REUNIÓN DE FAMILIA

(The Homecoming, 1946)

—AHÍ VIENEN —dijo Cecy, tendida en la cama.

—¿De dónde son? —gritó Timothy desde el umbral.

—Algunos vienen de Europa, algunos de Asia, algunos de las Islas, algunos de la América del Sur —dijo Cecy, los ojos cerrados, las pestañas largas, de color castaño, y temblorosas.

Timothy se adelantó sobre las tablas desnudas de la habitación del piso de arriba.

—¿Quiénes son?

—¡El tío Einar y el tío Fry, y también el primo William, y veo a Frulda y Helgar y la tía Alorgiana y la prima Vivian, y veo al tío Johann! ¡Vienen todos rápido!

—¿Están arriba en el cielo? —gritó Timothy, y los ojitos grises se le encendieron.

De pie junto a la cama, Timothy era realmente un niño de catorce años. Afuera soplaba el viento, y sólo las estrellas iluminaban la casa oscura.

—Vienen por el aire y viajando por tierra firme, de muchos modos —dijo Cecy, somnolienta. No se movía en la cama: pensaba para sí misma y contaba lo que iba viendo—. Veo una figura parecida a un lobo que viene vadeando las aguas bajas de un río oscuro, justo sobre la cascada, y la luz de las estrellas se le refleja en la piel. Veo una hoja castaña de roble que flota lejos y arriba en el cielo. Veo un murciélago pequeño que se acerca volando. Veo muchas otras cosas, corriendo entre los árboles de los bosques y deslizándose entre las ramas más altas; ¡y todos vienen en esta dirección!

—¿Estarán aquí mañana a la noche? —Los dedos de Timothy apretaron la ropa de cama. La araña que llevaba en la solapa de la chaqueta osciló como un péndulo negro, bailando excitadamente. Timothy se inclinó sobre su hermana—. ¿Estarán todos aquí a tiempo para la reunión de familia?

—Sí, sí, Timothy, sí —suspiró Cecy, poniéndose tiesa—. No me preguntes más. Vete ahora. Déjame visitar los sitios que más me gustan.

—Gracias, Cecy —dijo Timothy.

Afuera en el pasillo, corrió al dormitorio. Hizo apresuradamente la cama. Había despertado pocos minutos antes, a la caída del sol, y se sentía tan excitado pensando en la fiesta que cuando aparecieron las primeras estrellas fue a verla a Cecy. Ahora Cecy dormía profundamente y no se oía ningún sonido. La araña colgaba en un lazo de plata del cuello delgado de Timothy, que se lavaba la cara.

—Piénsalo un poco, Araña, ¡mañana a la noche es la Víspera de Todos los Santos!

Alzó la cabeza y se miró en el espejo. Era el único espejo en toda la casa. La madre se lo había regalado, y sólo porque Timothy estaba enfermo. Oh, si no fuera por lo menos un niño achacoso. Abrió la boca y se examinó los dientes inadecuados y pobres. Eran apenas unos granos de maíz incrustados en las mandíbulas: redondos, blandos y pálidos. Timothy se sintió menos animado.

Era ya de noche y encendió una vela. Estaba agotado. En la semana anterior toda la familia había vivido de acuerdo con las antiguas costumbres. Durmiendo de día, levantándose a la caída de la tarde. Timothy tenia unas marcadas ojeras azules.

—Araña, no sirvo —le dijo en voz baja, a la pequeña criatura—. Ni siquiera puedo acostumbrarme a dormir de día como los otros.

Tomó el candelero. Oh, tener dientes fuertes, con incisivos como clavos de acero. Manos fuertes, también, o una mente fuerte. Ser capaz, por ejemplo, de enviar afuera la propia mente, como hacía Cecy. Pero no, él era el imperfecto, el enfermo. Llegaba al colmo de tenerle miedo a la oscuridad; se estremeció y acercó la llama de la vela. Los hermanos le tomaban el pelo. Bion y Leonard y Sam. Se retan de él porque dormía en una cama. El caso de Cecy era diferente: necesitaba la comodidad de la cama para enviar la mente a otras regiones, a cazar. Pero Timothy, ¿dormía él en una maravillosa caja pulida como los otros? ¡No! La madre le había permitido tener una cama propia, un cuarto propio y un espejo propio. No era raro que la familia lo evitara, como a un crucifijo en manos de un hombre pío. Si por lo menos le brotaran unas alas en los hombros. Se desnudó la espalda, y miró. Suspiró de nuevo. Nada. Nunca.

