Cabo Makapu’u, Oahu
27 de octubre, 16.00 h
Se suponía que se trataba de un paraje turístico, con unos acantilados muy altos que ofrecían una vista espectacular del océano. Sin embargo, una vez allí, Peter se sintió impresionado por la desolación del lugar. Un viento fuerte azotaba los escasos matojos verdes que tenía a sus pies y le tiraba de la ropa, obligándolo a inclinarse hacia delante mientras caminaba. Tuvo que gritar para hacerse oír.
—¿Siempre sopla tan fuerte?
Le comentó el policía que lo acompañaba, Dan Watanabe.
—No. A veces es muy agradable, pero los alisios empezaron a soplar con fuerza anoche. —Watanabe llevaba unas Ray-Ban. Señaló un faro que quedaba a su derecha, a lo lejos—. Ese es el faro de Makapu’u. Hace años que se automatizó. Nadie vive allí desde hace tiempo.
Justo delante de ellos, los acantilados caían a pico hasta el mar, sesenta metros más abajo. Las olas batían las rocas, levantando grandes rociones de espuma.
—¿Fue aquí donde ocurrió? —preguntó Peter.
—Sí —contestó Watanabe—. El barco acabó encallando en aquellas rocas —dijo mientras señalaba hacia la izquierda—. Los guardacostas han conseguido rescatar los restos esta mañana, antes de que acabaran hundiéndose.
—Eso significa que el barco estaba a cierta distancia de la costa cuando ocurrió el accidente, ¿verdad? —preguntó Peter mirando el océano. El mar estaba muy agitado, con grandes olas y crestas blancas.
—Sí. Según los testigos, estuvo un rato yendo a la deriva.
—E intentando poner en marcha los motores.
—Sí, al mismo tiempo que las olas lo arrastraban hacia los rompientes.
—¿Cuál fue la avería? —quiso saber Peter—. Tengo entendido que se trataba de un barco nuevo.
—En efecto. Apenas tenía un par de semanas.
—Mi hermano tenía mucha experiencia con barcos. Mi familia siempre había tenido uno para navegar por el canal de Long Island íbamos todos los veranos.
—Estas aguas son otra cosa —repuso el policía—. Lo que está contemplando ahora es el océano profundo. La porción de tierra más próxima se halla a más de dos mil kilómetros de distancia, y es el continente. De todas maneras, no se trata de eso. Está bastante claro que su hermano tuvo problemas por culpa del etanol.
—¿Del etanol? —repitió Peter.
—El gobierno de Hawai obliga a añadir un diez por ciento de etanol a toda la gasolina que se vende aquí, pero el etanol estropea los motores pequeños. Además, hay mayoristas que echan demasiado y aumentan la proporción hasta el treinta por ciento. El resultado es que los conductos de combustible se atascan y que todo lo que sea goma o neopreno acaba convertido en chicle. Es una cuestión que ha provocado muchos problemas a los que tienen embarcaciones. La gente se ha visto obligada a instalar conductos metálicos en sus barcos. El caso es que creemos que su hermano tuvo un problema similar. Los carburadores debieron de atascarse o la bomba dejó de funcionar. Fuera lo que fuese, no consiguió arrancar los motores a tiempo.
Peter miraba fijamente las aguas a sus pies. Eran de un tono verde claro cerca de la orilla, pero mar, adentro se tornaban de un azul oscuro y estaban surcadas de crestas blancas que el viento arrastraba.
—¿Cómo son las corrientes de por aquí?
—Depende —dijo Watanabe—. Casi siempre un buen nadador se las puede arreglar. El problema es encontrar un sitio por donde salir del agua sin cortarse con las rocas de lava. Lo normal sería nadar hacia el oeste para intentar llegar a la playa de Makapu’u, que está en esa dirección. —Señaló una franja de arena a menos de un kilómetro de distancia.
—Mi hermano era buen nadador.
—Eso tengo entendido, pero los testigos dicen que no volvieron a verlo después de que se lanzara al agua. Ese día había muchas olas y desapareció entre la espuma. Lo perdieron de vista casi en el acto.
—¿Cuánta gente lo vio?
—Dos personas. Había una pareja haciendo picnic, justo al borde del acantilado. También había algunos excursionistas y otras personas, pero no hemos podido localizarlas a todas. ¿Le parece si nos escondemos un poco de este viento? —Dio media vuelta y empezó a remontar la pendiente, seguido por Peter—. Creo que con esto hemos terminado nuestro trabajo aquí, a menos, claro, que quiera ver el vídeo.
—¿Qué vídeo?
—La pareja que estaba de picnic grabó algunas imágenes cuando se dio cuenta de que el barco tenía problemas. Grabaron unos quince minutos de cinta, incluido el momento en que su hermano saltó al agua. No sabía si querría verlo.
—Desde luego que quiero —contestó Peter.
Se hallaban en la segunda planta de la comisaría, mirando la pequeña pantalla de una cámara de vídeo. La sala estaba abarrotada y era ruidosa. Peter tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la grabación. Las primeras imágenes mostraban a un hombre de unos treinta años, sentado en la hierba, comiendo un sándwich, y después a una mujer de una edad similar que bebía una Coca-Cola y hacía gestos para que apartaran la cámara.
—Esta es la pareja —dijo Watanabe—, Grace y Bobby Choy. En la primera parte salen ellos en distintas situaciones. Dura unos seis minutos. —Pulsó la tecla de avance rápido y después puso modo de pausa—. Como verá, la hora aparece en la imagen. —Unas cifras indicaban 15.50.12—. Ahora verá que Bobby apunta con la cámara hacia el mar. Ha visto el barco en apuros.
