14

Valle de Manoa

29 de octubre, 4.00 h

Los siete estudiantes iban por el bosque tropical en fila india, seguidos por Kinsky, aguzando el oído, envueltos en la oscuridad y rodeados de sonidos desconocidos. Rick Hutter caminaba entre las hojas del suelo y bajo ramas muertas que parecían más grandes que secuoyas caídas, llevando al hombro una lanza hecha con briznas de hierba. Karen King iba con la mochila a la espalda y aferraba su navaja. Peter Jansen encabezaba la marcha, mirando en todas direcciones mientras intentaba orientarse. De algún modo, con sus discretas maneras se había convertido en el líder del grupo. Por temor a atraer a algún depredador, habían decidido no encender la linterna, así que Peter apenas podía ver el terreno que tenía ante sí.

—Debe de faltar poco para que ama…

Un grito terrible ahogó las palabras de Jenny Linn. Empezó como un gemido grave hasta convertirse en una serie de alaridos ahogados que surgían de algún lugar de las alturas. Fue un sonido horripilante cargado de violencia.

Rick se volvió, blandiendo en alto su lanza.

—¿Qué demonios ha sido eso?

—Un pájaro, creo —dijo Peter—. No olvidéis que todo lo que oímos nos suena más grave. —Miró la hora: las 4.15. Su reloj era digital y seguía funcionando con normalidad a pesar del cambio dimensional—. Amanecerá dentro de poco.

—Si lográramos encontrar una de las estaciones de suministro, podríamos intentar llamar a Nanigen por radio —dijo Kinsky—. En cuanto recibieran nuestra señal vendrían a rescatarnos.

—Y Drake nos mataría —contestó Peter.

Kinsky no discutió, pero era evidente que no estaba de acuerdo con Peter.

—Debemos llegar por nuestros propios medios al generador del tensor —prosiguió este—. Solo así recuperaremos nuestro tamaño normal. Pero para lograrlo tenemos que conseguir llegar a Nanigen de algún modo. Creo que sería un error acudir a Drake en busca de ayuda.

—¿Y no podríamos llamar al 911? —comentó Danny.

—Buena idea, Danny —repuso Rick en tono burlón—. Simplemente dinos cómo.

Kinsky les había explicado que las radios de las estaciones de aprovisionamiento solo tenían un alcance de unos cientos de metros.

—Si alguien de Nanigen está cerca y escucha nuestra frecuencia, podría oírnos. De lo contrario, nadie captará nuestra señal. Además, las radios no utilizan las frecuencias que usan los servicios de emergencia o de la policía. Los equipos de Nanigen emiten en los 60 gigahercios, y esa es una frecuencia muy alta. Funciona bien con los equipos de campo y en distancias cortas, pero no sirve para comunicaciones a larga distancia.

Jenny intervino.

—Cuando Drake nos enseñó esto, mencionó que había un camión que hacía diariamente el trayecto entre Nanigen y el jardín botánico. Quizá podríamos utilizarlo.

Todos guardaron silencio. La idea de Jenny era buena.

Ciertamente, Drake había mencionado el servicio de enlace que realizaba el camión, pero si los equipos de campo habían sido retirados, ¿cómo saber si el enlace, seguía funcionando?

Peter se volvió hacia Kinsky.

—¿Sabe si ese camión sigue haciendo el trayecto entre Nanigen y esta zona?

—No, no lo sé.

—¿A qué hora suele llegar el camión?

—Hacia las dos —repuso Kinsky.

—¿Y dónde se detiene?

—En el aparcamiento, junto al invernadero.

Todos se quedaron pensativos, sopesando la idea.

—Creo que Jen tiene razón —dijo Peter—. Deberíamos intentar subir a ese camión para entrar en Nanigen, meternos en el generador y…

—Un momento —lo interrumpió Rick—. ¿Cómo demonios vamos a lograr subir a un camión siendo tan pequeños? Es una locura. ¿Y si no hay camión? Nanigen se encuentra a unos veinte kilómetros de aquí. Somos cien veces más pequeños de lo normal. Pensadlo. Para nosotros, un kilómetro se convierte en mil. En otras palabras, tenemos que recorrer la misma distancia que recorrieron Lewis y Clark y hacerlo en menos de cuatro días para que no suframos microhemorragias. La cosa está jodida, chicos.

—¿Tu idea es retorcernos las manos y rendirnos? —replicó Karen.

Rick se volvió hacia ella, enfadado.

—Tenemos que ser prácticos.

—Tú no eres práctico, solo un quejica —le espetó Karen.

