El laboratorio
18 de octubre, 15.00 h
Cuando regresaron al laboratorio, aquel entorno familiar les pareció repentinamente trivial y anticuado. Y también abarrotado. La tensión llevaba tiempo acumulándose. Rick Hutter y Karen King se habían caído mal desde el primer día, y Erika Molí había aportado su grano de arena eligiendo a sus amantes; además, al igual que los pos graduados de cualquier otra universidad, eran rivales entre sí y estaban cansados de trabajar.
Daba la sensación de que todos se sentían igual. Un silencio pesado cayó sobre el laboratorio cuando cada uno regresó a su mesa y reanudó el trabajo con evidente desgana. Peter sacó el vaso de precipitados del hielo, lo etiquetó y lo guardó en uno de los estantes de la nevera. Entonces oyó algo que entrechocaba con las monedas que llevaba en el bolsillo y, sin darle mayor importancia, metió la mano y lo sacó. Era el pequeño objeto que había encontrado en el Ferrari de alquiler de su hermano. Lo dejó sobre la mesa sin pensar, y el objeto dio vueltas sobre sí mismo.
—¿Qué es eso? —preguntó Amar Singh, el virólogo, al verlo.
—No lo sé. Algo del coche de mi hermano que ha debido de romperse. Lo cogí porque pensé que podría arañar la tapicería de cuero.
—¿Puedo verlo?
—Claro. —No era mayor que la uña de su pulgar—. Toma.
Peter se lo entregó sin fijarse demasiado en él.
Amar se lo puso en la palma de la mano y lo examinó entornando los ojos.
—A mí no me parece que sea una pieza de un coche.
—¿No?
—No. Yo diría que es un avión.
Peter se quedó mirando el objeto. Era tan pequeño que le costaba distinguir los detalles, pero, observándolo de cerca, sí parecía un pequeño avión; un modelo a escala como los que construía de niño. Quizá fuera un caza que había que pegar en la cubierta de un portaaviones. Pero si se trataba de eso, no se parecía a ningún caza que hubiera visto anteriormente; tenía el morro chato, un asiento abierto y sin cabina y una parte trasera cuadrada, con pequeños alerones en lugar de alas de verdad.
—¿Te importa…? —dijo Amar, alargando la mano para coger la lente de aumento de su mesa. Colocó el pequeño objeto debajo y lo hizo girar despacio—. Es realmente fantástico.
Peter se acercó para mirar. Bajo la lente, el avión —o lo que fuera— resultaba muy bonito, con todo lujo de detalles. La carlinga tenía unos controles increíblemente complicados y tan pequeños que costaba imaginar cómo los habían hecho. Amar pensaba lo mismo.
—Puede que con litografía láser —comentó—. Como los chips de ordenador.
—Pero ¿es un avión?
—Lo dudo. No veo que tenga un sistema de propulsión.
No sé, quizá solo sea una especie de maqueta.
—¿Tú crees?
—Quizá deberías preguntárselo a tu hermano —contesto Amar, devolviéndoselo y regresando a su sitio.
Peter llamó al móvil de Eric. Oyó voces de fondo.
—¿Dónde estás? —preguntó Peter.
—En Memorial Drive. Hemos triunfado en el MIT. Han entendido perfectamente de lo que les hablábamos.
Peter describió el pequeño objeto que había encontrado.
—La verdad es que no deberías tenerlo —dijo Eric—. Es propiedad de la empresa.
—Pero ¿qué es?
—En realidad se trata de una prueba. Una de las primeras pruebas de nuestra tecnología robótica. Es un robot.
—Parece como si tuviera una cabina, con su asiento e instrumentos diminutos, como si alguien fuera a sentarse dentro.
