Jardín botánico de Waipaka
28 de octubre, 23 h
Los estudiantes se zarandeaban dentro de la bolsa de papel. El menor movimiento de Alyson se amplificaba y llegaba acompañado del áspero ruido que hacían al rozar, adelante y atrás, contra el papel. Peter nunca había imaginado que una simple bolsa de papel marrón pudiera rascar tanto. Contra su piel era casi como papel de lija. Vio que los demás se las habían arreglado para sentarse con la cabeza entre las piernas, de manera que no se arañaban la cara con el balanceo. Habían ido en coche a alguna parte y el trayecto había sido largo, pero ¿dónde estaban y qué iban a hacerles? Les costaba pensar, puesto que no dejaban de caer y rodar de un lado a otro y eran incapaces de trazar un plan porque hablaban todos a la vez. El técnico de Nanigen, Jarel Kinsky, no dejaba de repetir que debía haber habido algún error.
—Si pudiera hablar con el señor Drake —insistía.
—Déjelo ya —le espetó Karen.
—Es que no puedo creer que el señor Drake quisiera… matarnos.
—¿De verdad? —contestó Karen.
Kinsky no dijo nada más.
El problema principal era que no sabían qué estaban tramando Drake y Alyson. ¿Dónde estarían? Los habían llevado en coche, pero ¿en qué lugar se habían detenido? No tenía sentido. En determinado momento, y aunque no habían podido seguir su conversación, les había parecido que Drake y la directora financiera llegaban a una especie de acuerdo. Luego Alyson se había llevado la bolsa fuera, a la oscuridad.
—¿Qué es esto? —preguntó Karen alarmada, mientras los llevaban—. ¿Qué está pasando?
Oyeron una especie de tronido. Un estornudo de Bender.
—Tengo la impresión de que pretende salvarnos —dijo Peter.
—Drake nunca lo permitirá —repuso Karen.
—Lo sé.
—Creo que lo mejor será que tomemos las riendas de la situación —propuso Karen, sacando su navaja y abriéndola.
—¡Eh, un momento! —protestó Danny—. Esta es una decisión que debemos tomar todos juntos.
—Quien tiene el cuchillo soy yo.
—No seas infantil —replicó Minot.
—Y tú no seas cobarde. O hacemos algo nosotros o lo harán ellos y nos matarán. —No esperó a que Danny contestara y se volvió hacia Peter—. ¿A qué altura del suelo calculas que podemos estar?
—No lo sé. Puede que a metro y medio.
—Eso son ciento cincuenta centímetros, como poco —dijo Erika—. ¿Cuánto calculáis que pesamos?
Peter se echó a reír.
—No demasiado.
—¡Os estáis riendo! —se asombró Danny—. ¡Estáis locos! Comparado con nuestro tamaño normal, una caída de ciento cincuenta centímetros sería equivalente a…
—Caer desde ciento treinta metros de altura —convino Erika—. Digamos que la altura de una planta 45. Y no, no sería exactamente lo mismo.
—Por supuesto que sí —sentenció Danny.
—¿No os parece estupendo cuando los tipos que estudian ciencias no tienen ni idea de ciencia? —se burló Erika.
Peter lo explicó.
—Es una cuestión de resistencia al aire.
—¡No, eso no tiene nada que ver! —exclamó Danny, apretando los dientes, visiblemente ofendido por los comentarios—. En un campo gravitatorio, los objetos caen a la misma velocidad, independientemente de su masa. Un penique y un piano chocan contra el suelo al mismo tiempo.
—Este tío no tiene remedio —dijo Karen—. Debemos tomar una decisión ahora.
La bolsa había dejado de zarandearse. Alyson se disponía a hacer algo.
—No creo que la altura de la caída importe demasiado —dijo Peter, que estaba pensando en los principios físicos aplicables a su reducido tamaño.
Todo era cuestión de gravedad. Y de inercia.
—Lo importante —dijo Peter—, es la ecuación de Newton para…
—Ya basta —lo interrumpió Karen—. Yo digo que saltemos.