Peter intentó poner fin a la discusión y se interpuso entre los dos; era mejor convertirse en el objeto de sus iras que dejar que siguieran atizándose.

—Por favor —dijo, apoyando la mano en el hombro de Rick—. Las discusiones no nos sirven de nada. Será mejor que nos enfrentemos a los problemas a medida que vayan presentándose.

El grupo siguió caminando en silencio.

A pesar de que había amanecido, con apenas un par de centímetros de altura, les resultaba difícil ver bien desde el suelo.

Los helechos, que crecían exuberantes por todas partes, eran los más problemáticos puesto que les dificultaban la visión y proyectaban grandes sombras. Perdieron de vista el invernadero y no pudieron localizar puntos de referencia para orientarse. A pesar de todo, siguieron adelante. El sol se alzó en el cielo y lanzó sus rayos oblicuamente a través de la bóveda vegetal del bosque.

Con la luz del día, pudieron ver el terreno con mayor claridad. Bullía con pequeños organismos, gusanos nematodos, ácaros del suelo y muchas otras criaturas. Eso era lo que Jenny había notado que se movía bajo sus pies en la oscuridad. Los ácaros eran seres diminutos, parecidos a las arañas, de distintas especies y se arrastraban por el suelo o se ocultaban en los resquicios. Normalmente eran invisibles al ojo humano, pero no para ellos tras el cambio dimensional. Para unos microhumanos, los ácaros tenían un tamaño que iba desde el de un grano de arroz hasta el de una pelota de golf. Muchos de ellos eran de forma ovalada, con gruesos caparazones llenos de pelos pinchudos.

Eran arácnidos, y Karen, como buena aracnóloga, se detenía continuamente para observarlos. Sin embargo, no reconoció ninguno. Todos le resultaban desconocidos y había un sinfín de especies distintas. No cesaba de asombrarse ante la riqueza de la naturaleza. La biodiversidad se desplegaba ante ella hasta donde abarcaba la mirada. Los ácaros estaban por todas partes. Le recordaron a cangrejos en una orilla rocosa, pequeños e inofensivos, trajinando de un lado a otro, ocupados en sus discretos quehaceres. Cogió uno y se lo puso en la palma de la mano.

La criatura parecía tan delicada y perfecta… De repente, Karen se sentía de buen humor. Para su sorpresa, se dio cuenta de que era feliz en aquel mundo nuevo y extraño.

—No sé por qué —dijo—, pero tengo la sensación de haber pasado toda mi vida buscando un sitio como este. Es como si estuviera en casa.

—Pues yo no —masculló Danny.

El ácaro trepó por el brazo de Karen, explorándolo.

—Cuidado, podría morderte —la advirtió Jenny.

—Este pequeñín no —repuso Karen—. ¿Ves su boca? Está adaptada para sorber detritos, materia muerta. Se alimenta de porquerías.

—¿Cómo sabes que es macho?

Karen señaló el abdomen del ácaro.

—Por el pene.

—Un tío siempre será un tío, por pequeña que la tenga —comentó Jenny.

Karen se fue animando a medida que caminaban.

—Los ácaros son increíbles. Están extraordinariamente especializados. Muchos de ellos son parásitos y muy exigentes con respecto a sus anfitriones. Hay un tipo de ácaro que solo vive en los ojos de los murciélagos de la fruta. Y hay otro que solo habita en el ano de los perezosos.

—¡Por favor, Karen! —estalló Danny.

—Acéptalo, es la naturaleza. Más de la mitad de los habitantes del planeta tienen ácaros que viven en sus pestañas. También viven en muchos insectos. De hecho, hay ácaros que viven en otros ácaros.

Danny se detuvo y se quitó un ácaro del tobillo.

—Este pequeño monstruo me ha hecho un agujero en el calcetín.

—Debe de ser un devorador de detritos —dijo Jenny.

—No tiene gracia.

—¿Alguien quiere probar mi crema de látex natural para la piel? —preguntó Rick—. Es posible que ahuyente a los ácaros.

Sacó una botella de plástico del bolsillo y la fue pasando.

Todos se frotaron una pequeña cantidad de crema en la cara, las manos y las muñecas. Tenía un olor penetrante, pero funcionó porque repelió los ácaros.

Para Amar Singh, la realidad del micromundo fue como una agresión a sus sentidos. Tenía la impresión de que ser pequeño cambiaba incluso las sensaciones que notaba en la piel. Su primera sensación de aquel universo había sido la del viento en su rostro y sus manos, agitándole la ropa y el cabello. El aire le parecía más denso, casi espeso, y percibía cada soplo de brisa cuando fluía y se arremolinaba alrededor de su cuerpo. Agitó el brazo con la mano abierta y notó el aire corriendo entre sus dedos. Moverse en el aire del micromundo era un poco como nadar. Dado que sus cuerpos eran tan pequeños, la fricción del aire se volvía más acusada. Amar tropezó ligeramente cuando una racha de viento lo golpeó de lado.

