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Avenida Divinity, Cambridge

18 de octubre, 13.00 h

En el laboratorio de biología del segundo piso, Peter Jansen, de veintitrés años, introdujo lentamente las pinzas en el terrario de cristal y, con un rápido movimiento de muñeca, sujetó a la cobra a la altura de la capucha. La serpiente bufó cuando Jansen metió la mano, la agarró con fuerza justo por detrás de la cabeza y la levantó hasta el vaso de precipitados. Limpió la membrana del recipiente con alcohol, clavó en ella los colmillos del ofidio y observó cómo el amarillento veneno se deslizaba por el cristal.

La cantidad fue decepcionante, apenas unos milímetros. Lo cierto era que Jansen necesitaba media docena de cobras si quería conseguir veneno suficiente para analizar; desgraciadamente, el laboratorio no disponía de sitio para más animales.

Había un terrario cerca, en Allston, pero los reptiles de allí solían enfermar, y a Jansen le gustaba tener a sus animales cerca, donde pudiera supervisar su estado.

El veneno se contaminaba fácilmente con bacterias; por esa razón era importante limpiar el recipiente con alcohol y colocarlo sobre una base con hielo. Las investigaciones de Peter giraban en torno a la bioactividad de ciertos polipéptidos presentes en el veneno de la cobra. Su trabajo formaba parte de un proyecto más amplio que incluía serpientes, ranas y arañas, todas ellas productoras de toxinas neuroactivas. Su experiencia con las serpientes lo había convertido en un especialista en venenos a quien los hospitales acudían a veces para que los asesorara en casos de mordeduras exóticas. Aquello era motivo de envidia entre otros posgraduados del laboratorio. Formaban un grupo sumamente competitivo y percibían rápidamente si alguno recibía una atención particular por parte del mundo exterior. Así que habían optado por protestar diciendo que resultaba demasiado peligroso tener una cobra en el laboratorio y que semejante animal no debía estar allí en ningún caso. Hablaban de las investigaciones de Peter como de «trabajar con un herpes maligno».

Nada de todo eso molestaba a Peter, cuyo carácter era alegre y tranquilo. Provenía de una familia de académicos, de modo que no se tomaba aquellas pullas demasiado en serio.

Sus padres habían fallecido en un accidente de avioneta en las montañas del norte de California. Su padre había sido profesor de geología en la Universidad de California en Davis, mientras que su madre había dado clases en la facultad de medicina de San Francisco. Su hermano mayor era físico.

Peter estaba devolviendo la cobra a su terrario de cristal cuando entró Rick Hutter, un etnobotánico de veinticuatro años. Llevaba tiempo estudiando los analgésicos que se encontraban en la corteza de los árboles de los bosques tropicales.

Como de costumbre, vestía pantalón vaquero, camisa vaquera y botas de campo. Lucía una barba pulcramente recortada y una expresión permanentemente ceñuda.

—Veo que no llevas guantes —dijo.

—No —reconoció Peter—. La verdad es que empiezo a tener confianza.

—Cuando hice mi trabajo de campo, era obligatorio llevar guantes —comentó Rick.

Hutter nunca perdía la oportunidad de recordar a sus compañeros que él había realizado un auténtico trabajo de campo, y hacía que sonara como si hubiera pasado años en algún rincón perdido del Amazonas, cuando lo cierto era que había estado cuatro meses en un parque nacional de Costa Rica.

—Uno de los porteadores de nuestro grupo —prosiguió— no se puso los guantes, se agachó para apartar una piedra y ¡paf! Terciopelo le clavó los colmillos, una barba amarilla de dos metros. Hubo que amputarle el brazo. Tuvo suerte de salir con vida.

—Desde luego —repuso Peter, esperando que el otro se olvidara de él. Rick le caía bien, pero tenía la costumbre de sermonear a todo el mundo.

Si había alguien en el laboratorio que realmente aborrecía a Rick era Karen King. Karen, una joven alta, morena y de hombros angulosos, estudiaba el veneno y las telas de las arañas. Oyó que Rick sermoneaba a Peter acerca de las mordeduras de serpiente en las selvas y no pudo contenerse. Estaba inclinada sobre su mesa de trabajo y habló por encima del hombro.

