Prólogo

Nanigen

9 de octubre, 23.55 h

Conducía por la autopista Farrington, al oeste de Pearl Harbor, dejando atrás los campos de caña de azúcar de color verde oscuro a la luz de la luna. Aquella había sido durante mucho tiempo una zona agrícola de Oahu, pero hacía poco que había empezado a transformarse. A su izquierda, a lo lejos, vio los techos planos y metálicos del nuevo polígono industrial Kalikimaki, una mancha plateada en medio de un entorno verdoso.

En realidad, y Marcos Rodríguez lo sabía, aquello no tenía mucho de polígono industrial. La mayoría de los edificios eran simples almacenes que se alquilaban por un módico precio.

Había una tienda de artículos náuticos, el taller de un tipo que hacía tablas de surf por encargo, un par de talleres y una herrería. Eso era todo.

Y, naturalmente, la razón de su visita aquella noche: Nanigen MicroTechnologies, una nueva empresa del continente que ocupaba un gran espacio al final del polígono.

Rodríguez salió de la autopista y se internó entre los silenciosos edificios. Era casi medianoche, y el polígono, industrial estaba desierto. Aparcó delante de Nanigen.

Desde fuera, el edificio era igual que los otros: una fachada metálica alta de una sola planta con un techo de plancha ondulada; en realidad, no era más que un enorme cobertizo tosco y barato. Sin embargo, Rodríguez sabía que había algo más. Antes de erigir esa construcción, la empresa había excavado un pozo profundo en el suelo de lava y lo había llenado de equipos electrónicos. Fue entonces cuando se levantó aquella fachada anodina, que en esos momentos estaba cubierta del polvo rojizo y fino de los campos de los alrededores.

Rodríguez se puso los guantes de goma y se guardó la cámara digital en el bolsillo junto con el filtro infrarrojo. Luego, salió del coche. Llevaba un uniforme de guardia de seguridad, pero se bajó la visera de la gorra, por si hubiera cámaras vigilando la calle. Sacó la llave que le había cogido a la recepcionista de Nanigen algunas semanas atrás, cuando el tercer cóctel Blue Hawai que se tomó la había dejado fuera de combate.

Hizo una copia de la llave y la devolvió antes de que la chica recobrara el conocimiento.

Gracias a la recepcionista había averiguado que Nanigen ocupaba más de tres mil setecientos metros cuadrados de laboratorios e instalaciones de alta tecnología donde, según ella, se llevaban a cabo trabajos de robótica avanzada. No sabía exactamente en qué consistían esos trabajos pero sí que los robots eran sumamente pequeños.

—Investigan con plantas y productos químicos —dijo ella vagamente.

—¿Y necesitan robots para eso?

—Sí, eso parece —contestó, con un gesto de indiferencia.

Pero también le dijo que el edificio no tenía sistema de seguridad. Ni alarma ni detectores de movimiento ni guardias ni rayos láser ni cámaras.

—Entonces, ¿qué utilizan? ¿Perros?

La recepcionista negó con la cabeza.

—Nada —contestó—. Solo una cerradura en la puerta principal. Dicen que no necesitan medidas de seguridad.

En aquellos momentos, Rodríguez sospechó que Nanigen no era más que una empresa fantasma, una tapadera para blanquear dinero. Ninguna empresa de alta tecnología establecería su sede en un almacén tan cutre, lejos del centro de Honolulu y de la universidad, de donde se nutrían todas las compañías del sector. Si Nanigen estaba en una zona tan apartada, sin duda era porque tenía algo que ocultar.

Eso mismo pensaba su cliente. Y esa era la razón de que lo hubieran contratado a él. Lo cierto era que investigar empresas de alta tecnología no constituía su campo habitual de trabajo.

Lo normal era que lo llamaran abogados para que siguiera a los maridos infieles que iban a Waikiki para echar una cana al aire.

En este caso, también lo había contratado un abogado local, Willy Fong, pero Willy no era el cliente y tampoco quería desvelar la identidad de este.

Rodríguez tenía sus sospechas. Supuestamente, Nanigen había gastado millones de dólares en equipos electrónicos procedentes de Shangái y de Osaka. Lo más probable era que algunos de esos proveedores desearan saber qué estaban haciendo con sus productos.

—¿De eso va el asunto, Willy, de si chinos o japoneses?

Willy Fong se había encogido de hombros.

—Ya sabes que no puedo decírtelo, Marcos.