Abajo se oían unos sonidos excitantes y misteriosos: los crespones negros que rozaban los pasillos y los cielos rasos y las puertas. El chisporroteo de unos cirios negros que ardían en el pozo de la escalera de baranda. La voz de la madre, alta y firme. La voz del padre, como un eco en el sótano húmedo. Bion que venía de la vieja casa de campo trayendo a cuestas unas jarras de dos galones.

—Tengo que ir ahora a la fiesta, Araña —dijo Timothy.

La araña giró en el extremo del hilo, y Timothy se sintió solo. Puliría cajas, traería hongos venenosos y arañas, colgaría crespones, pero cuando la fiesta comenzase lo ignorarían del todo. Cuanto menos se viera o se dijera de aquel hijo imperfecto, mejor que mejor.

Abajo, por toda la casa, corría Laura.

—¡Reunión de familia! —gritaba alegremente—. ¡Reunión de familia!

Las pisadas de Laura en todas partes a la vez.

Timothy pasó de nuevo por el cuarto de Cecy, y ella estaba durmiendo, tranquila. Una vez al mes iba al piso de abajo. El resto del tiempo se lo pasaba en cama. Encantadora Cecy. Timothy tenía ganas de preguntarle: «¿Dónde estás ahora, Cecy? ¿Y en quién? ¿Y qué está pasando? ¿Has ido más allá de las montañas? ¿Y qué ocurre allí?». Pero no se detuvo y fue al cuarto de Ellen.

Ellen estaba sentada en su escritorio, clasificando mechones de pelo rubio, rojo y negro y pequeñas cimitarras de uñas. Había juntado todo en su trabajo de manicura en el salón de belleza de Mellin Village, a veinte kilómetros de distancia. En un rincón del cuarto había un cajón de caoba, con el nombre de Ellen.

—Vete —dijo Ellen, sin volverse hacia Timothy—. No puedo trabajar si estás ahí papando moscas.

—¡La Víspera de Todos los Santos, Ellen, qué maravilla! —dijo Timothy tratando de mostrarse amable.

—Hum. —Ellen puso unas muestras de uñas en un saquito blanco, y lo clasificó—. ¿Qué puede significar para tí? ¿Qué sabes de eso? Te asustarlas de veras. Vuelve a la cama.

Timothy sintió que le ardía la cara.

—Me necesitan para pulir y trabajar y ayudar a servir.

—Si no te vas ahora mismo mañana encontrarás en la cama una docena de ostras crudas —dijo Ellen, inexpresiva—. Adiós, Timothy.

Timothy, furioso, corrió escaleras abajo y tropezó con Laura.

—¡Mira por dónde vas! —chilló Laura apretando los dientes.

Laura se alejó deslizándose. Timothy corrió a la puerta abierta del sótano, y respiró el aire que venía de abajo y olía a tierra húmeda.

—¿Padre?

—Es casi la hora —gritó el padre, al pie de los escalones—. ¡Date prisa o estarán aquí antes que estemos listos!

Timothy titubeó sólo un instante, pero alcanzó a oír el millón de otros sonidos de la casa. Los hermanos iban y venían como trenes en una estación, hablando y discutiendo. Si uno se detenía un rato en algún sitio toda la gente de la casa pasaba por allí llevando cosas en las manos pálidas. Leonard y la valijita negra de médico, Samuel y el libraco polvoriento encuadernado en hueso bajo el brazo, arrastrando más crespones negros, y Bion que salía, iba hasta el coche, y traía muchos más galones de liquido.

El padre dejó de pulir y miró ceñudamente a Timothy. Golpeó el enorme cajón de caoba.

—Vamos, lustra, así podemos empezar con otra. Mueve esos huesos.

Mientras enceraba la superficie del cajón, Timothy miró adentro.

—El tío Linar es un hombre grande, ¿no es cierto, papá?

—Hum.