—Sí, saltemos —convino Jenny.
—Saltemos —dijo Amar.
—¡Por Dios! —protestó Danny—. ¡Si ni siquiera sabemos dónde estamos!
—Saltemos —propuso Erika.
—Es nuestra única oportunidad —reconoció Rick—. Será mejor que saltemos.
—Está bien, saltemos —declaró Peter.
—De acuerdo —decidió Karen—. Voy a correr a lo largo de esta costura y a cortar mientras lo hago. Intentad manteneros juntos. Imaginad que sois paracaidistas. Extended los brazos y las piernas, como si fuerais una cometa humana. ¡Allá vamos!
—¡Un momento, yo…! —protestó Danny.
—¡Demasiado tarde! —gritó Karen—. ¡Buena suerte!
Peter notó que Karen pasaba junto a él, navaja en mano.
Un segundo después, la bolsa de papel se abrió y Peter cayó a la oscuridad.
El aire era sorprendentemente fresco y húmedo. Y una vez fuera de la bolsa, la noche resultaba luminosa. Podía ver los árboles a su alrededor y el suelo bajo él mientras caía. Y lo hacía extrañamente deprisa. Por un momento, se le ocurrió pensar si no habrían cometido todos un error por culpa de la antipatía que sentían hacia Danny.
Por supuesto, todos ellos sabían que la resistencia del aire siempre era un factor a tener en cuenta en la velocidad a la que caían los objetos. En la vida cotidiana, nadie pensaba en ello porque la mayoría de las cosas ofrecían una resistencia similar.
Una pesa de cinco kilos caía tan deprisa como una de diez, y lo mismo valía para un ser humano o un elefante. Ambos caerían a igual velocidad.
Sin embargo, en esos momentos ellos eran tan pequeños que la resistencia del aire sí influía, y habían calculado que su efecto contrarrestaría su peso. En otras palabras, que no caerían a la misma velocidad que si tuvieran su tamaño normal.
En eso confiaban, al menos.
Mientras el viento silbaba en sus oídos y las lágrimas le enturbiaban la visión, Peter apretó los dientes y se enjugó los ojos para intentar ver hacia dónde caía. Miró a su alrededor y no pudo distinguir a ninguno de sus compañeros, aunque sí oyó un leve gemido en la oscuridad. Volvió a mirar hacia el suelo y vio que se acercaba a una planta de hojas muy anchas, parecidas a las orejas de un elefante. Extendió todo lo que pudo los brazos y las piernas y cambió de posición en un intento de caer en el centro de la hoja.
Acertó de lleno. Chocó contra la enorme hoja —fría, húmeda y resbaladiza— y notó que esta cedía bajo su peso antes de rebotar hacia arriba y lanzarlo por el aire igual que una tabla de trampolín. Gritó por la sorpresa y cuando aterrizó de nuevo lo hizo cerca del borde. Resbaló, se deslizó sin poder agarrarse y cayó al vacío.
Golpeó otra hoja en la oscuridad, sin ver dónde, y volvió a resbalar. Trató de aferrarse a la superficie verde, intentando detener su inevitable caída, pero no lo consiguió. Cayó encima de otra hoja y por fin aterrizó de espaldas sobre un montón de musgo húmedo. Permaneció allí, tendido, sin aliento y asustado, contemplando la bóveda de hojas, en lo alto, que oscurecían el cielo nocturno.
—¿Vas a quedarte ahí tumbado?
Alzó la mirada y vio a Karen King observándolo.
—¿Estás herido? —preguntó ella.
—No —repuso Peter.
—Entonces, levántate.
Se puso en pie por sí solo y tomó nota de que ella no lo había ayudado a levantarse. Se hallaba rodeado de un musgo húmedo que le empapaba las zapatillas deportivas. Notó los pies mojados y fríos.
—Ponte aquí —le dijo Karen, que le hablaba como si él fuera un niño.
Se situó junto a ella en una zona de terreno seco.
—¿Dónde están los demás?