—No, no. Lo que me estás describiendo es la ranura donde encaja la microunidad de potencia y los controles para poder dirigirlo a distancia. Te lo repito, Peter, se trata de un «bot»[3], una de las primeras muestras de nuestra capacidad para miniaturizar más allá de cualquier proporción conocida. Te lo habría enseñado si hubiéramos tenido tiempo. De todas maneras, preferiría que te lo guardaras y no lo fueras enseñando por ahí, al menos por el momento.
—Claro, como quieras —contestó Peter, que no creyó oportuno contarle que Amar lo había visto.
—Tráelo cuando vengas a vernos a Hawai.
Cuando llegó Ray Hough, el jefe del laboratorio, se metió en su despacho y pasó el resto del día allí, revisando trabajos. Una regla no escrita decía que era de mala educación que los posgraduados hablaran de otros empleos en presencia del profesor Hough, de modo que, sobre las cuatro de la tarde, se reunieron todos en Lucy’s Deli, en la avenida Massachusetts. La animada conversación tuvo lugar alrededor de un par de pequeñas mesas. Rick Hutter siguió insistiendo en que la universidad era el único lugar donde se podía desarrollar una investigación de forma ética, pero nadie le prestó atención. Estaban todos más interesados en lo que había dicho Vin Drake.
—Estuvo bien —dijo Jenny—, pero era el discurso de un vendedor.
—Sí —convino Singh—, pero al menos en parte tenía razón. Es cierto que los nuevos descubrimientos se producen con nuevas herramientas. Si esa gente tiene el equivalente de un nuevo tipo de microscopio o una nueva técnica PCR, entonces hará un montón de descubrimientos en muy poco tiempo.
—¿De verdad creéis que tienen el mejor entorno del mundo para investigar? —preguntó Jenny Linn.
—Siempre podemos ir allí a comprobarlo —contestó Erika—. Dijeron que nos pagarían los billetes.
—¿Qué tiempo hace en Hawai en esta época del año? —quiso saber Jenny.
—¡No puedo creer que alguno de vosotros esté dispuesto a apuntarse! —protestó Rick.
—El tiempo siempre es bueno —dijo Karen, haciendo caso omiso de Hutter—. Hice mi entrenamiento de taekwondo en Kona y fue fantástico.
Karen era una fanática de las artes marciales y ya se había puesto un chándal para su sesión de ejercicios de la tarde.
—Oí decir a la directora financiera que antes de que acabe el año tienen previsto contratar un centenar de personas —intervino Erika para desviar la conversación de Karen y Rick.
—¿Y eso se supone que debe asustarnos o animarnos?
—Quizá ambas cosas —terció Singh.
—¿Sabe alguien en qué consiste esa nueva tecnología que aseguran tener? —preguntó Erika—. ¿Sabes tú algo, Peter?
Hutter volvió a la carga.
—Desde un punto de vista curricular, sería una locura que antes no os doctoraseis.
—No tengo ni idea —repuso Peter. Miró a Amar, que no dijo nada y se limitó a asentir.
—Francamente, tengo curiosidad por ver sus instalaciones —comentó Jenny.
—Y yo —convino Singh.
—He echado un vistazo a la web de Nanigen MicroTechnologies —anunció Karen—. Dice que fabrican robots especializados tanto a micro como a nanoescala. Eso significa desde unos pocos milímetros hasta milésimas de milímetro. Tienen los planos de unos robots que parecen medir cuatro o cinco milímetros de largo; y otros que quizá midan la mitad, unos dos milímetros. La verdad es que parecen muy detallados, pero no hay ninguna explicación de cómo los hacen.
Amar miró fijamente a Peter, pero este no dijo nada.
—¿Tu hermano no te ha hablado de nada de esto? —preguntó Jenny.
—No, lo ha mantenido en secreto.
—Bueno —prosiguió Karen—, no sé qué quieren decir cuando hablan de robots a nanoescala. Eso significaría un tamaño inferior al grosor de un cabello humano. Nadie puede fabricar nada de esas dimensiones. Sería necesario construir un robot átomo por átomo, y nadie es capaz de hacer algo así.