—¿Cómo es de grande?

—Ahí tienes el cajón.

—Sólo preguntaba. ¿Dos metros?

—Hablas mucho.

Alrededor de las nueve Timothy salió al clima de octubre. Durante dos horas, en el viento ahora tibio, ahora frío, caminó por los prados juntando hongos venenosos y arañas. Estaba otra vez excitado, y el corazón le golpeaba en el pecho. ¿Cuántos parientes había dicho la madre que vendrían? ¿Setenta? ¿Cien? Pasó junto a una granja. Si ustedes llegaran a saber qué está ocurriendo en nuestra casa, les dijo a las ventanas brillantes. Subió a una loma y miró la ciudad, a kilómetros de distancia, que se disponía a dormir; el reloj de la plaza era alto, blanco y redondo. La ciudad tampoco sabía. Timothy llevó a la casa muchas jarras de arañas y hongos.

En la capillita subterránea se celebró una corta ceremonia. Los ritos fueron los mismos de otros años. El padre entonó las líneas oscuras, las hermosas manos blancas de mamá se movieron, en las bendiciones invertidas, y todos los niños estaban allí, excepto Cecy, que estaba acostada arriba, en cama. Pero Cecy los acompañaba también. Uno la veía: miraba ahora desde los ojos de Bion, y luego desde Samuel, y luego desde mamá, y al fin algo se movía y Cecy entraba en uno, un instante y se iba de nuevo.

Timothy le rezó al Oscuro sintiendo un nudo en el estómago…

—Por favor, por favor, ayúdame a crecer, ayúdame a ser como mis hermanas y mis hermanos. No dejes que sea diferente. Si por lo menos pudiera poner pelo a las figuras plásticas como Ellen, o conseguir que la gente se enamore de mí como hace Laura, o leer libros raros como Sam, o tener un empleo respetable como Leonard y Bion. O aun tener una familia algún día, como mama y papá…

A medianoche una tormenta martilleó la casa. Los rayos golpearon afuera con descargas asombrosas, redondas y blancas como la nieve. Se oía el ruido de un huracán que se acercaba, tanteando, succionando, arrastrándose y husmeando la húmeda tierra nocturna. De pronto la mitad de los goznes de la puerta de calle saltó en pedazos, y la puerta colgó torcida e inútil, ¡y entraron atropellándose el abuelo y la abuela que venían del lejano y viejo país!

Desde entonces la gente fue llegando a toda hora. Un aleteo en la ventana lateral, un golpe seco en el porche de adelante, un llamado atrás. Unos sonidos moribundos en el sótano; el viento del otoño cantó en la garganta de la chimenea. La madre llenó el enorme tazón de cristal con el fluido escarlata que Bion había traído en las jarras. El padre iba de cuarto en cuarto encendiendo más cirios. Laura y Ellen machacaron más acónito. Y Timothy, en medio de tanta excitación, miraba a un lado y a otro, con las manos caídas y temblorosas, y la cara inexpresiva. Ruido de puertas, risas, el sonido del líquido que se vertía en las copas, oscuridad, viento, el trueno membranoso de las alas, el rumor blando de los pasos, los saludos de bienvenida, la vibración transparente de las puertas de vidrio, las sombras que pasaban, venían, iban, oscilaban.

—Bueno, bueno, ¡y este tiene que ser Timothy!

—¿Qué?

Una mano helada tomó la mano de Timothy. Una cara larga y velluda se inclinó mirándolo.

—Buen muchacho, hermoso muchacho —dijo el desconocido.

—Timothy —dijo la madre—, este es el tío Jason.

—Hola, tío Jason.

—Y en este lado…

La madre se llevó al tío Jason. El tío Jason miró por encima de la capa que le cubría el hombro y le guiñó un ojo a Timothy.

Timothy se quedó solo.

Lejos, a mil kilómetros, en la oscuridad iluminada por las velas; se oyó una voz aflautada. Era Ellen.

—Y mis hermanos, son listos. ¿A que no sabes de qué se ocupan, tía Morgiana?

—No tengo la menor idea.

—Tienen una casa de servicios fúnebres en la ciudad.

La tía Morgiana abrió la boca, asombrada.

—¡Qué!