—Deberíamos tener las piernas de un marinero —dijo a los demás—. Es como aprender a caminar de nuevo.

Sus compañeros tenían problemas parecidos, tropezaban, luchaban contra la resistencia del aire y a veces erraban el paso.

Cuando saltaban sobre algo, caían más lejos de lo previsto. Sus cuerpos era claramente más fuertes en el micromundo, pero todavía no habían aprendido a controlar su fuerza.

Tenían la sensación de caminar por la superficie de la Luna.

—No sabemos cuál es nuestra fuerza —dijo Jenny.

Tomó impulso, saltó hacia arriba y se agarró al borde de una hoja con ambas manos. Se quedó allí, colgando, durante un momento, después soltó una mano. Fácil. Se soltó del todo y cayó nuevamente al suelo.

Ahora le tocaba a Rick llevar la mochila. A pesar de que estaba llena de cosas, descubrió que podía saltar sin problemas y logró alcanzar una altura considerable sin demasiado esfuerzo.

—Nuestros cuerpos son más fuertes y ligeros en este mundo porque la gravedad es menor.

—Ser pequeño tiene sus ventajas —comentó Peter.

—Pues yo no las veo —dijo Danny.

Una sensación de miedo se apoderó de Amar. ¿Qué vivía entre esas hojas? Devoradores de carne. Había cantidad de seres con patas y caparazones articulados que tenían muchas maneras de matar a sus presas. Amar había crecido en una familia hindú muy devota. Sus padres —emigrantes indios que se habían instalado en Nueva Jersey— no comían carne. En una ocasión, había visto a su padre levantarse y abrir una ventana para espantar una mosca en lugar de matarla. Amar siempre había sido vegetariano y nunca se había sentido capaz de comer animales para ingerir proteínas. Creía que todos ellos sufrían, incluso los insectos; y en el laboratorio trabajaba con plantas, no con animales. En ese momento, en pleno bosque tropical, se preguntó si tendría que matar a un animal y comer su carne para sobrevivir o si alguno lo mataría a él.

—Solo somos proteínas —dijo en voz alta—. Solo eso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rick.

—Que somos un alimento con patas.

—Caramba, Amar, suena bastante siniestro.

—Solo estoy siendo realista.

—Como mínimo, todo esto resulta interesante —comentó Jenny.

Percibía el olor del micromundo. Un aroma complejo y terroso le llenaba la nariz, y no era malo. En realidad, resultaba bastante agradable. Se trataba de un olor a tierra mezclado con mil esencias desconocidas, algunas dulzonas, otras almizcleñas, que flotaban en el aire. Muchos de aquellos olores eran buenos, incluso deliciosos, igual que perfumes exquisitos.

—Lo que estamos oliendo —prosiguió Jenny, dirigiéndose al resto del grupo—, son feromonas, los indicadores químicos que las plantas y los insectos utilizan para comunicarse. Es su lenguaje invisible.

Sintió que se ponía de buen humor. En aquel lugar podía experimentar por primera vez el abanico completo de esencias del mundo natural. Semejante revelación la emocionó y la asustó al mismo tiempo.

Jenny cogió una muestra de suelo y se la llevó a la nariz.

Estaba llena de pequeños nematodos, ácaros y criaturas diminutas llamadas «osos de agua», y desprendía un ligero olor a antibiótico. Enseguida comprendió el motivo. La tierra estaba llena de bacterias, y muchas de ellas eran diversos tipos de Streptomyces.

—Podéis oler los Streptomyces —dijo en voz alta—. Son un tipo de bacterias que sirven para fabricar antibióticos. Los antibióticos modernos derivan de ellas.

El suelo también estaba surcado por finas hebras de hongos llamadas «hifas». Tiró de una de ellas. Era rígida, pero ligeramente elástica. Un centímetro cúbico de tierra podía albergar miles de aquellas hebras.

Algo pasó ante sus ojos, cayendo desde lo alto en el denso aire. Era una pequeña bolita, nudosa y del tamaño de un grano de pimienta.

—¿Qué demonios es esto? —dijo, deteniéndose para examinarla.

La bolita aterrizó a sus pies. Enseguida cayó otra cerca. La cogió, se la puso en la palma de la mano y la hizo rodar entre el índice y el pulgar. Era dura, igual que una pequeña nuez.