—¿Y ellos dicen que pueden? —preguntó Rick—. ¡No es más que una táctica empresarial!
—Esos coches no eran ninguna táctica.
—Pero eran de alquiler.
—Tengo que ir a clase —anunció Karen, levantándose de la mesa—, pero os diré algo más: Nanigen se ha mantenido en un perfil muy discreto, pero en algunas web de negocios hay referencias de hace un año. Según parece, la empresa consiguió casi cien mil millones de dólares de financiación de un consorcio reunido por Davros Venture Capital.
—¡Cien mil millones!
—Sí, y ese consorcio está formado principalmente por multinacionales farmacéuticas.
—¿Farmacéuticas? —se sorprendió Jenny—. ¿Por qué iban a interesarles los microrrobots?
—¡La trama se complica! ¡Farmacéuticas al acecho! —bromeó Rick.
—Puede que busquen nuevos métodos de administrar medicamentos —aventuró Amar.
—No, eso ya lo han conseguido con las nano esferas. No necesitan gastar cien mil millones en ese campo. Deben de estar esperando nuevos compuestos.
—Pero cómo… —se preguntó Erika, perpleja.
—Pues aún hay más en esas web de negocios —aseguró Karen—. Poco después de conseguir la financiación, una empresa de microrrobótica de Palo Alto acusó a Nanigen de haber hecho afirmaciones falsas para conseguir dinero y no tener la tecnología que decían tener. Esa otra empresa también desarrollaba robots microscópicos.
—Vaya, vaya…
—¿Y qué ocurrió?
—Al final no presentaron ninguna demanda. La empresa de Palo Alto quebró y eso fue el final, salvo que hay unas declaraciones de su presidente diciendo que Nanigen sí tenía la tecnología necesaria.
—O sea, que tú crees que todo esto es verdad —dijo Rick.
—Lo que creo es que voy a llegar tarde a clase —contestó Karen.
—Yo opino que todo es verdad —declaró Jenny Linn—, y pienso ir a Hawai a comprobarlo.
—Y yo también —aseguró Amar.
—¡No me lo puedo creer! —farfulló Hutter.
Peter caminaba por la avenida Massachusetts con Karen, hacia Central Square. Era última hora de la tarde, pero el sol todavía calentaba. Karen llevaba su bolsa de deporte en una mano y tenía libre la otra.
—Rick me saca de mis casillas —dijo—. Va por la vida con su discurso sobre la ética en el trabajo y todo eso, pero en realidad es un vago.
—¿A qué te refieres?
—A que quedarse en la universidad representa seguridad —contestó Karen—, representa una vida confortable y segura, aunque Rick no esté dispuesto a admitirlo. —Hizo una pausa y añadió—: Hazme un favor, si quieres caminar conmigo, ponte al otro lado.
Peter se situó a la izquierda de Karen.
—¿Puedes decirme por qué?
—Porque así tengo la mano libre.
Peter le miró la mano derecha. Karen tenía las llaves del coche en el puño, y una de ellas le sobresalía entre los dedos comó un punzón. Colgando de la cadena, junto a la muñeca, llevaba un espray irritante. Peter no pudo evitar sonreír.
—¿Crees que aquí corres peligro?
—El mundo es un lugar peligroso.
—¿La avenida Massachusetts, a las cinco de la tarde?
Se encontraban en el corazón de Cambridge.
—Las universidades no suelen hacer público el número de violaciones que se producen en sus comunidades —explicó Karen—. Sería mala publicidad, y los ricos no enviarían a sus hijas.
Peter no apartaba la vista de aquel puño cerrado, con la llave sobresaliendo.
—¿Qué harías con eso?
—Un golpe directo a la tráquea. El dolor sería paralizante, y quizá se produciría una perforación. Si con eso no fuera suficiente, un chorro de espray en la cara y una patada en la rótula, para romperla a poder ser. Después, no creo que volviera a moverse.
Hablaba en serio y con aire severo. Peter contuvo la risa.