—¡Sí! —Una risa chillona—. ¿No es maravilloso?

Timothy estaba muy quieto.

Una pausa en la risa.

—Traen el alimento diario para mamá, papá y todos nosotros —dijo Laura—. Excepto, por supuesto, Timothy…

Un silencio incómodo. La voz del tío Jason pidió explicaciones.

—Hablen. ¿Qué pasa con Timothy?

—Oh, Laura, qué lengua larga —dijo la madre.

Laura siguió hablando. Timothy cerró los ojos.

—A Timothy no… bueno… no le gusta la sangre. Es un niño delicado.

—Aprenderá —dijo la madre—. Aprenderá. Es mi hijo y aprenderá. Sólo tiene catorce.

—Pero yo me crié con eso —dijo el tío Jason, y la voz fue de un cuarto a otro. El viento tocaba los árboles de afuera, como arpas. La llovizna golpeó los vidrios—. Me crié con eso…

La voz se fue apagando.

Timothy se mordió los labios y abrió los ojos.

—Bueno, sólo yo tengo la culpa. —Ahora la madre se llevaba a los otros a la cocina—. Traté de obligarlo. No se puede obligar a los niños, se ponen enfermos, y luego pierden el gusto. Miren a Bion, ya tenía trece años cuando…

—Entiendo —murmuró el tío Jason—. Timothy irá adelante.

—Estoy segura —dijo la madre, firmemente.

Las sombras cruzaban una y otra vez la docena de cuartos mohosos, y la luz temblaba en las velas. Timothy tenía frío. Sintió el olor del sebo caliente y casi sin pensarlo tomó un cirio y caminó por la casa fingiendo que enderezaba los crespones.

—Timothy —murmuró alguien, detrás de una pared empapelada, siseando, chirriando, suspirando—, Timothy le tiene miedo ala oscuridad.

La voz de Leonard. ¡Odioso Leonard!

—Me gustan las velas, eso es todo —dijo Timothy, en un murmullo de reproche.

Más relámpagos, más truenos. Cataratas de risa. Golpes sordos y secos y gritos y el susurro de las ropas. Una niebla viscosa entró arrastrándose por la puerta. Entre la niebla, plegando las alas, apareció un hombre alto.

—¡Tío Einar!

Timothy echó a correr, y las piernas delgadas lo llevaron directamente a través de la niebla, bajo las sombras verdes de las alas. Se arrojó en los brazos de Einar, y Einar lo alzó.

—¡Tienes alas, Timothy! —Einar hizo volar al niño, liviano como una flor de cardo—. ¡Alas, Timothy, vuela! —Las caras giraban allá abajo. La oscuridad daba vueltas. La casa desapareció. Timothy se sintió como una brisa. Movió los brazos como alas, los dedos de Einar lo recogieron y lo tiraron de nuevo hacia el cielo raso. El cielo raso se precipitó hacia abajo como una pared carbonizada—. ¡Vuela, Timothy! —gritó Einar, con voz baja y profunda—. ¡Vuela, con alas! ¡Alas!

Timothy sintió un verdadero éxtasis en los omóplatos, como si le crecieran allí unas raíces, que estallaban y florecían en membranas nuevas y húmedas. Balbuceó sin sentido, y el tío Einar lo arrojó de nuevo al aire.

El viento de otoño se quebró como una marea sobre la casa, la lluvia cayó estrepitosamente, sacudiendo las vigas, y la luz furiosa de las velas osciló en los candeleros. Y los cien parientes de distintos tamaños y formas salieron de los cuartos encantados y negros, y rodearon al tío Einar que echaba al niño como un bastón de mando al estruendo del espacio.

—¡Basta! —gritó Einar al fin.

Timothy, depositado en las maderas del piso, feliz, agotado, cayó contra el tío Einar, sollozando.

—¡Tío, tío, tío!

—¿Era bueno volar, eh, Timothy? —dijo el tío Einar, inclinándose, palmeándole la cabeza a Timothy—. Bueno, bueno.

Se acercaba la hora del alba. La mayoría ya había llegado y estaba preparándose para ir a la cama y pasar el día durmiendo, inmóviles y silenciosos hasta la siguiente caída del sol, cuando saldrían gritando de los cajones de caoba, listos para la fiesta.

