(The Wonderful Death of Dudley Stone, 1954)
—¡VIVO!
—¡Muerto!
—Vivo en Nueva Inglaterra, maldición.
—¡Muerto hace veinte años!
¡Pasaré el sombrero, iré yo mismo, y traeré de vuelta cabeza de ese hombre!
Así fue la conversación aquella noche. La inició un desconocido que se puso a hablar de la muerte de Dudley Stone. ¡Está vivo! gritamos, ¿Y no lo sabiamos nosotros? ¿No éramos acaso los últimos y endebles representantes de quienes habían quemado incienso leyendo los libros de Dudley Stone a la luz de brillantes lánparas votivas, en la década del veinte?
El caso Dudley Stone. Aquel magnífico estilista, el más eminente de los monstruos literarios. Recuerdan ustedes sin duda las manos levantadas, los pisos que faltaron bajo los pies, los silbidos apocalípticos que se oyeron en todas partes cuando Dudley Stone escribió a los editores:
Caballeros: Hoy, a los 30 años, me retiro del mundo, renuncio a escribir, quemo todos mis efectos, echo mis últimos manuscritos a la basura, grito: al fin, y les deseo a ustedes que lo pasen bien. Afectuosarnente. Dudley Stone.
Terremotos y avalanchas, en ese orden.
—¿Por qué? —nos preguntamos, a lo largo de los años.
En un tono delicadamente melodramático discutíamos qué habría apartado a Dudley Stone de la carrera literaria. Las mujeres quizá. O la Botella. O los Caballos, que habían dejado atrás a un ejemplar magnífico, todavía en la flor de la edad.
Todos estábamos convencidos, y asi lo admitíamos en privado y en público, que la lava de Stone era incontenible, y que si no hubiese dejado de escribir, Faulkner, Hemingway, y Steinbeck ya estarían sepultados y olvidados. Algo más triste: Stone, al borde de la obra maestra, dio un día media vuelta y se retiró a vivir en una aldea que llamaremos Oscuridad, cerca del océano que llamaremos adecuadamente el Pasado.
¿Por qué?
La pregunta nos acompañó siempre, a todos aquellos que habíamos visto los destellos del genio en las obras multicolores de Stone.
Una noche, hace pocas semanas, mientras meditábamos en la erosión causada por los años, y descubríamos que las caras de los otros estaban un poco más arrugadas, y nuestros cabellos bastante más ausentes, llegamos a enfurecernos pensando en la típica ignorancia ciudadana a propósito de Dudley Stone.
Al menos, murmuramos, Thomas Wolfe había conocido el éxito antes de llevarse la mano a la nariz y saltar al abismo de la Eternidad. Por lo menos los críticos se juntaron a mirar, luego que Wolfe se hundió en las sombras, como se mira el cielo por donde cruzó un meteoro encendido. ¿Pero quién recordaba ahora a Dudley Stone, a las camarillas de amigos, a los admiradores entusiastas de aquella década?
—Paso el sómbrero —dije—. Viajaré quinientos kilómetros, lo tomaré a Dudley Stone por los pantalones y le diré: «Escuche, señor Stone, ¿por qué nos dejó de esa mala manera? ¿Por qué no escribió un libro en veinticinco años?».
El sombrero estaba forrado de billetes. Mandé un telegrama y tomé el tren.
No sé qué esperaba yo. Quizá encontrar una manta religiosa apagada y decrépita, que susurraba en las cercanías de la estación, arrastrada por los vientos marinos, un espectro blanco como la tiza, y que me hablaría con esa voz de las hierbas y los mimbres que se mueven en la noche. Me apreté las rodillas, ansioso, mientras el tren gruñía entrando en la estación. Bajé y me encontré en la soledad del campo, a un kilómetro del mar, preguntándome qué locura insensata me habia llevado allí, tan lejos.