—¡Es polen! —exclamó, maravillada.

Alzó la vista. En lo alto vio un hibisco lleno de flores. Por alguna razón, el corazón le dio un vuelco al verlo y se sintió profundamente agradecida de ser tan pequeña.

—Yo diría que todo esto es maravilloso —dijo, dándose la vuelta lentamente y contemplando las nubes de flores en lo alto, mientras el polen seguía cayendo—. Nunca imaginé algo parecido.

—Jenny, debemos seguir.

Peter se había detenido para esperarla mientras los demás avanzaban.

Erika Molí, la entomóloga, no estaba en absoluto contenta.

La invadía una creciente sensación de temor. Sabía lo suficiente sobre insectos para tenerles mucho miedo en aquella situación. «Disponen de coraza, y nosotros no —pensó—. Su cuerpo es un exoesqueleto de quitina, una especie de coraza bioplástica, ligera y sumamente resistente». Se pasó la mano por el brazo, notando la delicadeza de su piel y el vello. «Somos blandos —se dijo—, y somos comestibles».

No dijo nada a los demás, pero bajo su calma aparente el terror no la dejaba respirar. No quería que el miedo la delatara o perder el control por un ataque de pánico. Frunció los labios, apretó los puños, intentando dominar su miedo, y siguió caminando.

Peter dio orden de detenerse y todos se sentaron a descansar un rato, encima de las hojas. Peter deseaba sonsacar información a Kinsky. El técnico sabía mucho acerca del generador del campo tensor, puesto que era el encargado de manejarlo. Si de alguna manera lograban regresar a Nanigen y entrar en la sala del generador, ¿quién lo haría funcionar? ¿Cómo lo conseguirían, siendo tan pequeños?

—¿Necesitaríamos ayuda de alguien de tamaño normal para hacer funcionar la máquina? —preguntó a Kinsky.

El hombre pareció dudar.

—No estoy seguro —dijo mientras pinchaba el suelo con una lanza hecha con briznas de hierba—. Oí decir que el tipo que la diseñó dispuso un mando muy pequeño de emergencia para que pudiera hacerla funcionar un microhumano. Supongo que ese mando estará en algún lugar de la sala de control. Lo he buscado pero no he dado con él. Tampoco he visto nada en los planos. De todas maneras, si conseguimos encontrarlo, lo haré funcionar.

—Necesitaremos su ayuda.

Kinsky levantó la lanza y observó el ácaro que trepaba por ella, agitando sus patas delanteras.

—Lo único que quiero es volver junto a mi familia —dijo en voz baja, agitando la lanza y haciendo caer al ácaro.

—A su jefe, su familia no puede importarle menos —intervino Rick, dirigiéndose a Kinsky.

—Rick no tiene familia —le susurró Danny a Jenny—. Ni siquiera tiene una chica…

Rick se lanzó contra él, y Danny escapó gritando.

—¡No vas a acabar con tus problemas recurriendo a la violencia!

—¡Contigo sí que acabaría!

Peter le dio un apretón en el hombro para refrenarlo. Luego se volvió de nuevo hacia Kinsky.

—¿Hay alguna otra posibilidad para llegar a Nanigen, además del camión, en caso de que no venga? —le preguntó.

El técnico inclinó la cabeza con aire pensativo.

—Bueno, podríamos intentar llegar a la base del Tántalo.

—¿Qué es eso?

—Se trata de una instalación de bioprospección situada cerca del cráter del Tántalo, la montaña que domina el valle. —Kinsky señaló hacia el risco, que solo era una masa verde apenas visible entre la vegetación—. La base está en algún lugar de allá arriba.

—Drake mencionó ese cráter durante la visita —comentó Jenny.

—Lo recuerdo —dijo Karen.

—¿Esa base está en funcionamiento? —preguntó Peter.

—No lo creo —contestó Kinsky—. Murió gente allí. Hay depredadores.

—¿Qué clase de depredadores? —quiso saber Karen.

—Avispas, tengo entendido. Sin embargo, en la base del Tántalo había microaviones —añadió Kinsky.

—¿Microaviones?

—Sí, aeroplanos de nuestro tamaño.

—¿Y con ellos podríamos volar hasta Nanigen?

—Desconozco qué autonomía tienen esos aparatos —repuso el técnico—, y tampoco sé si habrán dejado alguno allí.

—¿A qué altura por encima de nosotros está esa base?

—A unos seiscientos metros por encima del valle de Manoa.

—¡Seiscientos metros! —exclamó Rick—. ¡Eso es imposible con nuestro tamaño!

Kinsky se encogió de hombros y los demás guardaron silencio. Peter decidió tomar el mando nuevamente.