El tío Einar, seguido por docenas de otros, fue hacia el sótano. La madre los llevó a las hileras superpuestas de cajones pulidos. Einar, alzando las alas como lienzos de color verde mar, se movía por el pasillo con un silbido raro; cuando las alas tocaban las paredes o el techo se oía un sonido leve de tambores.

Arriba, Timothy descansaba acostado, tratando de aficionarse a la oscuridad. Podían hacerse tantas cosas en la oscuridad, que la gente no criticaría nunca, porque no lo ven a uno. Le gustaba la noche, pero era un gusto limitado: a veces había tanta noche que Timothy se rebelaba y gritaba.

En el sótano, unas puertas de caoba se cerraron desde adentro, recogidas por manos pálidas. En los rincones, algunos parientes daban tres vueltas en círculo antes de acostarse, las manos sobre la cabeza, los ojos cerrados. El sol se levantó. Todos dormían.

La caída del sol. La fiesta estalló como un nido de murciélagos golpeado de pleno: chillidos que se extienden alrededor, aleteos, diseminaciones. Las tapas de los cajones se alzaron ruidosamente. Las pisadas subieron corriendo desde el sótano húmedo. Se admitieron unos huéspedes tardíos que llegaban pateando las puertas de adelante y de atrás.

Llovía, y los visitantes empapados dejaron las capas, los sombreros adornados con bolitas de agua, los velos rociados en las manos de Timothy, que llevó todo a un armario. Los cuartos estaban atestados. La risa de un primo, que salía de una habitación, tropezaba con la pared de otra, rebotaba, se ladeaba y volvía a las orejas de Timothy desde una cuarta habitación: una risa certera y cínica.

Una rata cruzó el piso corriendo.

—¡Te conozco, sobrina Leibersroutert! —exclamó el padre.

La rata dio unas vueltas en espiral alrededor de los pies de tres mujeres y desapareció en un rincón. Poco después una hermosa mujer salió de la nada y se quedó de pie en el rincón, sonriéndoles a todos con una sonrisa blanca.

Algo se apretaba contra el vidrio mojado de la ventana de la cocina. Suspiraba y sollozaba y llamaba golpeando continuamente, apretado contra el vidrio, pero Timothy no podía hacer nada, no veía nada. Se imaginaba a sí mismo afuera, mirando hacia adentro. La lluvia le caía encima, el viento lo empujaba, y el interior salpicado de velas era realmente atractivo. Se bailaban ya unos valses; unas figuras altas y delgadas pirueteaban al compás de una música exótica. Las botellas en alto irradiaban estrellas de luz; unos terrones pequeños se desmigajaban en los cascos, y una araña cayó y cruzó silenciosamente el piso, caminando.

Timothy se estremeció. Estaba otra vez dentro de la casa. La madre lo llamaba pidiéndole que corriese aquí, allí, que ayudara, sirviera, saliese de la cocina ahora, trayendo esto, aquello, los platos, la comida, y así una y otra vez. Timothy estaba fuera de la fiesta, que se movía alrededor. Las docenas de gentes muy altas apretaban a Timothy, lo apartaban con los codos.

Al fin Timothy se alejó deslizándose escaleras arriba.

Llamó en voz baja:

—Cecy. ¿Dónde estás ahora, Cecy?

Cecy esperó largo rato antes de contestar.

—En el valle del imperio —murmuró débilmente—. Junto al mar de las sales, cerca de los manantiales de barro, el vapor y la quietud. Dentro de la mujer de un granjero. Sentada en el porche de adelante. Cuando yo lo quiero, la mujer se mueve, o hace alguna cosa, o piensa. El sol se pone.

—¿Cómo es el sitio, Cecy?

—Se alcanza a oír el siseo del barro —dijo Cecy, pausadamente, como si hablara en una iglesia—. Unas cabecitas grises de vapor se alzan en el barro como hombres calvos, asomándose en el jarabe espeso, subiendo por los canales tórridos. Las cabezas grises se abren de arriba abajo como si fuesen de goma, caen con un ruido de labios húmedos, y en los desgarrones del tejido aparece un plumaje de vapor. Y hay un olor de quemazones sulfurosas y de tiempo viejo. El dinosaurio ha estado cociéndose allí desde hace diez millones de años.