La calle les era tan familiar que resultaba casi vulgar. La gente salía del trabajo y volvía a casa para cenar. Pasaron junto a un aturullado profesor vestido con una arrugada chaqueta de pana y cargado con un montón de exámenes por corregir, seguido por una mujer anciana con un bastón. Más adelante había un grupo haciendo jogging.
Karen metió la mano en el bolso, sacó una pequeña navaja y abrió una hoja ancha y serrada.
—Llevo mi cuchillo Spyderco y puedo destripar a cualquier cabrón si hace falta. —Miró a Peter y vio su expresión—. Te parezco ridícula, ¿no?
—No —repuso él—. Es solo que… A ti no se te ocurriría destripar a nadie, ¿verdad?
—Escucha, mi hermanastra es abogada en Baltimore. Un día caminaba hacia su coche en el aparcamiento, a las dos de la tarde, cuando un tipo la asaltó. Ella cayó, se dio de cabeza contra el cemento del suelo y perdió el conocimiento. La violaron y le dieron una paliza. Cuando volvió en sí, sufría amnesia retrógrada y no recordaba nada de su agresor, ni cómo ocurrieron las cosas ni qué aspecto tenía. Nada. Estuvo un día en el hospital, y la mandaron a casa.
»Pero en el bufete había un colega con arañazos en el cuello, y ella creyó que podía haber sido él. Imagínatelo, ¡un colaborador del bufete podía haberla seguido y violado! Pero, como no recordaba nada, no podía estar segura y eso la hacía sentirse tan incómoda que, al final, acabó marchándose de la empresa y mudándose a Washington, donde tuvo que empezar de nuevo en un puesto de menor categoría. —Karen blandió el puño—. ¡Y todo porque no llevaba las llaves de esta manera! Era demasiado buena persona para protegerse. ¡Valiente chorrada!
Peter intentó imaginar si Karen sería realmente capaz de clavar la llave a alguien o de rajarlo con la navaja y tuvo una mala premonición. En el mundillo universitario, la mayoría de la gente se limitaba a hablar; Karen, en cambio, parecía dispuesta a pasar a la acción.
Llegaron a la entrada de una escuela de artes marciales con las ventanas tintadas. Oyó gritos al unísono procedentes del interior.
—Bueno, esa es mi clase —dijo Karen—. Nos veremos más tarde, pero escucha: si hablas con tu hermano, pregúntale por qué las farmacéuticas invirtieron tanto dinero en una empresa de microrrobótica, ¿vale? Tengo curiosidad.
Cruzó las puertas giratorias y entró en clase.
Esa noche Peter volvió al laboratorio. Cada tres días tenía que dar de comer a la cobra y solía hacerlo por la noche, puesto que se trataba de serpientes principalmente nocturnas. Eran las ocho, y las luces de la habitación donde guardaban los animales estaban casi todas apagadas cuando metió un tembloroso ratón en el terrario y cerró la tapa. El roedor corrió a refugiarse en un rincón y se quedó muy quieto. Solo su hocico se movía. Lentamente, la serpiente se desenroscó y miró a su presa.
—Odio ver esto —dijo Rick Hutter, que había entrado sin hacer ruido.
—¿Por qué?
—Porque me parece cruel.
—Todos tenemos que alimentarnos, Rick.
La cobra atacó, hundiendo sus colmillos en el cuerpo del roedor. El ratón se estremeció, se alzó sobre sus patas traseras y cayó muerto.
—Esta es la razón de que sea vegetariano —declaró Rick.
—¿Crees que las plantas no tienen sentimientos? —preguntó Peter.
—No empieces con eso —protestó Rick—. Tú y Jenny siempre estáis con lo mismo.
El campo de investigación de Jenny era la comunicación entre las plantas y los insectos mediante feromonas. En los últimos veinte años, se habían hecho enormes avances en ese terreno. La joven insistía en que había que considerar a las plantas como criaturas activas e inteligentes, muy parecidas a los animales. Además, disfrutaba incordiando a Rick.