—Está bien. Esto es lo que vamos a hacer. Primero, trataremos de encontrar una estación de aprovisionamiento para coger todo lo que podamos necesitar. Luego, intentaremos llegar al aparcamiento del invernadero y, una vez allí, esperaremos a que venga el camión. Tenemos que regresar a Nanigen lo antes posible.

—Está claro que vamos a morir —dijo Danny con voz temblorosa.

—No podemos quedarnos sentados sin hacer nada, Danny —respondió Peter en tono sereno.

Tenía la impresión de que Danny podía perder el control y dejarse llevar por el pánico al menor contratiempo, y eso sería peligroso para el resto del grupo.

Aunque algunos protestaron, los demás estuvieron de acuerdo con su plan. Nadie parecía tener una idea mejor. Se turnaron para beber de una gota de rocío que colgaba de una hoja y se pusieron en marcha, buscando un sendero, una tienda o algún rastro de presencia humana. Las plantas pequeñas que crecían cerca del suelo se arqueaban por encima de ellos, a veces formando túneles. Se abrieron paso por ellos y rodearon los troncos de los árboles grandes, pero no encontraron rastro de ninguna estación de aprovisionamiento.

—Vamos a desangrarnos hasta morir si no hallamos la forma de salir de aquí a toda prisa y si no encontramos una de esas malditas estaciones —dijo Rick, mientras caminaban—. Además, hay un psicópata gigantesco que nos busca para matarnos; y para rematar, me ha salido una ampolla en el pie. ¿Hay algo más por lo que deba preocuparme? —preguntó en tono sarcástico.

—Sí, por las hormigas —le dijo Kinsky tranquilamente.

—¿Hormigas? —exclamó Danny, aterrorizado—. ¿Qué pasa con las hormigas?

—Por lo que he oído, son un problema —repuso Kinsky.

Rick se detuvo ante una gran fruta amarilla tirada en el suelo y miró a su alrededor.

—Sí, eso es un árbol del paraíso, un Melia azedarach. El fruto es muy venenoso, en particular para los insectos y sus larvas. Contiene más de veinticinco volátiles distintos, que básicamente están compuestos de tetranortriterpeno. El fruto es absolutamente letal para los insectos y podría ser un ingrediente para mi curare. —Se quitó la mochila y guardó el fruto dentro. Era grande y llenaba toda la mochila; sobresalía de ella como un melón gigante.

—Va a gotear veneno —advirtió Karen, mirándolo fijamente.

—No —repuso Rick—. Tiene una piel muy gruesa.

Karen lo miró, poco convencida.

—Allá tú. Es tu vida.

El grupo siguió adelante.

Danny se quedaba siempre atrás. El rostro se le había puesto colorado y se enjugaba constantemente la frente con la mano.

Al final, se quitó la chaqueta de tweed y la tiró al suelo. Tenía los mocasines de borlas llenos de barro. Se sentó en una hoja y empezó a rascarse bajo la camisa hasta que extrajo una bola de polen y la sostuvo con dos dedos.

—¿Sabe alguien que soy alérgico a muchas cosas? Si una de estas cosas se me metiera en la nariz, podría sufrir una reacción anafiláctica.

Karen rió burlonamente.

—No eres tan alérgico como dices. De lo contrario, ya habrías muerto.

Danny arrojó el polen de un papirotazo y el grano salió despedido por el aire.

Amar estaba asombrado por la profusión de vida que existía en el micromundo. Hasta el rincón más pequeño estaba lleno de criaturas diminutas.

—¡Dios mío, cómo me gustaría tener una cámara para poder documentar todo esto!

Eran jóvenes científicos, y aquel universo les estaba revelando una maravilla de vida totalmente desconocida. Intuían que estaban contemplando criaturas que nadie había visto antes y que carecían de nombre.

—Cualquiera de nosotros podría desarrollar una tesis doctoral con un puñado de este suelo —continuó Amar, y se dijo que quizá lo haría, suponiendo que lograra salir con vida.

Por el suelo se arrastraban unas pequeñas criaturas de seis patas y con el cuerpo en forma de torpedo articulado. Eran realmente muy pequeñas y estaban por todas partes. Algunas sorbían los hilos fungosos como si fueran espaguetis y cada vez que algún miembro del grupo pasaba junto a una de ellas, esta se asustaba y saltaba por el aire haciendo un ruido seco.

Erika se detuvo para examinarlas. Cogió una y la sujetó entre el índice y el pulgar mientras el bicho se debatía y agitaba la cola haciendo ruido.