—Pero no tiene sentido. Ese lugar carece de sistemas de seguridad. Tus clientes no tienen más que abrir la puerta cualquier noche y verlo por sí mismos. No me necesitan para nada.

—¿Estás rechazando un trabajo?

—Solo quiero saber de qué va todo esto.

—Quieren que entres y averigües lo que hay en ese edificio, que saques algunas fotos. Eso es todo.

—No me gusta. Creo que se trata de una estafa.

—Probablemente lo sea.

Willy le lanzó una mirada cansada, como diciéndole «y a ti ¿qué más te da?» y añadió:

—Pero al menos nadie se levantará de la mesa y te dará un puñetazo en la boca.

—Cierto.

Fong se repantigó en su silla y cruzó los brazos sobre su abultada barriga.

—Bueno, Marcos, ¿vas a hacerlo o no?

Mientras Rodríguez caminaba hacia la puerta principal a medianoche, empezó a sentirse nervioso. «Dicen que no necesitan medidas de seguridad». ¿Qué demonios significaba eso? Hoy en día todo el mundo disponía de medidas de seguridad, de muchas medidas de seguridad, en realidad, especialmente en los alrededores de Honolulu. No había elección.

No vio ventanas en el edificio, únicamente una puerta metálica. En un rótulo, junto a ella, se leía: NANIGEN MICROTECHNOLOGIES INC. Y debajo: IMPRESCINDIBLE CITA PREVIA.

Metió la llave en la cerradura y la giró. La puerta se abrió.

«Demasiado fácil», se dijo mientras miraba atrás, a su espalda, antes de escabullirse dentro.

Las luces nocturnas de seguridad iluminaban la recepción de paredes de cristal, con un mostrador y una sala de espera con sofás y algunas revistas y publicaciones de la empresa. Rodríguez encendió la linterna y se adentró por un pasillo, al final del cual había dos puertas. Entró por la primera y pasó a un segundo pasillo con las paredes de cristal. Había laboratorios a ambos lados, mesas de trabajo largas y llenas de material, y filas de botellas en los estantes superiores. Cada diez metros había una nevera de acero inoxidable en funcionamiento y algo que parecía una lavadora.

Tablones llenos de mensajes, pósits en la nevera, pizarras llenas de fórmulas. La impresión general era de desorden, pero Rodríguez tuvo la abrumadora sensación de que aquello era una empresa de verdad y que realmente Nanigen desarrollaba allí una labor científica. ¿Para qué necesitaban robots?

Entonces los vio. Eran extraordinariamente raros: unos artilugios cuadrados, de metal, dotados de brazos mecánicos y apéndices. Se parecían a esos cacharros que enviaban a Marte.

Los había de distintos tamaños y formas. Algunos tenían el tamaño de una caja de zapatos y otros eran mucho más grandes.

Entonces reparó en que junto a cada uno había una versión más pequeña del mismo robot, y que al lado de esta, otra aún más reducida. Y así sucesivamente hasta los que eran del tamaño de una uña, diminutos pero con todos los detalles. Los bancos de trabajo disponían de lupas potentes para que los técnicos pudieran ver los robots. Rodríguez se preguntó cómo lograban construir algo tan pequeño.

Llegó al final del pasillo y vio una puerta con un pequeño cartel: NÚCLEO TENSOR. Abrió y sintió una corriente de aire frío. La sala que había al otro lado era grande y oscura. A la derecha distinguió una hilera de mochilas que colgaban de unos ganchos de la pared, como si tuvieran previsto salir de excursión. Por lo demás, el lugar estaba desierto. Oyó un zumbido intenso de corriente alterna, pero nada más. Reparó en que el suelo estaba surcado de profundas líneas que dibujaban formas hexagonales, aunque también cabía la posibilidad de que se tratara de grandes baldosas con esa forma. Con tan poca luz, no podía estar seguro.

Pero entonces se dio cuenta de que había algo debajo del suelo, un entramado enorme y complejo de tubos hexagonales y de cables de cobre apenas visibles. Comprendió que el suelo era de plástico y que podía ver a través de él los equipos electrónicos que habían sido enterrados allí.

Se agachó para ver mejor y, mientras miraba a través de los hexágonos, vio que una gota de sangre salpicaba el suelo.

Y luego otra. Las miró con curiosidad antes de llevarse la mano a la frente. Estaba sangrando justo por encima de la ceja derecha.

—¡Qué demonios…!