En un tablero de noticias, frente a la oficina de billetes, descubrí un montón de papeles, de centímetros de alto, pegados y clavados allí durante años innumerables. Hojeando los papeles, apartando capas antropológicas de material impreso, descubrí lo que buscaba. Dudley Stone candidato concejal, Dudley Stone candidato a sheriff. ¡Dudley Stone candidato a alcalde! Una y otra vez, a lo largo de los años, la fótografía de Stone, blanqueada por el sol y la lluvia; apenas reconocible, reclamaba cargos de mayor responsabilidad en la vida de este mundo a orillas del océano. Me quedé allí un rato, leyendo.
—¡Eh!
Y Dudley Stone salió de la nada, detrás de mí, cruzando la plataforma de la estación.
—¿Es usted el señor Douglas?
Me volví enfrentándome con una vasta arquitectura de hombre, voluminoso, pero no gordo, las piernas como pistones macizos que lo llevaban adelante, una flor brillante en la solapa, una corbata brillante al cuello. Stone me trituró la mano y me miró desde arriba como el Dios Miguel Angel creando a Adán con un toque poderoso. La cara de Stone era como esas imágenes del Viento Norte y el Viento Sur que soplan fríos y cálidos en los mapas de los viejos marineros[2]. Era la misma cara que simboliza al sol en las esculturas egipcias, ¡ardiente de vida!
Dios mío, pensé. Y este es el hombre que no ha escrito una línea en veinticinco años. Imposible. Está tan vivo que es un pecado. ¡Se alcanza a oir cómo le late el corazón!
Debo de haberlo mirado un rato con los ojos muy abiertos, permitiéndole que se saciara en mis sentidos estupefactos.
—Cree encontrarse ante el espectro de Marley —rió—. Admítalo.
—Yo…
—Mi mujer nos espera con una comida tradicional. Habrá cerveza abundante. Me gusta el sonido de la palabra. Cerveza. Levanta el espiritu caído. —Un enorme reloj de oro le colgaba a Stone sobre el chaleco, sostenido por cadenas brillantes. Me apretó el codo y me arrastró, como un mago que vuelve a la madriguera llevando consigo un desdichado conejo—. ¡Qué alegría verlo aquí! Supongo que ha venido como los otros, a hacerme la misma pregunta, ¿eh? Bueno, ¡esta vez lo diré todo!
El corazón me saltó en el pecho.
—¡Magnífico!
Detrás de la estación esperaba un Ford T abierto de 1927.
—Aire fresco. Manejando a esta hora del crepúsculo, el viento le trae a usted todo el campo, las hierbas, las flores. ¡Espero que no sea usted uno de esos hombres que andan siempre de puntillas, cerrando ventanas! Mi casa es como la cima de una meseta. No tenemos otra escoba que el viento. ¡Arriba!
Diez minutos después dejamos la carretera y entramos en un camino que nadie cuidaba desde hacía años. Stone sonreía impasible saltando corcovas y metiéndose en pozos. ¡Bum! Recorrimos traqueteando los últimos metros hasta una casa de dos pisos, tosca y despintada. Stone dejó que el coche jadeara y muriera en silencio.
—¿Quiere la verdad? —Stone se volvió para mirarme a la cara y me puso en el hombro una mano seria—. Me asesinó un hombre con una pistola, hace casi exactamente veinticinco años.
Me quedé mirándolo, mientras Stone saltaba del coche. Era tan sólido como una tonelada de roca, nada fantasmagórico, y sin embargo supe que la verdad estaba allí de algún modo, en las palabras que me dijo antes de dispararse a sí mismo como una bala de cañón hacia la casa.
—Esta es mi mujer, y esta es la casa, ¡y esta es la cena esperándonos! Observé el panorama. Ventanas en tres lados del vestíbulo, una vista del mar, la costa, los prados. Las ventanas quedan abiertas en tres de las cuatro estaciones. Le juro que en pleno verano llega aquí el olor de los limones, y en diciembre algo de la Antártida, amoníaco y helado de crema. ¡Siéntese! Lena, ¿no es bueno que este hombre haya venido?