—Rick, no sé si te acuerdas, pero pasaste tu estancia en Costa Rica en una cabaña para turistas.

—¡Y una mierda! Acampamos en la jungla…

—Sí, dos noches —lo interrumpió Karen—, hasta que los mosquitos te obligaron a refugiarte en la cabaña.

Rick fulminó a Karen con la mirada. Se ruborizó y abrió la boca para replicar, pero no dijo nada. No tenía nada que decir.

Era cierto: convivir con los mosquitos había sido un infierno hasta el punto de que le entró miedo de que pudieran transmitirle la malaria o el dengue y acabó refugiándose en la cabaña.

En lugar de discutir con Karen, se volvió hacia Peter.

—Por cierto, he oído que hoy llega tu hermano. ¿Es verdad que se ha hecho millonario fundando una empresa de nuevo cuño?

—Eso me ha dicho.

—Bueno, el dinero no lo es todo en la vida. Por mi parte, yo nunca trabajaría en el sector privado. Es un páramo intelectual. Los mejores cerebros se quedan en las universidades. De ese modo no tienen que prostituirse.

Peter no estaba dispuesto a discutir con Rick, que siempre manifestaba opiniones tajantes, fuera cual fuese el tema. Sin embargo, Erika Molí, una entomóloga llegada hacía poco de Munich, dijo:

—Creo que eres demasiado inflexible. A mí no me importaría en absoluto trabajar en una empresa privada.

Hutter levantó las manos.

—¿Lo veis? Lo que yo decía: prostituirse.

Erika, a quien no parecía importarle que se supiera que se había acostado con más de un miembro del departamento de biología, levantó el dedo corazón.

—Súbete aquí y baila —contestó.

—Veo que ya dominas el argot —contestó Hutter—, entre otras cosas.

—De las otras cosas no tienes ni idea ni la tendrás. —Se volvió hacia Peter—. La verdad es que no veo nada malo en trabajar para una empresa privada.

—¿Y a qué se dedica esa empresa, exactamente? —preguntó una voz tranquila.

Peter se dio la vuelta y vio a Amar Singh, el experto del laboratorio en hormonas de las plantas. Amar era conocido por su forma de pensar, eminentemente práctica.

—Me refiero a que cuál es su actividad —prosiguió—, lo que la hace tan valiosa. Se dedica al campo de la biología, ¿verdad?, y tu hermano es físico. ¿Cómo se combina eso?

En ese momento Peter oyó que Jenny Linn exclamaba desde el otro extremo del laboratorio:

—¡Uau! ¡Mirad eso!

Miraba por la ventana hacia la calle, más abajo. Todos oyeron el rugido de unos motores potentes.

—Peter —dijo Jenny—. ¿No es ese tu hermano?

Todos en el laboratorio se dirigieron a las ventanas.

Peter vio a su hermano, en la calle, sonriendo igual que un niño y saludándolos con la mano. Eric estaba de pie junto a un reluciente Ferrari descapotable de color amarillo, rodeando con el brazo a una rubia espectacular. Tras ellos había un segundo Ferrari, igualmente reluciente, pero negro.

—¡Dos Ferrari! —exclamó alguien—. Ahí abajo hay medio millón de dólares.

El ruido de los motores resonaba en los laboratorios científicos que bordeaban la avenida Divinity.

Un hombre se apeó del Ferrari negro. Era de complexión fuerte e iba bien vestido a pesar de su aspecto informal.

—Ese es Vin Drake —dijo Karen King, mirando desde la ventana.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Rick Hutter, de pie junto a ella.

—¿Y cómo es que no lo sabes tú? —replicó ella—. Vincent Drake es seguramente el inversor de capital riesgo más famoso de Boston.

—Si quieres saber mi opinión —dijo Rick—, es una vergüenza. Estos coches deberían estar prohibidos desde hace años.

Pero ya nadie le prestaba atención. Todos, corrían hacia la escalera, apresurándose hacia la calle.

—Pero ¿se puede saber qué es tan importante? —preguntó Rick.

—¿No te has enterado? —respondió Amar, pasando junto a él—. Están aquí para contratar gente.

—¿Contratar? ¿A quién?