La cámara giró hasta mostrar el océano. Recortándose contra el horizonte azul, el casco blanco del Boston Whaler subía y bajaba entre las olas. La embarcación se hallaba todavía mar adentro, y Peter no pudo distinguir a su hermano. La cámara volvió a girar para mostrar a Bobby Choy, que miraba con unos prismáticos.
Cuando Peter volvió a ver el barco, este se encontraba mucho más cerca de la costa. Entonces logró distinguir la figura de Eric, inclinado, que aparecía y desaparecía.
—Creo que debía de estar intentando desatascar los conductos obturados —dijo Watanabe—. Al menos, eso es lo que parece.
—Sí —repuso Peter.
La cámara pasó a mostrar a Grace Choy, que meneaba la cabeza y marcaba un número con el móvil.
Luego volvió a centrarse en la embarcación, que estaba cada vez más cerca de los rompientes.
Una vez más, apareció en pantalla Grace, hablando por teléfono con aire agitado.
—En ese acantilado no hay buena cobertura —explicó Watanabe—. La mujer llamó al 911, pero tardó un rato en poder comunicarse con ellos. La línea se cortaba constantemente. Si hubiera podido contactar, el 911 habría avisado a los guardacostas en el acto.
La cámara se movía mucho, pero Peter creyó ver algo que…
—¡Pare!
—¿Qué?
—Detenga la imagen —dijo rápidamente—. Ponga pausa.
—Cuando la imagen se congeló, Peter señaló la pantalla—. ¿Quién es esta persona que aparece al fondo?
La imagen mostraba a una mujer, vestida de blanco, situada unos metros por detrás de los Choy. Miraba fijamente hacia el mar y parecía estar apuntando hacia la embarcación con algo.
—Es uno de los otros testigos —explicó el policía—. También había tres excursionistas más. Todavía no hemos podido identificar a nadie, pero dudo que nos dieran más información de la que ya tenemos.
—¿Esa mujer no tiene algo en la mano? —comentó Peter.
—Yo diría que solo está señalando el barco.
—No estoy seguro —insistió Peter—. Me parece que tiene algo en la mano.
—Diré a los del laboratorio que lo comprueben —contestó Watanabe—. Quizá tenga usted razón.
—¿Y qué hace esa mujer a continuación? —quiso saber Peter.
La grabación se puso en marcha de nuevo.
—Se va —dijo Watanabe—. Sube por la pendiente y desaparece de la vista. Mire, ahora se va. Es como si tuviera prisa. Puede que fuera en busca de ayuda, pero nadie ha vuelto a verla. Tampoco tenemos constancia de que hubiera más llamadas al 911.
Momentos después, en la grabación, Eric Jansen saltaba desde la borda del Boston Whaler a las agitadas aguas. Resultaba difícil asegurarlo, pero en esos momentos parecía hallarse a unos treinta metros de la costa. No se zambulló de cabeza sino de pie, y desapareció entre la espuma.
Peter observó atentamente para ver si emergía, pero Eric no apareció. Es más, su hermano había hecho algo sorprendente, incluso preocupante: no se había colocado el chaleco salvavidas antes de saltar, a pesar de que tenía la experiencia suficiente para saber que debía hacerlo en caso de emergencia.
—Mi hermano no llevaba puesto el salvavidas —comentó.
—Sí, ya me había fijado —contestó Watanabe—. Puede que se le olvidara. A veces estas cosas ocurren, ya sabe.
—¿No se envió ninguna llamada de auxilio desde el barco? —preguntó Peter.
Sin duda la embarcación estaba equipada con una radio VHF. Y Eric, que era un navegante experimentado, habría enviado una llamada de socorro por el Canal 16, que la guardia costera escuchaba constantemente.
—Los guardacostas no oyeron nada.
Aquello resultaba muy extraño. Ni salvavidas ni llamada de socorro. ¿Se le había estropeado también la radio? Peter sintió que el corazón se le encogía de pena e incertidumbre, pero siguió contemplando el vaivén de las agitadas aguas en el vídeo, un océano donde no se veía rastro de su hermano.
—Apáguelo —dijo al cabo de un momento.
Watanabe detuvo la grabación.
—Seguro que desapareció en el osario.
—¿El qué?
—El osario. Es el remolino de agua y espuma que queda cuando rompen las olas, donde baten. Puede que se golpeara con las rocas que hay debajo. Algunas están a menos de un metro de la superficie. La verdad es que no lo sabemos. —Hizo una pausa—. ¿Quiere ver de nuevo la cinta?
—No, ya he visto bastante —contestó Peter.
Watanabe cerró la pantalla y apagó la cámara.
—Esa mujer de la pendiente, ¿la conoce? —preguntó el policía, como si no le diera importancia.
—¿Yo? No, podría ser cualquiera.
—Me lo preguntaba porque ha reaccionado tan bruscamente que…
—Lo siento. Solo me sorprendió verla aparecer de repente. No tengo ni idea de quién puede ser.
Watanabe lo miró fijamente.
—Si lo supiera me lo diría, ¿verdad?
—Pues claro.
—De acuerdo. Gracias por su tiempo. —El policía le entregó su tarjeta—. Diré a uno de nuestros detectives que lo lleve a su hotel.
Peter apenas abrió la boca durante el trayecto de vuelta. No tenía ganas de hablar, y el detective no lo presionó. Ciertamente, la imagen de su hermano desapareciendo bajo las olas resultaba inquietante, pero no tanto como la de la mujer en el acantilado, la mujer de blanco que apuntaba hacia el barco con un objeto que sostenía en la mano. Porque esa mujer era Alyson Bender, la directora financiera de Nanigen, y su presencia en la escena del accidente lo cambiaba todo.