—Eso es ridículo —añadió este—. Los guisantes y las ju-días no tienen sentimientos.
—Claro que no —respondió Peter con una sonrisa—. Pero es porque antes has matado la planta sin el menor remordimiento para que te sirva de cena. Haces ver que no gritaba de dolor cuando la mataste porque no quieres enfrentarte a las consecuencias de tu asesinato a sangre fría de un vegetal.
—Eso es absurdo.
—No, es especismo[4] —replicó Peter—. Y tú lo sabes.
Sonreía, pero lo que decía era cierto. Volvieron al laboratorio y a Peter le sorprendió ver allí a Erika y también a Jenny.
Casi ningún estudiante de posgrado se quedaba a trabajar por la noche. ¿Qué estaría ocurriendo?
Erika Molí se encontraba de pie ante la mesa de disecciones, abriendo un escarabajo negro. Era coleoptóloga, es decir, una entomóloga con un interés específico en los escarabajos. Como solía decir, era muy útil para acabar con las conversaciones tediosas en las fiestas («Y tú ¿a qué te dedicas?». «Estudio escarabajos».) Pero lo cierto es que los escarabajos desempeñan un papel muy importante en los ecosistemas. Una cuarta parte de todas las especies conocidas son escarabajos. Años atrás, un periodista preguntó al famoso biólogo J.B.S. Haldane qué se podía deducir del Creador contemplando la creación, y Haldane respondió: «Pues que siente un amor desmedido por los escarabajos».
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó Peter.
—Un escarabajo bombardero —dijo Erika—. Uno de esos pherosuphus africanos que rocían con tanta eficacia.
Mientras hablaba, volvió a su disección, moviendo el cuerpo de manera que tocó a Peter. El contacto pareció accidental, y ella no dio señales de haberlo notado; pero Erika era conocida por su afición a coquetear.
—¿Y qué tiene de especial este bombardero? —preguntó Peter.
—Los escarabajos bombarderos se llaman asi por su capacidad de disparar en cualquier dirección un líquido caliente y tóxico desde una especie de torreta giratoria que tienen en el extremo del abdomen. El líquido es lo bastante repelente para evitar que los pájaros y los sapos se los coman. También resulta suficientemente tóxico para matar en el acto a otros insectos más pequeños. El mecanismo que utilizan se ha estudiado desde principios del siglo XX y es bien conocido.
—Los bombarderos lanzan un chorro de benzoquinona hirviente que producen mezclando componentes activos que almacenan en su cuerpo. Tienen dos cavidades en la parte posterior del abdomen. Ahora estoy cortando una de ellas. ¿Lo ves? La primera contiene hidroquinona y un oxidante, peróxido de hidrógeno. La segunda es una cámara rígida que contiene una enzima que cataliza la descomposición del peróxido de hidrógeno. Cuando el escarabajo se siente atacado, pasa el contenido de la primera cavidad a la segunda, donde los elementos se combinan para producir un chorro explosivo de benzoquinona.
—¿Y este en particular?
—Este añade algo más a su arsenal —explicó Erika—. También produce cetona 2-tridecanona. La cetona tiene buenas propiedades repelentes, pero también actúa como surfactante que acelera la difusión de la benzoquinona. Quiero averiguar dónde se fabrica la cetona —concluyó, apoyando la mano en el brazo de Peter.
—¿No crees que la produzca el escarabajo?
—No necesariamente. Es posible que haya acumulado bacterias y dejado que estas fabriquen la cetona para él.
Aquello era algo frecuente en la naturaleza. Producir sustancias químicas para defenderse consumía energías, y si un animal podía incorporar bacterias para que hicieran el trabajo por él, tanto mejor.
—¿Esta cetona se encuentra también en otras partes? —preguntó Peter, pensando que eso indicaría un origen bacteriano externo.