Se había cortado con algo. No había notado nada, pero tenía sangre en el guante y la ceja le seguía sangrando. Se levantó. La sangre rodaba por su mejilla y la barbilla, y le estaba manchando el uniforme. Presionó la herida y corrió al laboratorio más cercano en busca de un pañuelo de papel o un trapo.

Encontró una caja de Kleenex y se acercó a un lavamanos que tenía un pequeño espejo encima. Se enjugó la herida, que ya había dejado de sangrar. El corte era pequeño y fino. No sabía cómo había podido ocurrir, pero parecía uno de esos cortes que se hacen con un papel.

Miró la hora en su reloj. Las doce y veinte. Hora de volver al trabajo. Entonces vio que en la mano tenía un corte profundo desde los nudillos hasta la muñeca y que la piel se separaba y empezaba a sangrar. Gritó de miedo. Cogió más pañuelos de papel y después una toalla del lavamanos.

La desgarró y se vendó la mano herida. De repente, notó un dolor lacerante en la pierna y vio que algo le había cortado el pantalón, a la altura del muslo, y que también sangraba.

Rodríguez dejó de pensar. Dio media vuelta y echó a correr.

Trastabilló por el pasillo, de vuelta a la puerta principal, arrastrando la pierna herida. Era consciente de que estaba dejando un rastro con el que podrían identificarlo, pero no le importó. Lo único que quería era salir de allí.

Poco antes de la una de la madrugada, Rodríguez detuvo el coche ante la oficina de Fong. La luz del segundo piso seguía encendida. Subió a trompicones por la escalera de atrás. Se encontraba débil por la pérdida de sangre, pero estaba bien.

Entró directamente por la puerta trasera, sin llamar.

Fong estaba allí, con un hombre al que Rodríguez no había visto nunca, un chino de unos veinte años que fumaba un cigarrillo e iba vestido con un traje negro. Fong se volvió.

—¿Qué demonios te ha pasado? Tienes un aspecto horrible. —Se levantó, cerró la puerta con llave y regresó—. ¿Te has metido en una pelea?

Rodríguez se apoyó en el escritorio. Seguía sangrando. El tipo chino retrocedió un paso sin decir nada.

—No, no me he metido en ninguna pelea.

—Entonces, ¿qué diantre te ha ocurrido?

—No lo sé. Ha ocurrido, sin más.

—¿De qué demonios estás hablando? —dijo Fong, irritado—. Desvarías, amigo. ¿Qué ha pasado?

El joven chino tosió. Rodríguez levantó la vista y vio que bajo su barbilla se acababa de abrir un corte rojo de lado a lado. La sangre empezó a mancharle la camisa. El muchacho parecía conmocionado. Se llevó las manos a la garganta, y la sangre se le escapó entre los dedos. Luego, cayó hacia atrás.

—¡Santo Dios! ¿Lo has hecho tú? —exclamó Fong, que se acercó corriendo al joven tendido en el suelo. Entre estertores, el chino golpeaba la moqueta con los talones.

—No —contestó Rodríguez—. Es lo que intento explicarte.

—Esto es una mierda —dijo Fong—. ¿Tenías que traer esto a mi despacho? ¿No se te ocurrió pensarlo mejor? Porque limpiar todo esto…

Un hilo de sangre salpicó el lado izquierdo del rostro de Fong. La arteria seccionada de su cuello bombeaba a borbotones. Se cubrió la herida con la mano, pero la sangre siguió manando entre sus dedos.

—¡Qué mierda…! —farfulló y se desplomó en la silla. Miró a Rodríguez—. ¿Cómo…?

—No tengo ni idea —contestó Rodríguez, que sabía lo que se avecinaba.

Apenas tuvo que esperar. Casi no notó el corte en la nuca.

El mareo llegó rápidamente y se desplomó. Quedó tumbado de costado, en un charco formado por su propia sangre, mirando la mesa de Fong y los zapatos de este, que asomaban por debajo. «El muy cabrón ni siquiera me ha pagado», pensó.

Luego, la oscuridad lo envolvió.

El titular decía: TRES MUERTOS EN UN EXTRAÑO PACTO DE SUICIDIO y ocupaba buena parte de la primera página del Honolulu Star-Advertiser. Sentado a su mesa, el teniente Dan Watanabe dejó el periódico a un lado y miró a su jefe, Marty Kalama.