—Por aquí cerca. No creo que tarden en aparecer.
Peter asintió mientras contemplaba el suelo del bosque tropical. Desde la nueva perspectiva que le daban sus apenas dos centímetros de altura, los tocones cubiertos de musgo se alzaban como rascacielos, y las ramas caídas —ramitas en realidad— formaban retorcidos arcos de diez metros de altura. Incluso las hojas muertas eran más grandes que él y, cada vez que daba un paso, se movían inestablemente bajo sus pies. Era como intentar caminar por una chatarrería de material orgánico. Además, todo estaba húmedo y resbaladizo. Podían hallarse en cualquier lugar de Oahu, en cualquier lugar de la isla donde hubiera un bosque tropical.
Karen se encaramó a una rama grande y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio y se sentó con las piernas colgando. Acto seguido, se llevó los dedos a la boca y soltó un penetrante silbido.
—Esto deberían oírlo —dijo y silbó de nuevo.
Justo en ese momento, algo grande y oscuro se movió en el sotobosque. Al principio no vieron qué era, pero la luz de la luna no tardó en revelar un gigantesco escarabajo, negro como la tinta, que avanzaba con paso firme. Sus ojos facetados brillaban ligeramente en la penumbra. Estaba cubierto de una armadura reluciente y sus patas estaban erizadas de púas.
Karen alzó prudentemente las piernas cuando el insecto pasó bajo la rama donde ella se encontraba.
En ese instante, Erika apareció, abriéndose paso entre los tallos de unas plantas. Su especialidad eran los escarabajos y, aunque no podía verlo con detalle, estudió aquel ejemplar con sumo interés.
—Bien, seguramente es un Metromenus. Se arrastra por el suelo y no vuela. Os aconsejo que lo dejéis en paz. Es carnívoro, tiene unas mandíbulas bastante desagradables y también un rociador químico.
Ninguno de ellos deseaba que lo empaparan con algún producto químico ni convertirse en la cena de aquel insecto, de modo que guardaron silencio y se quedaron muy quietos mientras el escarabajo continuaba con su expedición de caza.
De repente, este cargó a toda velocidad hacia delante y apresó algo pequeño que se retorció y agitó entre sus mandíbulas. La oscuridad les impedía ver lo que había capturado, pero oyeron claramente los crujidos que hizo al devorarlo. Les llegó una vaharada de algo hediondo y penetrante.
—Lo que estamos oliendo son los fluidos defensivos del escarabajo —comentó Erika—. Se trata de ácido acético, es decir, vinagre. Creo que lo más penetrante son benzoquinonas. El escarabajo las almacena en unas cavidades del abdomen, aunque también circulan por su fluido sanguíneo.
Observaron cómo el insecto desaparecía en la oscuridad, arrastrando los restos de su presa.
—Como diseño evolutivo es realmente superior —dijo Erika—. Mejor que el nuestro, al menos para este entorno.
—Sí —convino Peter—. Coraza, mandíbulas, armas químicas y un montón de patas.
—Sí, muchas más patas.
—La mayoría de los animales que caminan tienen como mínimo seis patas —explicó Erika, que sabía bien que aquellas extremidades adicionales facilitaban enormemente moverse por terrenos accidentados. Todos los insectos tenían seis patas, y había casi un millón de especies clasificadas de insectos. Muchos científicos calculaban que todavía quedaban unos treinta millones por clasificar y que eso los convertía en la forma de vida más variada sobre la tierra, por encima de los microorganismos como los virus y las bacterias—. Sí, los insectos han tenido un gran éxito colonizando las zonas terrestres del planeta.
—Creemos que tienen un aspecto primitivo —convino Peter—. Creemos que menos patas es signo de inteligencia. Como nosotros caminamos sobre dos patas, tendemos a pensar que somos más listos y mejores que los que caminan sobre cuatro o seis.
Karen señaló el sotobosque.
—Hasta que nos topamos con esto. Entonces queremos más piernas.