—¿No está listo todavía, Cecy?

—Sí está listo, casi listo. —Los labios serenos de Cecy se movieron en el sueño. Unas palabras lánguidas le cayeron lentamente de la boca—. Estoy dentro del cráneo de la mujer, mirando, contemplando el mar que no se mueve. Hay un silencio temeroso. Espero a mi marido, sentada en el porche. De cuando en cuando un pez salta en el agua, cae de nuevo: una figura dibujada a la luz de las estrellas. El valle, el mar, unos pocos autos, el porche de madera, mi mecedora, yo misma, la quietud de la noche.

—¿Y ahora, Cecy?

—Me levanto de la mecedora —dijo Cecy.

—¿Sí?

—Cruzo el porche y voy hacia los manantiales de barro. Unos aviones vuelan en el cielo, como pájaros prehistóricos. Está todo tan tranquilo, hay tanta quietud.

—¿Cuánto tiempo estarás dentro de ella, Cecy?

—Hasta que haya escuchado y mirado y sentido bastante. Hasta que haya cambiado la vida de esta mujer, de algún modo. Cruzo el porche pisando las tablas de madera, y mis pies golpean las tablas cansadamente, lentamente.

—¿Y ahora?

—Ahora los vapores de azufre están todos alrededor. Observo las burbujas que estallan y desaparecen. Un pájaro vuela junto a mi cabeza, y se aleja chillando. ¡De pronto soy el pájaro! Y mientras vuelo, mis nuevos ojos de cuentas de vidrio ven allá abajo a una mujer, en un sendero de tablas de madera, y ella se adelanta dando dos o tres pasos hacia los manantiales de barro. Oigo un sonido, como una piedra que se hunde en las profundidades blandas. Sigo volando, en círculos. Veo una mano descolorida, como una araña, que se retuerce y desaparece en el estanque de lava gris: La lava se cierra. Ahora voy de vuelta a casa, ¡rápido, rápido, rápido!

Algo golpeó la ventana estremeciendo los vidrios. Timothy se sobresaltó.

Cecy abrió los ojos, brillantes, felices, satisfechos.

—¡Estoy en casa! —dijo.

Luego de una pausa Timothy aventuró:

—Ya empezó la fiesta. Han venido todos.

—¿Por qué estás aquí entonces? —Cecy tomó la mano de Timothy—. Bueno, pregúntame. —La muchacha sonrió apenas—. Pregúntame lo que querías preguntarme.

—No vine a preguntarte nada —dijo Timothy—. Bueno, casi nada. Bueno… ¡oh, Cecy! —Las palabras salieron rápidamente, sin interrupciones—. Quiero hacer algo en la fiesta, para que todos me miren, para ser tan bueno como ellos, para no sentirme solo, pero no sé hacer nada, y, bueno, pensé que quizá tú pudieras…

—Puedo —dijo Cecy, cerrando los ojos, sonriendo para adentro—. Enderézate. Quédate muy quieto. —Timothy obedeció—. Ahora cierra los ojos y no pienses en nada.

Timothy se quedó allí de pie, muy quieto, y pensó en nada, o por lo menos pensó que no pensaba en nada.

Cecy suspiró.

—¿Vamos abajo, Timothy?

Como una mano en un guante, Cecy estaba dentro de Timothy.

—¡Miren todos!

Timothy alzó el vaso de liquido tibio y rojo. Lo mantuvo en alto para que todos los de la casa se volvieran y lo viesen. ¡Tíos, tías, primos, hermanos, hermanas!

Se bebió el vaso de un trago.

Extendió la mano hacia su hermana Laura. La miró a los ojos, hablándole con una voz delicada e imperiosa. Laura callaba, inmóvil. Timothy se acercó más a ella, sintiéndose alto como un árbol. La fiesta fue deteniéndose, y la gente rodeó a Timothy, observando. Desde las puertas de los otros cuartos, unas caras espiaban. Nadie se reía. Mamá estaba asombrada. Papá parecía estupefacto, pero complacido a la vez, y más y más orgulloso.