—Espero que le guste el cocido de Nueva Inglaterra —dijo Lena ahora aquí, ahora allá, una mujer alta, bien plantada, el sol del Este, la hija de Papá Noel, el rostro brillante como una lámpara que iluminaba la mesa mientras ponía los platos pesados, capaces de resistir el puñetazo de un gigante; y unos cubiertos sólidos para dar de comer a los leones.
Una vaharada de vapor se alzó hacia nosotros, y bajamos por ella dichosamente, como pecadores al infierno. Vi que los platos iban y venían tres veces y sentí el lastre en el pecho, la garganta y al fin en los oídos. Dudley Stone me sirvió un brebaje de uvas silvestres que habían pedido misericordia, dijo. Sopló suavemente en la embocadura verde de la botella de vino, y la botella emitió una melodía breve; de una sola nota.
—Bueno, ya ha esperado bastante —me dijo, mirándome desde esa distancia que separa a las gentes cuando beben, y que en ciertos momentos de la noche es la intimidad misma—. Le hablaré de mi asesinato. No le hablé a nadie antes, créame. ¿Conoce usted a John Oatis Kendall?
—Un escritor menor de los años veinte, ¿no es así? —dije—. Unos pocos libros. Se apagó en el 31. Murió la semana pasada.
—Sí, John Oatis Kendall, que se apagó en el año 1931, un escritor que prometía mucho.
—No tanto como usted —dije rápidamente.
—Bueno, espere. Crecimos juntos, John Oatis y yo. Nacimos cuando la sombra de un roble tocó mi casa a la mañana y la casa de Oatis a la noche. Nadamos juntos en todos los arroyos del mundo, nos enfermamos juntos con manzanas ácidas y cigarrillos, vimos las mismas luces en el mismo cabello rubio de la misma chica, y ya en la adolescencia decidimos patearle el estómago al destino, juntos, y que nos golpearan a los dos la cabeza. Los dos empezamos bien, y luego yo seguí mejor y todavía mejor a medida que pasaban los años. Si el primer libro de Oatis recibía una buena crítica, el mío recibía seis. Me condenaban a mí una vez y a Oatis una docena. Eramos como dos amigos en un tren que el público ha separado. Allá iba John Oatis en el vagón de cola, muy atrás, gritando: «¡Sálvenme! ¡Me están dejando en Tank Town, Ohio! ¡El camino es el mismo!». Y el conductor decía: «¡Sí, pero no es el mismo tren!». Y yo gritaba: «¡Creo en ti, John, no píerdas el coraje, volveré por ti!». Y el vagón de cola se sacudía detrás, y las luces verdes y rojas brillaban en la sombra como cerezas y limones, y los dos gritábamos nuestro afecto: «¡John, viejo!». «¡Dudley, amigo!» mientras John Oatis se quedaba en un rincón oculto detrás de unos depósitos de lata a medianoche, y mi máquina, con todas las banderas al viento y las bandas de música, marchaba hacia el nuevo día.
Dudley Stone hizo una pausa y advirtió mi aspecto de confusión general.
—Todo esto lleva a mi asesinato —dijo—. Pues John Oatis cambió en 1930 unas pocas ropas viejas y algunos ejemplares de sus libros por una pistola, y luego vino a esta misma casa y a este mismo cuarto.
—¿Pensaba realmente en matarlo a usted?
—¿Pensaba? ¡Demonios! ¡Lo hizo! ¡Pum! ¿Un poco de vino? Mejor así.
La señora Stone puso en la mesa una torta de frutillas mientras Stone disfrutaba de mi farfulleo impaciente. Stone dividió la torta en tres grandes trozos, y me miró imitando amablemente al Huésped de la Boda[3].
