja de meterte conmigo —protestó Rick—. ¿Se puede saber qué te pasa?
Peter decidió intervenir. Resultaba más fácil prometer que iban a trabajar en equipo que cumplirlo.
—Por favor, Rick y Karen, os agradeceríamos que dejarais de discutir. Es malo para todos.
Jenny golpeó a Rick en el hombro.
—Es la forma de Karen de enfrentarse al miedo —terció.
Aquello no sentó bien a Karen, pero no dijo nada más.
Jenny tenía razón. Karen sabía perfectamente que los machetes no detendrían a determinados depredadores —como los pájaros, por ejemplo— y pinchaba a Rick porque estaba asustada.
Había manifestado su miedo ante los demás y eso la avergonzaba. Subió por la escalerilla y salió al exterior. Para tranquilizarse, empezó a examinar el contenido de las cajas apiladas en la tienda. En una encontró paquetes de comida; y en otra, probetas llenas de muestras, seguramente recogidas por el equipo anterior. Bajo una lona descubrió una barra de acero. Era más alta que ella, tenía un extremo acabado en punta; y el otro, aplastado y ensanchado. Por un momento, se preguntó qué sería; pero entonces cayó en la cuenta. Asomó la cabeza por la escotilla del búnker y gritó:
—¡Eh, he encontrado un alfiler!
No estaba claro qué hacía un alfiler en la tienda. Seguramente alguien lo había utilizado para clavar algo en el suelo.
Fuera como fuese, estaba hecho de acero y podían afilarlo para convertirlo en un arma.
—Podríamos utilizar los afiladores de los machetes para afilarle la punta y hacerle una entalladura, como si fuera un arpón —propuso Karen.
Se pusieron a trabajar en el interior de la tienda porque el alfiler era demasiado grande para bajarlo por la escalerilla. Primero, cortaron el extremo aplastado del alfiler para reducir su tamaño y equilibrarlo y, a continuación, se turnaron para aguzar y entallar la punta. Cuando terminaron, Peter lo cogió y lo blandió en el aire. Era una barra de acero grande y reluciente, bien equilibrada, y la manejaba como si apenas pesara. En el micromundo, un arma así era lo bastante contundente y puntiaguda para matar un insecto si se la arrojaban.
Danny no quiso tomar parte en los preparativos. Se sentó abrazándose las rodillas en uno de los camastros y permaneció allí, observando. Peter sintió lástima y fue a hablar con él.
—Ven con nosotros, Danny. Aquí no estarás seguro.
—Dijiste que yo era el más débil —le contestó.
—Necesitamos tu ayuda.
—Sí, para un suicidio asistido —repuso amargamente, negándose a moverse.
Rick pretendía fabricar dardos para una cerbatana. Salió de la tienda, machete en mano para defenderse de cualquier hormiga, y cortó unos cuantos tallos de hierba. Luego volvió a entrar en el búnker y los partió en sentido longitudinal para dejar solamente las hebras más resistentes. La hierba parecía tan dura como el bambú. Cortó varias astillas en forma de punta y las convirtió en dardos. A continuación las endureció calentándolas en el hornillo. Cuando hubo terminado, desgarró uno de los colchones y cogió un poco de relleno. Necesitaba atar una bola de esa fibra en la cola de los dardos para que pudieran lanzarlos soplando a través de un tubo, y para ello precisaba cuerda fina o hilo.
—Amar, ¿te queda algo de tu hilo de araña?
Su compañero negó con la cabeza.
—Lo siento, lo gasté todo para sacar a Peter del terrario de la serpiente.
—No pasa nada.
Rick empezó a rebuscar hasta que, al final, dio con un rollo de cuerda. Cortó un trozo y la deshizo hasta conseguir una trenza muy fina y resistente. Luego cogió un poco del relleno y lo ató con ella a la base del dardo. Ya tenía un dardo como es debido, con la punta endurecida y su cola, listo para impregnarlo en veneno.