—Sí, en varias orugas.
—Hablando de otra cosa, ¿qué haces trabajando hasta tan tarde?
—¿No lo estamos haciendo todos?
—Sí, pero ¿por qué?
—No quiero retrasarme con el trabajo —contestó Erika—. Doy por hecho que la semana que viene me habré ido… a Hawai.
Jenny Linn sostenía un cronómetro mientras observaba una instalación compleja: en un gran matraz, unas orugas devoraban un montón de plantas con hojas; un tubo de aire conectaba el primer matraz con otros seis, que contenían más plantas del mismo tipo, pero sin orugas. Una pequeña bomba controlaba el flujo de aire entre todos ellos.
—De momento conocemos la situación básica —dijo—. En el mundo existen trescientas mil especies conocidas de plantas y novecientas mil de insectos, muchos de los cuales se alimentan de plantas. La pregunta es: ¿por qué las plantas no han desaparecido, devoradas hasta las raíces? Pues porque hace mucho tiempo las plantas desarrollaron defensas contra los insectos que las atacan. Un animal puede huir de un depredador, pero las plantas no. Así que han desarrollado sus propias armas químicas. Las plantas producen pesticidas y también toxinas para que sus hojas tengan mal sabor; en algunos casos, liberan productos químicos volátiles que atraen a los depredadores de insectos. En ocasiones, también expelen productos químicos con los que avisan a otras plantas para que hagan sus hojas más tóxicas, menos comestibles. Es lo que llamamos comunicación entre plantas y es lo que estamos midiendo aquí.
Las orugas que devoraban las plantas en el primer matraz provocaban que estas liberaran una sustancia química, una hormona vegetal, que sería transportada a los demás matraces, donde las otras plantas incrementarían su producción de ácido nicotínico.
—Estoy midiendo el nivel de respuesta —dijo Jenny—. Esa es la razón de que tengamos tres matraces. Cortaré algunas hojas en distintos sitios para medir la cantidad de ácido nicotínico en ellas, pero en cuanto corte una…
—La planta reaccionará como si la atacaran y liberará más sustancias volátiles.
—Exacto. Por eso mantenemos separados los matraces. Sabemos que la respuesta es relativamente rápida, cuestión de minutos. —Señaló una caja que había cerca—. Mido los volátiles con un cromatógrafo de gas de alta velocidad, y la extracción de hojas es sencilla. —Miró el cronómetro—. Ahora, si me perdonas…
Abrió el matraz y empezó a cortar unas cuantas hojas, comenzando por la base, y poniéndolas a un lado cuidadosamente ordenadas.
—¡Eh, eh! ¿Qué está pasando aquí? —exclamó Danny Minot mientras entraba en el laboratorio, agitando las manos.
Rubicundo y corpulento, iba vestido con una chaqueta deportiva de tweed con coderas, corbata de punto y pantalón ancho. Tenía el aspecto del típico profesor de inglés, lo cual no se alejaba demasiado de la verdad. Minot iba a doctorarse en estudios científicos —una combinación de psicología y sociología con grandes dosis de posmociernismo francés—. Estaba licenciado en bioquímica y en literatura comparada, pero esta última había acabado ganando. Minot citaba continuamente a Bruno Latour, a Jacques Derrida, a Michel Foucault y a otros que creían que no existía la verdad objetiva, solo la verdad establecida por las instancias de poder. Iba al laboratorio para completar una tesis sobre «Códigos lingüísticos científicos y cambios de paradigma». En la práctica, eso significaba que era una molestia para todo el mundo porque incordiaba a la gente y grababa sus conversaciones con otros posgraduados mientras estos trabajaban.
Todos lo aborrecían y a menudo habían discutido sobre por qué Ray Hough le había dado libre acceso al laboratorio.
Al final, alguien se lo preguntó, a lo que Ray contestó: «Es primo de mi mujer, y nadie más lo admitía».