Oyeron un ruido, y una forma oronda asomó entre las hojas muertas. Parecía un topo y se frotaba el hocico con ambas manos.
—Esto es una mierda —dijo, escupiendo tierra. Todavía llevaba puesta su chaqueta de tweed.
—¡Danny!
—Nunca he estado conforme con medir menos de dos centímetros. De acuerdo, el tamaño importa. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Para empezar, podrías dejar de lloriquear —le dijo Karen—. Debemos idear un plan y hacer inventario.
—¿Inventario? ¿De qué?
—De nuestras armas.
—¿Armas? ¿Se puede saber qué te pasa? ¡No tenemos armas! —dijo Danny, subiendo la voz—. ¡No tenemos nada!
—Eso no es verdad —repuso Karen con calma—. Yo tengo una mochila. —Saltó de la rama y la levantó del suelo—. La cogí justo antes de que Drake nos redujera.
—¿Rick lo ha conseguido? —oyeron que preguntaba la voz de Jenny.
—Puedes estar segura —dijo alguien desde la oscuridad—. Nada de esto me afecta, ni siquiera la jungla por la noche. Cuando estuve haciendo trabajo de campo en Costa Rica…
—Ese solo puede ser Rick —aseguró Peter—. ¿Hay alguien más?
Se oyó un golpe seco en lo alto, y cayeron unas gotas de rocío cuando Jenny se deslizó por la hoja y aterrizó entre ellos.
—Te lo has tomado con calma —dijo Karen.
—Me quedé enganchada en una rama y tuve que liberarme. —Jenny se sentó en el suelo y se levantó de un salto—. ¡Vaya! Está todo empapado.
—Es un bosque tropical —convino Rick, saliendo de entre el follaje. Tenía los vaqueros totalmente mojados—. ¿Todo el mundo se encuentra bien? —Sonrió maliciosamente—. ¿Qué tal, Danny?
—Déjame en paz. —Seguía frotándose la nariz.
—Vamos, hombre, respira el espíritu de esta aventura. —Señaló la luna que asomaba entre las copas de los árboles—. Estamos hablando de estudios de ciencias. ¿Acaso no es este un momento conradiano perfecto? El enfrentamiento existencial entre el hombre y la naturaleza salvaje, el verdadero corazón de las tinieblas, al margen de las falsas creencias y los artificios literarios…
—Que alguien le diga que se calle.
—Rick, déjalo en paz —intervino Peter.
—No, no tan deprisa —objetó Rick—. Esto es importante. ¿Qué tiene la naturaleza que resulta tan terrorífico para la mente moderna? ¿Por qué resulta tan intolerable? Pues porque la naturaleza se nos muestra como fundamentalmente indiferente. Es implacable y fría. No le importa si vivimos o morimos, si triunfamos o fracasamos, si sentimos placer o dolor, Y eso, para nosotros, es insoportable. ¿Cómo podemos vivir en un mundo al que no le importamos nada? Así pues, redefinimos la naturaleza. La llamamos «madre naturaleza» cuando no tenemos ningún parentesco con ella. Asignamos dioses a los árboles, al aire y a los mares y les concedemos un lugar preferente en nuestros hogares para que nos protejan. Necesitamos esos dioses humanos para muchas cosas, para que nos den suerte, salud o libertad; pero sobre todo, por encima de todas las cosas, necesitamos a esos dioses para que nos protejan de la soledad. ¿Y por qué es tan insoportable la soledad? ¿Por qué no soportamos estar solos? Pues porque los seres humanos son como niños. Por eso.
»Todo eso son disfraces que hemos creado para la naturaleza. Ya sabéis cómo le gusta a Danny recordarnos que la historia de la ciencia favorece al poder. El poder dice algo y todo el mundo lo acepta como verdad, porque el poder manda. —Suspiró—. Pero ¿quién tiene el poder ahora, Danny? ¿No lo notas, no lo percibes? Respira hondo. ¿Lo notas? ¿No? Está bien, te lo diré. El poder está en manos de la entidad que siempre lo maneja: está en manos de la naturaleza, Danny, no en nuestras manos. Y todo lo que podemos hacer es subirnos al caballo y aguantar como podamos.