—A cualquiera que esté haciendo un buen trabajo en cualquiera de las especialidades que nos interesan —dijo Vin Drake, dirigiéndose a los estudiantes que se apelotonaban a su alrededor—. Microbiología, entomología, ecología química, etnobotánica, fitopatología… En otras palabras, todo lo que sea investigación del mundo natural a nivel micro o incluso nano. Eso es lo que buscamos y hemos venido a contratar. No hace falta que posean un doctorado. Eso no nos importa. Si tienen talento, podrán hacer la tesis con nosotros; pero deberán mudarse a Hawai, porque allí es donde están ubicados los laboratorios.

De pie, en un aparte, Peter abrazó a su hermano.

—¿Es cierto? —le preguntó—. ¿Ya habéis empezado a contratar gente?

La mujer rubia respondió por Eric.

—Sí, es verdad. —Tendió la mano y se presentó como Alyson Bender, directora financiera.

Peter pensó que Alyson Bender tenía un apretón de manos frío y unos modales secos. Llevaba un traje de chaqueta de color tostado y un collar de perlas naturales.

—Antes de final de año necesitamos al menos un centenar de investigadores de primera categoría —dijo—. No son fáciles de conseguir, y eso que ofrecemos lo que seguramente es el mejor entorno de investigación de la historia de la ciencia.

—¿De veras? ¿Y cómo es eso? —preguntó Peter, pensando que probablemente exageraba.

—Es la verdad —intervino Eric—. Vin te lo explicará.

Peter se volvió hacia el coche de su hermano.

—¿Te importa si…? —No podía evitarlo—. ¿Puedo subirme? Solo será un momento.

—Claro, adelante.

Se sentó al volante y cerró la puerta. El asiento deportivo era ajustado y envolvente. Olía a cuero. Los instrumentos eran grandes y prácticos; el volante, pequeño y con unos curiosos botones rojos. Los rayos del sol se reflejaban en la carrocería amarilla. Todo desprendía tal ambiente de lujo que se sintió ligeramente incómodo. No sabría decir si aquella sensación le gustaba o no. Se movió en el asiento y notó algo bajo el muslo.

Metió la mano y sacó lo que parecía una palomita de maíz. Era igual de ligero que una palomita, pero se trataba de una piedra.

Pensó que los cantos ásperos rayarían la piel del asiento, de modo que se la guardó en el bolsillo y bajó del coche.

Un poco más atrás, Rick Hutter contemplaba con el ceño fruncido el Ferrari negro, mientras Jenny Linn lo admiraba.

—Debes comprender, Jenny —dijo Rick—, que este coche constituye una ofensa para la madre tierra, por la cantidad de recursos que han sido necesarios para fabricarlo.

—¿De verdad? —repuso Jenny—. ¿Y eso te lo ha dicho ella? —Acarició la carrocería con los dedos—. Yo creo que es precioso.

Vin Drake se situó en la cabecera de la mesa, flanqueado por Eric Jansen y Alyson Bender. Estaban en una sala subterránea, amueblada únicamente con una mesa de formica y una máquina de café. Los posgraduados se arremolinaron alrededor de ellos, algunos sentados encima de la mesa, otros apoyados contra la pared.

—Todos ustedes son jóvenes científicos que están empezando —comenzó Drake—. Por lo tanto tienen que enfrentarse a la realidad de cómo funciona su campo. ¿Por qué, por ejemplo, se pone tanto énfasis en la vanguardia de la ciencia? ¿Por qué todo el mundo quiere estar en ella? La respuesta es que todos los premios y el reconocimiento van a los nuevos campos. Hace treinta años, cuando la biología molecular era una novedad, hubo numerosos premios Nobel y muchos descubrimientos importantes. Luego, los descubrimientos fueron menos fundamentales, menos innovadores. La biología molecular ya no era una novedad. Para entonces, la gente ya se había pasado a la genética o a la proteómica[2], o bien trabajaba en áreas muy especializadas, como las funciones cerebrales, la conciencia o la diferenciación celular, donde los problemas eran inmensos y seguían sin resolverse. ¿Fue una buena estrategia? La verdad es que no, porque los problemas siguen ahí. Al final, resulta que no basta con que el campo sea nuevo. También es necesario que haya nuevas herramientas. El telescopio de Galileo nos proporcionó una visión distinta del universo; el microscopio de Leeuwenhoek, otra perspectiva de la vida. Y así ha sido hasta la actualidad. Los radiotelescopios han revolucionado nuestros conocimientos astronómicos, y las sondas espaciales no tripuladas han reescrito nuestros conocimientos del sistema solar del mismo modo que el microscopio electrónico ha cambiado la biología molecular. Nuevos instrumentos significa mayores avances. Así pues, como investigadores jóvenes que son, lo que deberían preguntarse es quién dispone de esos nuevos instrumentos.