—Vamos, amigos —siguió diciendo Minot sin dejar de mover las manos—, nadie trabaja hasta tan tarde en este laboratorio, pero aquí estáis todos.
—¡Gesticulador! —bufó Jenny, despectivamente.
—Te he oído —dijo Minot—. ¿Qué has querido decir con eso?
Jenny le dio la espalda.
—No me des la espalda. ¿Qué has querido decir con eso?
Peter se acercó a Danny.
—Un «gesticulador» es alguien que no ha trabajado a fondo sus ideas y no sabe defenderlas. Así que cuando se presenta en un coloquio y llega a la parte que no ha preparado, empieza a mover las manos y a hablar deprisa, como cuando alguien hace un gesto con la mano y dice «etcétera, etcétera». Entre los científicos, un «gesticulador» es alguien que no vale.
—No es eso lo que yo hago aquí —protestó Minot, haciendo un gesto con la mano—. La semiótica os resulta ilegible.
—Sí, claro.
—Pero como dice Derrida, la tecnotraducción es muy complicada. Lo que intento es señalaros a todos vosotros con un tipo de gesto inclusivo. ¿Se puede saber qué está pasando?
—No se lo digas, Peter, o querrá venir —le advirtió Rick.
—Claro que quiero ir —replicó Minot—. Soy el cronista de la vida de este laboratorio y debo ir. Por cierto, ¿adonde vais?
Peter le contó la situación.
—¡Oh, sí, claro que pienso ir! ¡Un cruce entre comercio y ciencia! ¡La corrupción de la juventud! No me lo perdería por nada del mundo.
Peter se estaba sirviendo una taza de café en la máquina que había en el rincón del laboratorio cuando Erika se le acercó.
—¿Qué harás más tarde?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Pensaba que quizá pudiera pasarme esta noche.
Lo miraba abiertamente. Había algo en la forma tan directa de manifestarse de Erika que lo incomodaba.
—No sé, es posible que me quede aquí hasta tarde —contestó, aunque en realidad pensaba: «Hace tres semanas desde la última vez que nos vimos».
—Yo casi he terminado —dijo ella—, y solo son las nueve.
—No lo sé. Ya veremos.
—¿Mi oferta no te resulta interesante? —Seguía mirándolo fijamente, estudiando su rostro.
—Creía que estabas saliendo con Amar.
—Amar me gusta, me gusta mucho. Es muy inteligente. Pero tú también me gustas, siempre me has gustado.
—Quizá hablemos más tarde —contestó Peter, añadiendo un poco de leche en el café y alejándose tan deprisa que derramó un poco.
—Eso espero —repuso Erika.
—¿Algún problema con el café? —preguntó Rick, mirando a Peter y sonriendo con malicia.
Sostenía un ratón bajo una lámpara halógena y medía con un pie de rey la hinchazón de la pata del animal.
—No —repuso Peter—. Solo que no me esperaba que estuviera tan caliente.
—Ya, claro. Sorprendentemente caliente, diría yo.
—¿Lo que tienes ahí es una preparación de carrogeno? —preguntó Peter para cambiar de tema.
El carrogeno se solía utilizar para producir un edema en la pata de un animal de laboratorio. Se trataba de un modelo de edema animal estandarizado y se empleaba en los laboratorios de todo el mundo para estudiar una inflamación.
—En efecto —repuso Rick—. Le inyecté carrogeno para que se le hinchara la pata. Luego se la envolví con un extracto de la corteza del Himatanthm succuba, un árbol tropical de tamaño mediano, y ahora, con un poco de suerte, espero demostrar sus propiedades antiinflamatorias. Ya he demostrado las del árbol del látex. El Himatanthus es muy versátil, cicatriza heridas y cura úlceras. Los chamanes de Costa Rica dicen que también tiene cualidades antibióticas, antipiréticas y anticancerígenas, pero no he podido verificarlo todavía. De lo que no hay duda es de que el extracto de su corteza ha reducido con sorprendente rapidez el edema de este ratón.