—¿Qué son estas cosas? —preguntó Rick, quitándose una del pelo.

—Las llaman colémbolos —contestó Erika—. En nuestro mundo normal, son diminutos, no mayores que el punto de una «i» en un texto. Tienen una especie de resorte en el abdomen que les permite saltar largas distancias para escapar de los depredadores. —Tocó el colémbolo que sujetaba y la criatura saltó por el aire, perdiéndose de vista tras los helechos.

Siguieron caminando, haciendo saltar los colémbolos cuando pasaban cerca de ellos. Peter, que encabezaba la marcha, se dio cuenta de que sudaba a chorros y comprendió que se estaban deshidratando rápidamente.

—Tenemos que asegurarnos de beber agua suficiente —dijo a los demás—. De lo contrario, nos deshidrataremos muy deprisa.

Encontraron un tocón de musgo sobre el que había unas gotas de rocío y se reunieron alrededor. Para beber tenían que coger con ambas manos las gotas de agua, que tenían un tacto pegajoso, y agitarlas para romper la tensión superficial; de lo contrario, les ocurriría como a Peter cuando se llevó agua a la boca y esta se convirtió en una masa gelatinosa en sus manos.

Llegaron ante un enorme tronco de árbol que se alzaba hacia lo alto desde un amasijo de raíces. Apenas habían empezado a rodearlas cuando percibieron un olor penetrante y oyeron un golpeteo rítmico, como la lluvia al caer. Peter, que encabezaba la marcha, trepó a una de las raíces y desde lo alto vio dos muretes que serpenteaban por el suelo y se perdían de vista. Parecían hechos de tierra aglomerada mezclada con alguna sustancia seca.

Entre ellos corrían dos filas de hormigas, en ambas direcciones. Los muretes servían de elemento protector para aquella autopista de hormigas. En un punto concreto, los muretes se convertían en un túnel.

Peter se agachó e hizo un gesto a los demás para que se detuvieran. El grupo se arrastró silenciosamente por la raíz hasta situarse junto a él para contemplar las hormigas. ¿Serían peligrosas? Tenían la longitud de un antebrazo.

«No son tan grandes», se dijo Peter, hasta cierto punto aliviado porque había esperado que fueran mucho mayores.

En cualquier caso, había muchísimas y corrían a cientos a lo largo del camino y se metían por el pequeño túnel que habían construido.

Sus cuerpos eran de un color pardo rojizo y estaban salpicados de cerdas, pero tenían la cabeza negra y brillante como el carbón. El olor de las hormigas flotaba sobre el camino igual que el humo de los automóviles en una autopista. Era áspero y picaba en la nariz, pero al mismo tiempo estaba delicadamente perfumado.

—Ese olor penetrante es ácido fórmico —explicó Erika, arrodillada en la raíz, mientras contemplaba las hormigas con atención—. Es una defensa.

—En cambio —intervino Jenny—, el perfume que apreciáis es de las feromonas. Seguramente se trata del olor de la colonia. Las hormigas lo utilizan para identificar a los miembros de su misma colonia.

—Lo que estáis viendo son todo hembras —prosiguió Erika—, hijas de una misma reina.

Algunas de ellas llevaban entre sus mandíbulas insectos pequeños o trozos de insectos desmembrados. Las que cargaban con alimentos se movían en la misma dirección, hacia la izquierda.

—La entrada del nido está por allí, hacia donde llevan la comida —añadió Erika.

—¿Sabes qué especie es? —le preguntó Peter.

Erika buscó el nombre en su memoria.

—Bueno, Hawai no tiene hormigas autóctonas. Todas las que hay en la isla son especies invasoras que han llegado de fuera, con el ser humano. Yo diría que estas son Pheidole megacephala.

—Lo siento, pero solo soy un etnobotánico ignorante. ¿Cuál su nombre común?

—Las llaman hormigas cabezudas. Son las que más abundan en Hawai. Originariamente, provienen de las islas Mauricio, en el océano índico, pero ahora se encuentran en todo el mundo. Las cabezudas han hecho mucho daño al ecosistema de las islas porque atacan y matan a los insectos nativos. A algunos casi los han exterminado. También matan a las crías de pájaro en los nidos.

—Eso no me gusta —dijo Karen, pensando en que un polluelo sería sin duda mucho más grande que un microhumano como ellos.

—Pues no me parece que tengan la cabeza tan grande —comentó Danny.

—Es que las que estás viendo son las obreras —le explicó Erika—, que son las pequeñas. Las grandes son realmente cabezudas.

—¿Las grandes, dices? —preguntó Danny, nervioso—. ¿Cuáles son las grandes?