—Aquí estaba, John Oatis, sentado en esa misma silla de usted: Detrás, afuera, bajo techo, diecisiete jamones ahumados; quinientas botellas de lo mejor; más allá de la ventana, el campo abierto, el mar elegante adornado de encajes; arriba, la luna como un plato de crema fresca; en todas partes la panoplia de la primavera, y también Lena del otro lado de la mesa, un sauce en el viento que se ríe de todo lo que digo, y de lo que no quiero decir, los dos de treinta años, recuérdelo, treinta años; la vida un tiovivo maravilloso, y las manos se movían tocando acordes perfectos, mis libros se vendían bien, las cartas de los admiradores llegaban como animadas fuentes blancas, los caballos esperaban en los establos preparados para paseos nocturnos a ensenadas donde nosotros o el mar nos susurrábamos todos los deseos. Y John Oatis sentado donde está usted ahora, sacando tranquilamente del bolsillo la pequeña pistola azul.
—Me reí, pensando que era un encendedor de cigarros de alguna clase —dijo la señora Stone.
—Pero John Oatis dijo muy serio: «Voy a matarlo señor Stone».
—¿Qué hizo usted?
—¿Qué hice? Quedarme sentado, aturdido, estupefacto. Oí un golpe terrible. ¡La tapa del ataúd en la cara! Oí el carbón que se me venía encima en una caída negra, los terrones que cegaban mi puerta. Dicen que todo el pasado desfila ante nosotros entonces. Tonterías. Vemos el futuro. Nos vemos la cara, como un caldo de sangre. Uno se queda así sentado hasta que balbucea al fin:
—Pero, John, ¿qué te he hecho?
—¿Qué me has hecho? —gritó John.
»Y los ojos de John recorrieron el estante largo y la hermosa brigada de libros donde brillaba mi nombre como el ojo de una pantera en la oscuridad marroquí. El revólver le tembló en la mano sudorosa.
—Bueno, John —dije prudentemente. ¿Qué quieres?
—Algo por encima de todo —me dijo—. Matarte y ser famoso. Ser conocido toda una vida y más allá como el hombre que mató a Dudley Stone.
—¡No puedes hablar en serio!
—Hablo en serio. Seré muy famoso. Mucho más famoso que ahora, a tu sombra. Sólo un escritor sabe de veras lo que es el odio. Dios, cómo quise tu obra, y Dios, cómo te odié porque escribías tan bien. Interesante ambivalencia. Pero no la aguanto más. No soy capaz de escribir como tú así que tendré el camino de la fama que me parece más fácil. Te suprimiré del mundo mientras todavía eres joven. Dicen que tu próximo libro será el mejor, ¡el más brillante!
—Exageran.
—Creo que tienen razón.
»Me volví a Lena, sentada más allá de John. Estaba asustado, pero no tanto como para gritar o correr y estropear la escena, que podría terminar así inadvertidamente.
»—Calma —dije—. Calma. Siéntate aquí, john. Te pido sólo un minuto. Luego puedes apretar el gatillo.
—¡No! —dijo Lena.
—Calma —dije pensando en Lena, en John y en mí mismo.
»Miré por las ventanas abiertas, sentí el viento, pensé en los vinos del sótano, las ensenadas de la bahía, el mar, la luna noctuma como un disco de mentol que refresca los cielos del verano, arrastrando nubes de sales llameantes, las estrellas, que siguen a la luna girando hacia la mañana. Pensé en mis treinta escasos años, en los treinta de Lena; en la vida que teníamos por delante. Pensé en toda la carne de la vida, suspendida en lo alto, ¡esperando a que yo empezara de veras el banquete! Nunca había trepado a una montaña, nunca había navegado en el mar, nunca había sido candidato a alcalde, nunca me había zambullido buscando perlas, nunca había tenido un telescopio, nunca había actuado en un escenario ni había construirlo una casa ni había leído los clásicos que yo deseaba leer. ¡Tantos actos esperando aún!