Timothy mordió a Laura dulcemente, en la vena del cuello. Las llamas de las velas oscilaron como borrachas. El viento subió afuera y se arremolinó en los techos. Los parientes miraban desde todas las puertas. Timothy se llevó a la boca unos hongos venenosos, los tragó, se golpeó los costados con los brazos y giró en círculos.

—¡Mira, tío Einar, puedo volar, al fin!

Las manos batieron el aire. Los pies subieron y bajaron como émbolos. Timothy vio que las caras de los otros desfilaban rápidamente.

En lo alto de las escaleras, aleteando, oyó que la madre gritaba, lejos, allá abajo.

—¡Basta, Timothy!

—¡Eh! —gritó Timothy, y se arrojó al hueco de la escalera.

A mitad de camino, las alas que creía tener, se le disolvieron de pronto. Timothy chilló. El tío Einar lo alcanzó en el aire.

Timothy aleteó rápidamente en brazos de Einar. Una voz espontánea le salió de los labios.

—¡Aquí Cecy! ¡Aquí Cecy! ¡Vengan a verme todos, arriba, el primer cuarto a la izquierda!

Un prolongado gorjeo de risas. Timothy apretó la lengua contra los dientes, para que no salieran las palabras.

Todos reían ahora. Einar dejó a Timothy en el suelo. Corriendo entre la oscuridad amontonada de los parientes que iban escaleras arriba a felicitar a Cecy, Timothy cerró ruidosamente la puerta de calle.

—¡Cecy, te odio, te odio!

Bajo el sicómoro, en las sombras de la noche, Timothy vomitó la cena, sollozó amargamente, y se echó en una pila de hojas de otoño. Se quedó allí, quieto, y sacó del bolsillo de la blusa una caja de cerillas. La araña salió de la caja, caminó por el brazo de Timothy, le exploró el cuello y subió hasta la oreja haciéndole cosquillas. Timothy sacudió la cabeza.

—No, Araña, no.

El toque leve de una pluma que le tanteaba el tímpano. Timothy se estremeció.

—¡No, Araña!

De algún modo, ahora lloraba menos.

La araña viajó por la mejilla de Timothy, se detuvo debajo de la nariz, miró adentro como examinando el cerebro, y luego trepó delicadamente al perfil de la nariz, y allí se sentó a mirar a Timothy con unos ojos de gema verde hasta que Timothy sintió que no podía contener una risa ridícula.

—Veté, Araña.

Timothy se sentó, y las hojas crujieron. La luz de la luna brillaba en el campo. De la casa venía un débil rumor: la gente se divertía ahora con el juego de Espejo, Espejo. Unos gritos ahogados, mientras trataban de identificar a aquellos cuyas imágenes no aparecían, no habían aparecido nunca, en ningún espejo.

—Timothy. —Las alas del tío Einar se extendieron y doblaron y llegaron con un sonido de tambores. Timothy sintió que lo alzaban como un dedal y se encontró instalado en el hombro de Einar—. No te sientas mal, sobrino Timothy. A cada uno lo que le corresponde, a cada uno su propio camino. Las cosas son mucho mejores para ti, Timothy. Mucho más vivas. El mundo está muerto para nosotros. Hemos visto tanto, créeme. La vida es mejor para aquellos que viven menos. Vale más cada kilo, Timothy, no lo olvides.

El resto de la negra madrugada, desde la medianoche en adelante, el tío Einar llevó a Timothy por la casa, de cuarto en cuarto, saludando y cantando. Una horda de recién llegados reanimó la alegría. Una tataratatara y mil veces más tatarabuela llegó envuelta en una mortaja egipcia. No dijo nada y se quedó apoyada en la pared, muy derecha, como una quemada tabla de planchar; en las concavidades de los ojos había un centelleo distante, sabio, silencioso. Al desayuno, a las cuatro de la mañana, mil tatarabuelas insólitas estaban sentadas tiesamente a la cabecera de la mesa más larga.