—Las grandes son las soldado. Las hormigas cabezudas se dividen en dos castas, las grandes y las pequeñas. Las pequeñas son las obreras y hay muchas; las grandes son las soldado, y hay menos.

—¿Y qué aspecto tienen las soldado?

—Pues tienen la cabeza muy grande —dijo Erika, quitándole importancia.

Había muchísimas hormigas y todas ellas desplegaban una energía sorprendente. Una sola no representaba ningún peligro, pero a millares y hambrientas… A pesar de la amenaza, los jóvenes científicos no podían dejar de contemplar aquel espectáculo con fascinación. Dos hormigas se detuvieron y entrechocaron sus antenas. Una de ellas movió entonces el abdomen haciendo un ruido entrecortado, y la otra regurgitó una gota de alimento en la boca de su compañera.

Erika explicó lo que estaba sucediendo.

—Una le ha pedido comida a la otra. Ha hecho ruido y ha movido el abdomen para indicar que estaba hambrienta. Para una hormiga sería el equivalente del quejido de un perro.

—Confieso que no veo ningún placer en contemplar cómo una hormiga vomita en la boca de otra. ¿Por qué no nos vamos, por favor? —interrumpió Danny.

El camino de la colonia no era muy ancho, y podrían haber pasado fácilmente por encima, pero decidieron evitarlo para no correr riesgos.

—No queremos que una hormiga pegue un mordisco a alguien en el tobillo —dijo Peter.

Kinsky se había detenido y contemplaba las ramas del gran árbol que se levantaba sobre sus cabezas.

—Conozco este árbol —dijo—. Es una albizia gigante. Hay una estación de aprovisionamiento al otro lado. Estoy seguro. —Trepó a una raíz y recorrió un trecho antes de saltar de ella—. Sí, creo que nos estamos acercando.

Kinsky adelantó a Peter y se dirigió hacia la izquierda; rodeó el árbol abriéndose paso a través de las hojas muertas de los helechos y apartando los obstáculos con su lanza.

Peter se rezagó y optó por cerrar la marcha. No le había gustado el aspecto de aquellas hormigas y prefería no quitarles el ojo mientras seguían avanzando. Rick era el último de la fila y caminaba lentamente, apoyándose en su lanza, porque cargaba con la mochila donde llevaba el fruto del árbol del paraíso.

—Oye, Rick, ¿me dejas tu lanza mientras cierro la marcha? —le pidió Peter.

Rick asintió, se la entregó y siguió caminando.

Entretanto, Kinsky había apartado una hoja y decía en voz alta:

—Si logramos volver a Nanigen, tendremos que localizar el panel oculto para poder hacer funcionar el generador aunque el señor Drake no quiera, porque… —Se detuvo en seco.

A lo lejos, más allá de las raíces del árbol, se divisaba la punta de una tienda.

—¡La estación! ¡La estación! —gritó Kinsky, echando a correr hacia la tienda.

No vio la entrada del hormiguero.

Era un túnel artificial hecho de granos de tierra pegada que salía de la base de una palmera. Kisnky pasó corriendo justo por delante. Ante la entrada había una decena de hormigas cabezudas soldado. Eran tres veces más grandes que las obreras.

Tenían el cuerpo de color rojo y cubierto de cerdas erizadas, su cabeza era de un color negro brillante, enorme, y estaban dotadas de grandes mandíbulas diseñadas para la lucha. Sus ojos parecían esferas negras de azabache.

Vieron que Kinsky corría hacia la tienda.

Las soldado cargaron contra él en el acto. El técnico de Nanigen vio aquellas hormigas gigantes yendo hacia él y cambió de dirección, pero las soldado se habían desplegado y convergían hacia él desde distintos ángulos, cortándole toda vía de escape. Kinsky detuvo su carrera y blandió en alto su lanza al verse rodeado.

—¡No! —gritó, asestando una lanzada a la hormiga más próxima, pero el insecto agarró la lanza entre sus mandíbulas y la partió.

Varias cabezudas se lanzaron contra Kinsky e intentaron derribarlo mientras otra cerraba sus pinzas bucales alrededor de su muñeca. El técnico gritó e intentó liberarse, pero la hormiga lo tenía aferrado y tiraba hacia abajo. Con un movimiento brusco, le arrancó la mano y salió corriendo con ella entre las mandíbulas. Kinsky soltó un alarido y cayó de rodillas, cogiéndose el muñón. El brazo amputado sangraba profusamente. Una cabezuda le trepó por la espalda y le atenazó el cráneo con las pinzas, como si quisiera arrancarle el cuero cabelludo.