»Y así en aquellos sesenta segundos casi instantáneos pensé al fin en mi carrera. Los libros que había escrito, los que estaba escribiendo, los que quería escribir. Las crónicas, las ventas, la abultada cuenta en el banco. Y, créame o no, por primera vez en mi vida me sentí libre de todo eso. Me convertí de pronto en un crítico. Comparé y medí. En una mano puse todos los barcos que no había tomado, las flores que no había plantado, los niños que no había mirado aún, Y Lena allí, como la diosa de las cosechas. En medio puse a John Oatis Kendall y la pistola: el fiel que sostiene los platillos. Y en el extremo opuesto puse mi lapicera, mi tinta, el papel en blanco, mi docena de libros. Hice algunos ajustes menores. Los sesenta segundos pasaban de prisa. La leve brisa nocturna soplaba sobre la mesa, y acarició de pronto el pelo de Lena, un rizo de la nuca, y oh, Dios, lo acarició tan dulcemente…
»La pistola me apuntaba aún. Yo había visto fotografías de los cráteres de la luna, y ese agujero en el espacio que llaman la nebulosa de carbón, pero nada era tan grande, créame, como la boca de esa pistola en el otro extremo del cuarto.
»—John —dije al fin—, ¿me odias tanto? ¿Porque he tenido suerte y tú no?
—¡Sí, maldita sea! —gritó John.
»Era casi divertido que me envidiara. Yo no escribía mucho mejor que él. Una cierta habilidad era toda la diferencia.
—John —le dije serenamente—, si me quieres muerto me tendrás muerto. ¿Te parecería bien que yo no escribiese más?
»—¡Nada me parecería mejor! —gritó John—. ¡Prepárate!
»¡Me apuntó al corazón!
»—Muy bien —dije—. No escribiré nunca más.
»—¿Qué? —dijo John.
—Somos viejos amigos, nunca nos mentimos, ¿no es cierto? Entonces tómame la palabra, desde esta noche en adelante nunca llevaré la pluma al papel.
—Oh, Dios dijo John, y se rió despreciativo e íncrédulo.
—Ahí —dije, señalando el escritorio con un movimiento de cabeza— están los originales de los libros en que he estado trabajando los últimos tres años. Quemaremos uno ahora. El otro puedes llevártelo tú mismo y tirarlo al mar, Límpia la casa, toma todo lo que tenga un mínimo de parecido con la literatura, echa al fuego mis libros publicados. Adelante.
»Me levanté. John pudo haberme matado entonces, pero estaba fascinado. Arrojé un manuscrito a la chimenea y acerqué un fósforo.
—¡No! —dijo Lena. Me volví—. Sé lo que hago —dije.
Lena se echó a llorar. John Oatis Kendall me miraba, hechizado. Le alcancé el otro manuscrito inédito—. Toma —dije, poniéndole las hojas bajo el zapato derecho de modo que el pie era ahora como un pisapapeles. Me senté otra vez. Soplaba el viento y la noche era tibia, y Lena estaba del otro lado de la mesa, blanca como una flor de manzano.
—Desde hoy en adelante no escribiré una palabra más —dije.
Al fin John Oatis atinó a decir: —¿Cómo puedes hacer eso?
—Para que todos sean felices —dije—. Para que tú seas feliz, pues más adelante seremos otra vez amigos. Para que Lena sea feliz, pues seré otra vez un marido y no una foca amaestrada. Y para mi propia felicidad, pues prefiero ser un hombre vivo antes que un autor muerto. Un moribundo es capaz de cualquier cosa, John. Bueno, llévate ahora mi última novela y vete en paz.
»Nos quedamos allí un rato, los tres, así como estamos nosotros ahora. Había un olor de limones y limas y camelias. El océano rugía en la costa rocosa, allá abajo; Dios, que hermoso sonido a la luz de la luna. Y al fin, recogiendo los manuscritos, John Oatis se los llevó, como si fuesen mi cuerpo, fuera del cuarto. Se detuvo en la puerta y dijo: —Te creo. —Y luego desapareció. Oí que se alejaba en el coche. La llevé a Lena a la cama. Esa noche me la pasé caminando por la costa, caminé de veras, respirando hondo y llevándome las manos a los brazos y las piernas y la cara, llorando como un niño, caminando por la rompiente para sentir el agua fría y salada a mi alrededor en un millón de espumas.