Se produjo un breve silencio.

—De acuerdo —dijo alguien finalmente—, voy a morder el anzuelo. ¿Quién tiene esas nuevas herramientas?

—Nosotros —declaró Vin—, Nanigen MicroTechnologies. Nuestra empresa dispone de las herramientas que definirán las fronteras de los descubrimientos de la primera mitad del siglo XXI. No estoy bromeando ni tampoco exagerando. Sencillamente estoy diciendo la verdad.

—Eso son palabras mayores —intervino Rick Hutter, que estaba apoyado contra la pared, sosteniendo un vaso de papel con café.

Vin Drake lo miró tranquilamente.

—No hacemos declaraciones a la ligera.

—¿Y cuáles son exactamente esas nuevas herramientas? —insistió Rick.

—Eso es información reservada —repuso Vin—. Los que deseen saberlo no tienen más que firmar un acuerdo de confidencialidad y venir a Hawai para verlo con sus propios ojos. Nosotros les pagaremos el billete.

—¿Cuándo?

—Cuando quieran. Mañana mismo, si les va bien.

Vin Drake tenía prisa. Acabó la presentación, y todos abandonaron el sótano y salieron a la avenida Divinity, donde estaban aparcados los Ferrari. El aire de aquella tarde de octubre era cortante, y los árboles resplandecían con los ocres y amarillos del otoño. Hawai parecía hallarse a millones de kilómetros de distancia de Massachusetts.

Peter se fijó en que su hermano no prestaba atención. Rodeaba con el brazo a Alyson Bender y sonreía, pero parecía que sus pensamientos se hallaran en otra parte.

Peter se acercó a Alyson.

—¿Te importa si te robo un momento a mi hermano? —Y cogiendo a Eric del brazo, lo llevó calle abajo, lejos de los demás.

Peter era cinco años menor que Eric. Siempre había admirado a su hermano y casi le envidiaba la facilidad con la que este resolvía las cosas, desde los deportes, pasando por las chicas y acabando con sus estudios académicos. Parecía que su hermano nunca tuviera que esforzarse, sudar la gota gorda o preocuparse. Ya se tratara de un play-off con su equipo de lacrosse o de los exámenes orales de su doctorado, Eric siempre parecía saber cómo enfrentarse a las situaciones. Siempre se mostraba confiado en sí mismo, siempre tranquilo.

—Alyson parece agradable —comentó Peter—. ¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?

—Un par de meses, y sí, es agradable —repuso Eric, que no parecía particularmente entusiasmado.

—¿Tiene algún «pero»?

Eric se encogió de hombros.

—No, en realidad no. Alyson tiene un máster en administración de empresas y la verdad es que está volcada en su trabajo y puede llegar a ser bastante dura. Ya sabes la historia, «papá quería un chico» y esas cosas.

—Pues, para ser un chico, es francamente guapa.

—Sí, lo es —repuso en el mismo tono.

Peter miró a su alrededor y después a su hermano.

—¿Y qué tal es ir de la mano de Vin Drake?

Vincent Drake tenía una reputación dudosa. Había sido objeto de dos demandas federales y en ambas ocasiones había conseguido derrotar al fiscal, aunque nadie sabía muy bien cómo. La gente lo consideraba un tipo duro, inteligente y sin escrúpulos; pero, sobre todo, una persona de éxito. Peter se había sorprendido al enterarse de que su hermano se había asociado con él.