El técnico se derrumbó, retorciéndose. En un abrir y cerrar de ojos, las cabezudas lo agarraron por las extremidades y empezaron a tirar en todas direcciones, en un intento de descuartizarlo miembro a miembro. Una soldado le clavó las pinzas en el cuello, y los gritos de Kinsky quedaron reducidos a un gorgoteo mientras la sangre brotaba a borbotones de la herida y rociaba la cabeza del insecto. Varias obreras acudieron a completar el ataque, y el técnico desapareció rápidamente bajo un montón de hormigas frenéticas.

Peter se había lanzado hacia delante, lanza en mano, para intentar desviar la atención de las cabezudas, pero era demasiado tarde. Se detuvo y contempló horrorizado la masa de insectos mientras sostenía la lanza. Pensó que podría dar un poco de tiempo a los demás para que escaparan y avanzó hacia las hormigas. Entonces vio que Karen estaba junto a él, navaja en mano.

—Márchate de aquí —le dijo.

—No —respondió ella, agachándose y blandiendo el arma ante las hormigas.

Entretanto, más hormigas soldado habían salido del nido, buscando posibles enemigos. Una de ellas corrió hacia Karen y Peter con las mandíbulas abiertas. Peter le arrojó la lanza, pero el insecto la esquivó y fue a por él, moviéndose con gran rapidez.

—¡Déjame, Peter! —gritó Karen, retrocediendo.

Entonces, saltó en el aire, llegando mucho más alto de lo que cualquier ser humano sería capaz y aterrizó, igual que un gato, lejos de las hormigas. Al mismo tiempo, sacó del estuche que llevaba en el cinturón el espray de productos químicos defensivos que traía consigo con la intención de mostrárselo a Drake. Benzoquinonas. Estaba segura de que a las hormigas no les gustaban las benzos. Roció con ellas a la primera que se acercó. La cabezuda se detuvo en seco, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

—¡Sí! —gritó triunfalmente Karen.

El espray había funcionado. Las había hecho huir como conejos. Por el rabillo del ojo vio que el resto del grupo se alejaba corriendo de la entrada del nido. Bien, les había hecho ganar tiempo. Siguió rociando y el producto las mantuvo a raya y detuvo sus ataques; pero el envase solo contenía una pequeña cantidad, y cada vez surgían más hormigas soldado de la colonia. El nido estaba en estado de alarma. Una cabezuda le saltó sobre el pecho, desgarrándole la camisa e intentando morderla en el cuello.

Karen soltó un grito de kárate; con una mano agarró al insecto en el aire y con la otra le clavó la navaja en la cabeza. La hoja atravesó el caparazón de quitina, y de la herida empezó a brotar hemolinfa, la sangre del insecto. Karen arrojó a la cabezuda al suelo y esta se retorció entre convulsiones, con el cerebro destrozado. Sin embargo, las hormigas no solo no tenían miedo ni instinto de autopreservación, sino que parecía haber un número infinito de ellas. Cuando empezaron a rodearla, Karen dio un salto hacia atrás, volando por los aires igual que una acróbata circense.

Cayó de pie y echó a correr.

Por delante de ella vio a sus compañeros corriendo, saltando por encima de las hojas caídas y de los tallos de helecho, sorteando obstáculos, brincando como si fueran gacelas.

«¿Cómo es que puedo correr tan deprisa? —se preguntó Karen—. No he corrido así en mi vida». Era evidente que en el micromundo sus cuerpos eran más fuertes y veloces. La invadió una embriagadora sensación de poderío sobrehumano.

Saltaba obstáculos como una atleta olímpica. Se dio cuenta de que en aquel micromundo estaba corriendo a una velocidad que en el mundo normal equivalía a unos sesenta kilómetros por hora.

«Has matado a una hormiga con una navaja y con tus manos desnudas», se dijo, asombrada.

No tardaron en perder de vista a las hormigas. A lo lejos se alzaba la tienda de aprovisionamiento.

Las obreras siguieron despedazando el cuerpo de Kinsky.

Le arrancaron los brazos y las piernas y le cortaron el torso en varios pedazos, partiéndole la columna y las costillas entre crujidos ruidosos y desparramando sus visceras. Las hormigas bebieron su sangre entre sonoros sorbos y, a continuación, empezaron a llevarse los pedazos al nido, dejando un montón de restos de ropa ensangrentada e intestinos.

Karen dejó de correr un momento para mirar atrás y vio a las cabezudas arrastrando la cabeza de Kinsky hacia el agujero.

Los ojos sin vida del técnico la miraron fijamente antes de desaparecer. En ellos parecía haber una mirada de sorpresa.