Dudley Stone hizo una pausa. El tiempo se había detenido en el cuarto. El tiempo era otro año, y los tres estábamos sentados allí, pendientes de la historia del asesinato.
—¿Y Oatis destruyó la última novela de usted?
Dudley Stone asintió con un movimiento de cabeza.
—Una semana más tarde apareció una página en la costa. John Oatis debía de haber tirado el libro desde el acantilado, mil páginas. Me parece verlo: una bandada de gaviotas blancas, cayendo al mar y viniendo a la playa con la marea a las cuatro de la negra madrugada. Lena corrió playa arriba con la página en la mano gritando: «¡Mira, mira!». Y cuando ví lo que era, la tiré de nuevo al océano.
—¡No me diga que guardó su promesa!
Dudley Stone me miró un rato.
—¿Qué hubiera hecho usted en una situación parecida? Entiéndalo así: John Oatis me hizo un favor. No me mató. No apretó el gatillo. Creyó en mi palabra. Honró mi palabra. Me dejó vivir. Dejó que yo siguiera comiendo y durmiendo y respirando. John me había ampliado de pronto los horizontes. Yo estaba tan agradecido que aquella noche, de pie en la playa, con el agua a la cintura, me eché a llorar. Le estaba agradeciendo. ¿Entiende realmente esa palabra? Le agradecía que me hubiese dejado vivir cuando podía haberme aniquilado para siempre.
La señora Stone se levantó. La cena había terminado. Se llevó la vajilla; encendimos los cigarros, y Dudley Stone me llevó a su sitio de trabajo en la casa: un escritorio de tapa rodadera, de mandíbulas atascadas con papeles, paquetes, botellas de tinta, una máquina de escribir, documentos, libros mayores, índices.
—Todo esto estaba hírviendo en mí desde hacía tiempo. John Oatis no hizo otra cosa que sacar la espuma de arriba, de modo que yo pude ver el caldo. Todo era clarísimo —dijo Dudley Stone—. Escribir fue siempre para mi hiel y amargura: ordenar palabras en el papel, experimentar las vastas depresiones del corazón y el alma. Observar a los críticos codiciosos que me levantaban gráficos, me trazaban mapas, me cortaban en rodajas como una salchicha, y me devoraban en desayunos de medianoche. Un trabajo de lo peor. Yo estaba preparado para dejar el terreno. El gatillo estaba levantado. ¡Pum! ¡Ahí estaba John Oatis! Mire. Dudley Stone revolvió el escritorio y sacó carteles y hojas sueltas.
—Antes escribía sobre la vida. Ahora quiero vivir. Hacer cosas en vez de contarlas. Me presenté como candidato al consejo de educación. Gané. Me presenté como candidato a concejal. Gané. Me presenté como candidato a alcalde ¡Gané! ¡Bibliotecario! Inspector de limpieza. Estreché un montón de manos, vi mucho de la vida, hice muchas cosas. Vivimos de todos los modos posibles, con ojos y narices y bocas, con manos y oidos. Subimos a las montañas y pintamos cuadros.
¡Hay algunos en la pared! ¡Dimos tres vueltas al mundo! Hasta traje al mundo a nuestro hijo, ¿inesperadamente? Es un hombre ahora y esta casado… ¡vive en Nueva York! Hicimos muchas cosas, una y otra vez. —Stone hizo una pausa y sonrió—. Vayamos al patio; hemos instalado allí un telescopio. ¿Le gustaría ver los anillos de Saturno?
Fuimos al patio y el viento soplaba desde alta mar, y mientras estábamos allí, mirando las estrellas a través del telescopio, la señora Stone fue al sótano de medianoche a buscar un raro vino español.
Era mediodía al dia siguiente cuando llegamos a la estación solitaria luego de un viaje huracanado por los prados abruptos, desde el mar. El senor Dudley Stone dejó que el coche decidiera por dónde tenía que ir, mientras él me hablaba, riendo, sonriendo, señalando esta o aquella afloración de piedra neolítica, esta o aquella flor silvestre, callando sólo cuando nos detuvimos a esperar el tren que me llevaría de allí.