—Vin sabe conseguir dinero como nadie —explicó Eric—. Sus presentaciones son brillantes y, como se suele decir, siempre acaba llevándose el gato al agua. —Hizo un gesto de resignación—. Por mi parte, acepto los inconvenientes, que básicamente son que es capaz de decir lo que sea con tal de cerrar un trato. De todas maneras, últimamente está siendo más… cuidadoso, va más de ejecutivo serio.

—Así que Vin es el presidente de la empresa, y Alyson la directora financiera. ¿Y tú…?

—Yo soy el vicepresidente encargado de tecnología.

—¿Y te va bien?

—Es perfecto. Lo que quiero precisamente es estar a cargo del área tecnológica. —Sonrió—… Y conducir un Ferrari.

—¿Y qué pasa con los coches? —preguntó Peter mientras caminaban hacia ellos—. ¿Qué vais a hacer con tanto Ferrari?

—Los conduciremos hasta la costa Oeste —explicó Eric— e iremos parando por las universidades importantes, a lo largo del camino, para montar nuestro pequeño espectáculo y atraer candidatos. Luego devolveremos los coches en Baltimore.

—¿Devolverlos?

—Son de alquiler —dijo Eric—. Solo es una forma de llamar la atención.

Peter contempló la cantidad de gente que se arremolinaba alrededor de los vehículos.

—Pues funciona.

—Sí, eso pensábamos.

—De modo que es cierto que buscáis personal.

—Exacto, estamos en ello.

Peter detectó nuevamente cierta falta de entusiasmo en la voz de su hermano.

—¿Qué pasa, Eric? ¿Hay algo que no marcha bien?

—No, nada.

—Vamos…

—En serio, nada. La empresa está funcionando. Estamos haciendo grandes progresos, y la tecnología es impresionante. Todo va sobre ruedas.

Peter no quiso insistir. Siguieron caminando en silencio durante un rato. Eric iba con las manos en los bolsillos.

—Todo va bien. De verdad.

—De acuerdo.

—Sí, en serio.

—Te creo.

Llegaron al final de la calle, dieron media vuelta y se dirigieron hacia el grupo que rodeaba los coches.

—Bueno —dijo Eric—, cuéntame con cuál de las chicas de tu laboratorio estás saliendo.

—¿Yo? Con ninguna.

—Entonces, ¿con quién?

—Por el momento, con nadie —dijo Peter en tono de abatimiento.

Eric siempre había tenido todas las chicas que había querido, pero la vida amorosa de Peter era errática y poco satisfactoria. Había salido con una chica de antropología que trabajaba en el Museo Peabody, al final de la calle; pero la historia acabó cuando ella lo dejó por un profesor visitante recién llegado de Londres.

—La chica asiática es mona.

—¿Jenny? Sí, muy mona, solo que juega en el equipo contrario.

—Qué lástima. —Señaló con la cabeza—. ¿Y la rubia?

—Se llama Erika Molí —explicó Peter—. Es de Munich y, según parece, no le interesan las relaciones estables.

—Vaya, aun así…

—Olvídalo, Eric.

—Pero si tú…

—Ya nos lo hemos montado, ¿vale?

—Vale. ¿Y esa alta y morena?

—Esa es Karen King. Es una aracnóloga que se dedica a estudiar la formación de las telas de araña y también participó en la redacción de un libro de texto, Living Systems. Lo malo es que es de las que intentan que nadie lo olvide.

—¿Un poco engreída?

—Un poco.

—Parece estar en forma —dijo Eric, sin apartar la vista de Karen.

—Sí, es una fanática del cuidado del cuerpo. Gimnasios, artes marciales y esas cosas.

Se acercaron al grupo y Alyson llamó a Eric con la mano.

—¿Estás listo, cariño? —le preguntó.

Eric asintió y abrazó a su hermano antes de estrecharle la mano.

—¿Y ahora qué te espera? —le preguntó Peter.

—La carretera. Tenemos una cita en el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts y, por la tarde, iremos a la Universidad de Boston. Luego seguiremos camino. —Dio un puñetazo amistoso en el hombro de su hermano—. No seas tonto y ven a verme.

—Lo haré —repuso Peter.

—Y trae a tu grupo contigo. Te prometo, a ti y a todos, que no os llevaréis una decepción.