—¿Has determinado qué elementos químicos son los-responsables de la reacción antiinflamatoria?
—Unos científicos brasileños la atribuyen al cinamato de alfa-amirina y a otros compuestos parecidos, pero aún no lo he comprobado. —Rick acabó de medir, dejó el ratón en su jaula y anotó los resultados en su portátil—. De todos modos, te diré una cosa: los extractos del árbol parecen completamente no tóxicos. Es posible que algún día podamos dar esto incluso a una mujer embarazada. Vaya, mira eso. —Señaló el ratón que se movía por la jaula—. Ya no cojea.
Peter le dio una palmada en la espalda.
—Será mejor que tengas cuidado o de repente aparecerá una empresa farmacéutica para robarte los resultados.
—Eso no me preocupa. Si esa gente se dedicara realmente al negocio de desarrollar medicamentos, ya estarían trabajando con este árbol —contestó Rick—. De todas maneras, ¿por qué iban a molestarse en hacerlo? Para ellos es mejor dejar que sea el contribuyente quien financie la investigación. Prefieren dejar que un puñado de estudiantes pasen meses trabajando para hacer el descubrimiento; luego se lo compran a la universidad y después lo venden al público a un precio multiplicado por no sé cuánto. —Estaba lanzándose a otro de sus sermones—. Créeme cuando te digo que estas empresas…
—Lo siento, tengo que marcharme, Rick —lo interrumpió Peter.
—Sí, claro. De todos modos, nadie quiere escucharlo, ya lo sé.
—Debo centrifugar mi veneno de naja.
—No hay problema. —Vaciló y miró a Erika por encima del hombro—. Escucha, ya sé que no es asunto mío, pero…
—Tienes razón. No lo es.
—Vale, pero no me gusta ver que un buen tío como tú cae en manos de alguien que es… Bueno, ¿conoces a mi amigo Jorge, el que estudia informática en el MIT? Si quieres saber realmente lo que pasa con Erika, llama a este número —entregó una tarjeta a Peter— y Jorge accederá a su registro de llamadas, a sus mensajes de voz y de texto. Así podrás averiguar la verdad acerca de ella y de su… promiscuo comportamiento.
—¿Eso es legal?
—No, pero es condenadamente útil.
—Gracias de todas maneras —dijo Peter—, pero no…
—Mejor quédatela —insistió Rick.
—No voy a utilizarla.
—Nunca se sabe. Los registros de llamadas no mienten.
—Está bien. —Le resultaba más fácil guardarse la tarjeta que discutir. Se la metió en el bolsillo.
—Ah, oye. Acerca de tu hermano…
—¿Qué pasa con él?
—¿Crees que está diciendo la verdad?
—¿Acerca de su empresa?
—Sí, de Nanigen.
—Eso creo —repuso Peter—. Pero, para serte sincero, no sé demasiado del asunto.
—¿Él no te ha contado nada?
—Lo cierto es que ha sido muy reservado.
—¿Piensas que innovan de verdad?
«Sí, creo que innovan», pensó Peter mientras miraba por el microscopio. Estaba estudiando nuevamente aquella piedra blanca, el microrrobot o lo que demonios fuera, intentando asimilar la explicación de su hermano de que no se trataba de una carlinga, sino de una ranura para una microunidad de energía o de control. No se parecía en nada a una ranura. Tenía todo el aspecto de un asiento con un panel de mandos, sumamente detallados, delante.
Seguía dando vueltas a aquella idea cuando, de repente, se dio cuenta de que en el laboratorio reinaba el más absoluto silencio. Alzó la vista y vio que la imagen del microscopio aparecía también en una gran pantalla plana montada en la pared.
Todos los miembros del equipo la miraban fijamente.
—¿Qué demonios es eso? —quiso saber Rick.
—No lo sé —respondió Peter, apagando el monitor—. Y no creo que lo averigüemos a menos que vayamos a Hawai.