—Pensará usted —dijo mirando el cielo— que me he vuelto loco.
—No, nunca dije eso.
—Bueno —dijo Dudley Stone—, John Oatis Kendall me hizo otro favor.
—¿Qué favor?
Stone movió el cuerpo a un lado y a otro en el remendado asiento de cuero, mientras conversaba.
—Me ayudó a salir cuando todo iba bien. Muy dentro de mí yo debía de haber sospechado que mi éxito literario era algo que se derretiría del todo tan pronto como apagaran el sistema de refrigeración. Mi subconsciente tenía una visión bastante clara del futuro. Yo sabía lo que no sabía ninguno de mis críticos, que yo no iba a ninguna parte sino hacia abajo. Los dos libros que destruyó John Oatis eran muy malos. Hubiesen terminado conmigo como no hubiera podido hacerlo John Oatis. De modo que sin saberlo me ayudó a decidir algo que yo no hubiera podido decidir por mi propia cuenta, a despedirme con una elegante reverencia mientras el baile florecía aún, mientras las linternas chinas arrojaban todavía unas luces rosadas en mi cara de Harvard. Yo había visto demasiados escritores arriba, abajo, y afuera lastimados, infelices, suicidas. La combinación de circunstancia, coincidencia, conocimiento subconsciente, alivio y gratitud a John Oatis Kendall que me permitió sentirme vivo fue algo fortuito, por no decir otra cosa.
Nos quedamos a la cálida luz del sol otro minuto.
—Y luego, cuando anuncié que me alejaba de la escena literaria, tuve el placer de verme comparado a todos los grandes. Pocos autores de la historia reciente tuvieron tanta publicidad. Fue un funeral encantador. Y parecía natural, como se dice de algunos muertos. Y los ecos se ditataban. «¡El libro silencio!» decían los críticos. «¡Qué bueno hubiese sido! ¡Una obra maestra!». Los dejé jadeando, esperando. No sabían qué pensar. Aún ahora, un cuarto de siglo más tarde, lectores que en aquel tiempo estaban en el colegio, viajan envueltos en hollín, en trenes de trocha angosta que apestan a kerosene, para resolver el misterio de que tengan que esperar tanto por mi «obra maestra». Y gracias a John Oatis Kendall tengo todavía un cierto prestigio; lo he perdido lentamente, y sin dolor. Al año siguiente yo hubiera muerto asesinado por mi propia mano de escritor. Cuanto mejor dejar el tren soltando uno mismo el furgón de cola, antes que lo hagan los otros.
»¿Mi amistad con John Oatis Kendall? Volvió. Llevó tiempo, por supuesto. Pero vino a verme en 1947; fue un hermoso día, en todos los aspectos, como antes. Y ahora John ha muerto y al fin yo le he dicho algo a alguien. ¿Qué le dirá a sus amigos de la ciudad? No le creerán una palabra. Pero es cierto, lo juro. Tan cierto como que estoy aquí respirando el aire bendito y mirándome los callos de las manos, y empezando a crecerme a esas descoloridas hojas sueltas que me sirvieron en mi campaña de candidato a tesorero municipal.
Estábamos de pie en la plataforma de la estación.
—Adiós, y gracias por haber venido y escucharme y dejar que mi mundo le cayera a usted encima. Dios bendiga a los amigos curiosos. ¡Ahí viene el tren! Tengo que apresurarme. Lena y yo vamos a la costa esta tarde, a una fiesta de la Cruz Roja. ¡Adiós!
Miré al hombre muerto que se alejaba a zancadas por la plataforma, estremeciendo las tablas. Vi que saltaba al Ford-T, oí que el auto se hundía con el peso, vi que el hombre golpeaba el piso con un pie descomunal, encendía el motor, daba media vuelta, sonreia, me saludaba con la mano, y se alejaba rugiendo hacia aquella aldea llamada Oscuridad, de pronto brillante, a orillas de una costa resplandeciente llamada el Pasado.