Peter cogió a Rick del brazo.
—Vamos, Rick, creo que ya es suficiente.
—Es que odio a ese tío.
—Todos estamos un poco asustados.
—Yo no —repuso Rick—. Estoy bien. Me encanta medir dos centímetros. Es el tamaño de un bocado para un pájaro. Eso es lo que soy, un maldito entremés para un pájaro, y mis posibilidades de sobrevivir las próximas horas son de una entre cuatro, o puede que entre cinco.
—Tenemos que trazar un plan —dijo Karen, sin inmutarse.
Amar Singh surgió de detrás de un tronco, cubierto de barro y con la camisa desgarrada. Parecía notablemente tranquilo.
—Bueno, ¿todo el mundo está bien? —preguntó Peter.
Todos contestaron que sí.
—¿Y el operario de Nanigen? Eh, Kinsky, ¿está por aquí?
—Desde hace un rato —repuso en voz baja. Estaba sentado debajo de una hoja, con las piernas encogidas y muy quieto, sin hablar y escuchándolos.
—¿Se encuentra bien? —quiso saber Peter.
—¿Les importaría bajar la voz? —dijo Kinsky, dirigiéndose a todos ellos en general—. Ellos pueden oírnos mejor que nosotros.
—¿Ellos? —preguntó Jenny.
—Los insectos.
Todos guardaron silencio.
—Así está mejor —dijo Kinsky.
Empezaron a hablar entre susurros.
—¿Tiene alguna idea de dónde nos encontramos? —le preguntó Peter.
—Eso creo —contestó Kinsky—. Miren hacia allí.
Todos se volvieron. Una luz brillaba en la dirección que él indicaba, oculta por los árboles, y proyectaba su claridad sobre la esquina de una construcción de madera apenas visible entre la vegetación, cuyas ventanas reflejaban la luz.
—Es el invernadero —prosiguió Kinsky—. Estamos en el jardín botánico de Waipaka.
—Dios mío, estamos a kilómetros de Nanigen —dijo Jenny.
Se sentó encima de una hoja y notó que algo se movía bajo sus pies. El movimiento continuó, incesante, agitándose, y de repente algo trepó por su pierna. Jenny lo cogió con un par de dedos y lo arrojó lejos. Era un ácaro del suelo, un bicho inofensivo de ocho patas. Entonces comprendió que el terreno estaba lleno de pequeños organismos.
—El suelo está vivo bajo nuestros pies —dijo.
Peter se agachó y se quitó un pequeño gusano que tenía en la rodilla. Luego se volvió hacia Kinsky.
—¿Qué sabe sobre encoger a la gente?
—Se llama «cambio dimensional» —respondió el técnico—. Hasta ahora nunca había sufrido un cambio dimensional, aunque había hablado de ello con los equipos de campo.
—Yo no me fiaría de nada de lo que diga este tipo —intervino Rick—. Es empleado de Nanigen y leal a Drake.
—Un momento, ¿qué son los equipos de campo? —dijo peter, sin perder la calma y dirigiéndose al técnico.
—Nanigen lleva tiempo enviando equipos al micromundo —contestó Kinsky en voz baja. La posibilidad de hacer ruido parecía asustarlo mucho—. Están formados por tres personas que han sido sometidas a un cambio dimensional y no miden más de un par de centímetros. Hacen funcionar la maquinaria de excavación y toman muestras. Viven en las estaciones de aprovisionamiento.
—¿Se refiere a las pequeñas tiendas de campaña que vimos? —preguntó Jenny.
—Sí. Los equipos nunca están fuera más de cuarenta y ocho horas. Te pones enfermo si el cambio dimensional dura más que eso.
—¿Enfermo? ¿A qué se refiere? —quiso saber Peter.
—Sufres microhemorragias.
—¿Qué es eso?