Sin embargo, nadie que se considerase un científico podía darse por satisfecho sin probarlo. Enrolló firmemente uno de los tallos de hierba para que le sirviera de cerbatana, la cargó con un dardo, apuntó al armazón de madera de las literas y sopló con fuerza. El dardo salió a toda velocidad, dio contra su objetivo y rebotó inofensivamente.
—¡Mierda! —masculló.
Si no podía penetrar en la madera, tampoco podría atravesar el exoesqueleto quitinoso de un insecto.
—No sirve —dijo Karen.
—El dardo necesita una punta metálica —convino Rick.
¿De dónde podía obtenerla? De la cubertería, de los tenedores y los cuchillos. Cogió un tenedor y dobló uno de los dientes hasta partirlo. Después lo afiló tanto como pudo y lo clavó y ató en la punta del proyectil. Volvió a lanzarlo contra las literas y esta vez el dardo no rebotó, sino que se incrustó en la madera con un golpe seco.
—Eso atravesará un escarabajo —dijo Rick, satisfecho.
Uno a uno, fue cortando los dientes de los tenedores y afilándolos hasta que consiguió tener una veintena de dardos para la cerbatana. Por último, los metió en una de las cajas de plástico del laboratorio para mantenerlos secos y que no se estropearan.
Pero todavía tenía que preparar el curare, y para lograrlo necesitaba reunir más ingredientes. Al igual que una complicada salsa, el curare contenía distintos compuestos que había que hervir juntos; y, por el momento, solo contaba con el fruto del árbol del paraíso que había tenido que dejar en la tienda porque nadie quería algo tan tóxico dentro del búnker. Por la misma razón no podía hervir la preparación en el hornillo. Los vapores podían ser letales en un espacio cerrado.
Tendría que encender un fuego en el exterior para preparar la mezcla.
También hallaron unos prismáticos y dos linternas más para la cabeza que guardaron en bolsas de lona. Amar encontró un rollo de cinta americana.
—Fantástico, no sé cómo podríamos sobrevivir en la jungla sin cinta americana —bromeó.
Rick abrió un cofre y gritó.
—¡Esto es una mina! —Sacó un delantal, guantes y gafas de laboratorio—. Es justo lo que necesito para preparar el curare.
Estupendo.
También iba a necesitar un recipiente que poner al fuego, de modo que rebuscó en la pequeña cocina y cogió un cazo de aluminio que guardó en la misma bolsa de lona, con el resto de sus cosas. A continuación, la cerró y se la echó a la espalda para calibrar cuánto pesaba. Se sorprendió. A pesar de lo voluminosa que era la notó muy ligera.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Soy tan fuerte como una hormiga!
Jenny encontró una brújula militar en el fondo de una caja.
Vieja y gastada, era como las que los soldados estadounidenses llevaban utilizando desde la guerra de Corea. Les serviría para orientarse. No hallaron rastro de ningún GPS.
—Eso es porque un GPS no podría darnos nuestra situación —explicó Peter—. Los GPS localizan con una precisión de unos diez metros. Con nuestro tamaño actual, eso equivale a una precisión de un kilómetro. En otras palabras, un GPS no puede decirnos nuestra ubicación más que con una precisión de un kilómetro, y esa es una distancia enorme para nosotros.
La brújula es mucho más útil para gente de nuestro tamaño.
De repente, tras la comida y el trabajo, a todos les entró sueño. Peter miró la hora y vio que era casi mediodía.
—¿Por qué no acabamos de cargarlo todo más tarde? —propuso Karen.
Aunque no habían dormido nada, estaban acostumbrados a pasar noches en vela, trabajando en el laboratorio. Karen se enorgullecía de aguantar más que nadie, pero también a ella se le estaban cerrando los ojos.
«¿Por qué me siento tan cansada de repente?», se preguntó.
Quizá el cambio dimensional tuviera algo que ver. Con todas las calorías que habían consumido… Lo cierto era que le costaba concentrarse y no pudo resistir la tentación de echarse en una de las literas, donde cayó dormida en el acto. Todos hicieron lo mismo.