Los numerosos primos jóvenes se entretenían junto al tazón de cristal. Los ojos hundidos y oliváceos, las caras cónicas y demoníacas y las cabelleras rizadas de color bronce flotaban sobre la mesa de las bebidas, y los cuerpos blandos y duros a la vez, en parte de muchacha y en parte de muchacho, se apoyaban unos en otros, malhumorados y borrachos. El viento se alzó todavía más, las estrellas brillaron con una intensidad ardorosa, se redoblaron los ruidos, las danzas se apresuraron, las bebidas fueron más eficaces. Había allí miles de cosas que Timothy podía oír y mirar. Las sombras se enturbiaban y burbujeaban, las caras numerosas pasaban, una y otra vez…

La fiesta contuvo el aliento. Se oyeron a lo lejos las campanas del reloj del pueblo, que daba las seis. La fiesta concluía. Siguiendo el ritmo de las campanadas, un centenar de voces comenzó a entonar canciones de cuatrocientos años atrás, canciones que Timothy no podía conocer. Entrelazando los brazos, moviéndose en círculos, todos cantaron; y en alguna parte, en la lejanía helada de la mañana, el reloj del pueblo dio la última campanada y calló.

Timothy cantó. No conocía las palabras ni la melodía, y sin embargo las palabras y la melodía le sonaban exactamente en la garganta. Timothy alzó los ojos hacia la puerta cerrada en lo alto de la escalera.

—Gracias, Cecy —murmuró—. Te perdono, gracias.

Aflojó el cuerpo y dejó que las palabras le brotaran libremente en los labios, con la voz de Cecy.

Se oyeron adioses, entre idas y venidas. Mamá y papá se quedaron en la puerta para dar la mano y besar a todos los parientes. Más allá de la puerta abierta el cielo se coloreó en el este. Entró un viento frío. Y Timothy sintió que lo movían y lo instalaban primero en un cuerpo y luego en otro. Sintió que Cecy lo metía en la cabeza del tío Fry y que podía mirar ahora desde la cara de cuero arrugado, y que saltaba luego en un torbellino de hojas sobre la casa y las colinas somnolientas…

Luego, descendiendo en un camino polvoriento, Timothy sintió los ojos enrojecidos, y la piel velluda envuelta en la luz de la mañana, mientras dentro del primo William jadeaba escurriéndose entre unos matorrales y luego desaparecía…

Como un guijarro en la boca del tío, Timothy voló en un trueno membranoso, llenando el cielo. Y en seguida se encontró en su propio cuerpo y para siempre. El alba crecía. Los últimos parientes se abrazaban y lloraban y pensaban que el sitio era un sitio cada vez menos adecuado, para todos ellos. En otro tiempo se habían reunido todos los años, pero ahora pasaban décadas entre una fiesta y otra.

—¡No lo olvides! —llamó alguien—. ¡Nos encontraremos en Salem en 1970!

Salem. La mente entumecida de Timothy repitió las palabras. Salem, 1970. Y allí estarían el tío Fry y una anciana mil veces abuela de mortaja mustia, y el padre y la madre y Ellen y Laura y Cecy y todos los demás. ¿Pero estaría él, Timothy? ¿Quién le aseguraba que estaría vivo entonces?

Una última ráfaga marchita y allí fueron todos, tantas bufandas, tantos apresurados mamíferos, tantas hojas setas, tantos sonidos arracimados y quejosos, tantas medianoches y locuras y sueños.

Mamá cerró la puerta. Laura tomó una escoba.

—No —dijo mamá—. No limpiaremos esta noche. Ahora tenemos que dormir.

La familia desapareció en el sótano y escaleras arriba. Y Timothy, cabizbajo, cruzó el vestíbulo abrumado de crespones. Pasando junto a un espejo se miró la pálida mortalidad de la cara, fría y temblorosa.

—Timothy —dijo mamá. Se acercó a Timothy y le tocó la cara—. Hijo —continuó—, te queremos. No lo olvides. Todos te queremos. No importa que seas distinto, no importa si un día nos dejas. —Mamá le besó la mejilla—. Y si mueres un día, cuidaremos de que tus huesos descansen en paz, te lo aseguro. Iré a visitarte en las Vísperas de Todos los Santos y te llevaré al sitio más seguro.

La casa estaba en silencio. A lo lejos el viento pasó por encima de una loma llevando una última carga de murciélagos oscuros, resonando, revoloteando.

Timothy subió los escalones, uno por uno, llorando todo el tiempo.