—Es una dolencia que desarrollan los que se han sometido a un cambio dimensional. Los primeros síntomas se manifiestan pasados tres o cuatro días.
—¿Y qué ocurre?
—Bueno, tenemos alguna información sobre esos trastornos, pero no mucha. El personal de seguridad empezó haciendo pruebas con animales en el tensor. Primero, redujeron ratones y los mantuvieron en probetas mientras los estudiaban con el microscopio. Al cabo de unos días, todos los ratones murieron a causa de hemorragias. Luego probaron con conejos y después con perros. Nuevamente, todos ellos murieron por hemorragias. Las necropsias que les hicieron, tras devolverlos a su tamaño natural, demostraron que habían sufrido hemorragias allí donde previamente habían tenido algún tipo de lesión. Cualquier corte pequeño sangraba profusamente, pero también se producían hemorragias internas. Entonces descubrimos que la sangre de los animales carecía de plaquetas. Esencialmente morían de hemofilia, la incapacidad de la sangre para coagularse. Creemos que el cambio dimensional colapsa los canales enzimáticos del proceso de coagulación, pero no lo sabemos a ciencia cierta. También averiguamos que los animales podían vivir cierto período de tiempo en estado reducido, siempre que se los devolviera al tamaño normal al cabo de unos cuantos días. Siempre que sufrieran un cambio dimensional de duración reducida, los animales se mantenían sanos. Llamamos a la enfermedad «microhemorragias» porque se parecía a las que padecen los buzos.
»Después de eso, se presentaron varios voluntarios humanos, entre ellos la persona que diseñó el generador del tensor. Se llamaba Rourke, creo. Los humanos sometidos al cambio dimensional podían aguantar varios días en el micromundo. Entonces se produjo un accidente, el generador se estropeó y perdimos a tres científicos. Quedaron atrapados en el micromundo y no pudimos devolverlos a su estado normal. Uno de los fallecidos fue el diseñador del generador. Desde entonces, hemos sufrido algunos… problemas. Si alguien sometido a un cambio dimensional sufre un violento estrés o algún tipo de lesión seria, las microhemorragias se presentan rápidamente y de golpe, antes de lo previsto. Por culpa de esto hemos perdido más gente aún. Esa fue la razón de que el señor Drake interrumpiera las operaciones hasta que supiéramos cómo evitar que la gente muriera en el micromundo. Como ven, el señor Drake se preocupa por la seguridad…
—¿Cómo se manifiesta la enfermedad en los humanos? —lo interrumpió Rick.
—Empieza con moretones, especialmente en los brazos y las piernas. Si alguien se ha hecho un corte, este puede sangrar interminablemente. Ya se lo he dicho, es como la hemofilia; te desangras hasta morir. Al menos eso es lo que he oído. Yo solo me ocupo del generador.
—¿Existe algún tratamiento? —preguntó Peter.
—El único es la descompresión, devolver a la persona a su tamaño normal lo antes posible.
—Creo que estamos en un buen lío —murmuró Danny.
—¡Debemos hacer inventario de lo que tenemos ahora mismo! —exclamó Karen, abriendo la mochila que había cogido en la sala del generador.
Con la luz de la luna como única claridad, vació el contenido encima de la hoja donde estaba sentada como si fuera una mesa. Los demás se acercaron para ver en qué consistía. La mochila contenía un botiquín de primeros auxilios que incluía antibióticos y medicamentos básicos, un cuchillo, unos metros de cuerda, un carrete parecido a los de pescar, atado a un cinturón; un mechero a prueba de viento, una manta térmica y una linterna impermeable con una banda elástica para la cabeza. También había un par de auriculares intercomunicadores con su correspondiente pinganillo.
—Eso son radios de dos canales —dijo Kinsky—. Tienen un alcance de unos cincuenta metros.
Vieron también una escala de cuerda muy fina y las llaves de algún tipo de máquina. Karen volvió a guardarlo todo en la mochila, salvo la linterna, y la cerró.