—Me están acribillando a llamadas —dijo Kalama, que llevaba unas gafas de montura metálica y parpadeaba constantemente. Tenía aspecto de profesor más que de policía. Sin embargo, era un akamav[1] y sabía lo que se hacía—. He oído que tenemos problemas, Dan.

—¿Con lo del suicidio? Puedes estar seguro. —Watanabe asintió—. Y de los gordos. En mi opinión, este caso no tiene sentido.

—¿Y de dónde lo han sacado los periódicos?

—De donde lo sacan todo —repuso Watanabe—. Se lo han inventado.

—Dame los detalles —dijo Kalama.

Watanabe no tuvo que consultar sus notas. Aun después de varios días, la escena seguía viva en su mente.

—Willy Fong tenía un despacho en el segundo piso de uno de esos pequeños edificios de la calle Puhui, al otro lado de Lillihi, al norte de la autopista; una casa de madera medio desvencijada, con cuatro oficinas. Willy tenía sesenta años. Seguramente lo conocías, se dedicaba a delitos por conducir borracho y asuntos parecidos. Nada importante. Siempre ha estado limpio. Los otros inquilinos del edificio empezaron a quejarse del olor que salía de su despacho, así que fuimos a echar un vistazo y nos encontramos con tres fiambres. Tres varones. El forense dice que llevaban muertos entre dos y tres días. No puede precisar más. El aire acondicionado estaba apagado, de modo que los cuerpos se encontraban en avanzado estado de descomposición. Los tres habían muerto a causa de heridas de arma blanca. Willy murió en su silla, tenía la carótida seccionada. En el otro extremo de la estancia había un joven chino al que todavía no hemos podido identificar. De todas maneras, creemos que es de aquí. Tenía el cuello y las dos yugulares cortadas, así que se desangró rápidamente. La tercera víctima era el portugués ese de la cámara, Rodríguez.

—¿El que se dedicaba a hacer fotos de los que vienen a Hawai a montárselo con su secretaria?

—El mismo. Ese al que siempre acababan dando una paliza. El caso es que estaba allí y con cortes por todo el cuerpo: la cara, la frente, una mano, las piernas y la nuca. Nunca he visto nada parecido.

—¿Puede que fueran autoinfligidos?

—El forense dice que no, que alguien se los hizo y, además, a lo largo de cierto período de tiempo, puede que una hora. Tenemos sangre de Rodríguez en la escalera de atrás, huellas suyas subiendo y también en el coche aparcado ante el edificio. Eso quiere decir que ya estaba sangrando cuando llegó.

—¿Y qué crees que pasó?

—No tengo ni idea —repuso Watanabe—. Si se trata de un suicidio, tenemos a tres tíos y ni una sola nota, lo cual no me cuadra. Además, tampoco hemos encontrado ningún cuchillo, a pesar de que pusimos el despacho patas arriba. Y por si fuera poco, estaba cerrado por dentro, tanto la puerta como las ventanas, así que nadie pudo haber salido de allí. También buscamos huellas en los cristales, por si alguien había entrado por las ventanas, pero no encontramos ninguna huella, solo mugre.

—¿Tal vez alguien tiró el cuchillo por el retrete?

—No —contestó Watanabe—. No había rastro de sangre en el cuarto de baño. Eso significa que nadie entró allí después de los cortes, lo que nos deja con tres tipos muertos a cuchilladas en una habitación cerrada y sin móvil, sin arma y sin nada.

—¿Y ahora qué?

—Rodríguez era detective privado y venía de algún sitio.

Ya se había cortado en alguna parte. Estoy intentando averiguar dónde pudo ocurrir, dónde empezó todo. —Watanabe hizo un gesto de impotencia—. Rodríguez llevaba un recibo de la gasolinera de Kelo’s Mobil, en Kalepa. Llenó el depósito a las diez de la noche. Sabemos cuánta gasolina consumió, de modo que podemos trazar un radio de hasta dónde pudo conducir desde la gasolinera hasta su destino y volver.

—Va a ser un radio muy amplio. Abarcará casi toda la isla.

—Estamos haciendo algunos progresos. En los neumáticos de Rodríguez encontramos restos de gravilla, arenisca triturada. Parece probable que estuviera en alguna zona en construcción o algo parecido. Comprobaremos las opciones. Puede que nos lleve un tiempo, pero encontraremos el lugar. —Watanabe empujó el periódico en la mesa—. Entretanto, yo diría que la prensa ha dado en el clavo. Un triple pacto de suicidio y ya está. Al menos por el momento.