—No nos servirá de mucho —dijo, poniéndose en pie y colocándose la linterna en la frente. La encendió, y la luz hizo que las sombras danzaran entre las hojas—. Lo que necesitamos son armas.
—Por favor, apague esa luz —pidió Kinsky—, atrae cosas.
—¿Qué tipo de armas necesitamos? —preguntó Amar.
—Decidme una cosa —interrumpió Danny, como si acabara de tener una idea—. ¿Hay serpientes venenosas en Hawai?
—No —contestó Peter—. No hay ningún tipo de serpientes.
—Y muy pocos escorpiones —añadió Karen, que hablaba como aracnóloga—, especialmente en el bosque tropical. Esto es demasiado húmedo para ellos. Lo que sí existe es una especie de ciempiés cuya picadura puede ser peligrosa para el hombre y que sin duda nos mataría con nuestro tamaño actual. La verdad es que hay muchos animales que pueden acabar con nosotros, pájaros, sapos y todo tipo de insectos, como avispas…
—Estabas hablando de armas, Karen —la interrumpió Peter.
—Sí. Necesitamos algún tipo de arma que lance un proyectil, algo que pueda matar a distancia.
—¿Algo como una cerbatana? —propuso Rick.
Karen meneó la cabeza.
—No. Sería demasiado pequeño. No nos sirve.
—Un momento, Karen. Podría utilizar un trozo de bambú, tan largo como altos somos nosotros ahora.
—Y que lanzara un dardo de madera —propuso Peter.
—Claro —dijo Rick—, un dardo con la punta endurecida…
—Endurecida con calor —terció Amar—. En cuanto al veneno…
—Podría ser curare. —Se levantó y contempló la vegetación que los rodeaba—. Apuesto a que muchas plantas de por aquí tienen…
Rick lo interrumpió.
—Esa es mi especialidad. Si pudiéramos encender fuego, podría hervir algunas plantas y cortezas y extraer veneno. Y si además pudiéramos encontrar algún trozo de hierro para la punta…
—¿Como la hebilla de mi cinturón? —ofreció Amar.
—Y luego ¿qué?
—Podríamos hervir la mezcla y probarla con algo.
—Eso nos llevaría demasiado tiempo.
—Puede, pero es la única manera.
—¿Y qué me decís de utilizar la piel de una rana? —propuso Erika.
A lo lejos se oía el croar de lo que parecían ranas toro.
Peter negó con la cabeza.
—Aquí no hay del tipo que necesitamos. Lo que estás oyendo son sapos. Tienen el tamaño de tu mano, bueno, de tu mano de tamaño normal. Son de color pardo y fabrican unas toxinas para la piel que son bastante desagradables pero que no se parecen en nada a las del curare que…
—¡Ya vale, por favor! —exclamó Danny.
—Solo estaba explicando…
—¡Ya te hemos entendido!
Erika se acercó a Peter y le apoyó la mano en el hombro, señalando a Danny con la cabeza. Este seguía muy ocupado con su nariz y se la tocaba ahuecando ambas manos, como si fueran pequeñas zarpas.
Como si fuera un topo.
—¿Crees que está perdiendo el control? —susurró Erika, temerosa.
Peter asintió.
—A ver, sigamos con lo del veneno que proponías —dijo Amar, volviéndose hacia él.
Peter prosiguió sin apartar los ojos de Danny.
—Conseguimos unas cortezas de Strychnos toxifera y le añadimos savia de adelfa y un poco de Chondrodendron tomentosumy eso suponiendo que lo encontremos; luego lo hervimos todo durante veinticuatro horas…
—Está bien, manos a la obra —dijo Karen.
—¿No sería más fácil encontrar esas plantas por la mañana, a la luz del día? —preguntó Jenny—. ¿A qué viene tanta prisa?
—La prisa —contestó Karen—, viene de esas luces halógenas de la entrada. En estos momentos Vin Drake podría estar viniendo hacia aquí para matarnos. —Se echó la mochila a la espalda y se ciñó las cintas—. Será mejor que nos pongamos en marcha.