(The Cistern, 1947)
ERA UNA TARDE de lluvia, y los faroles brillaban contra el cielo gris. Las dos hermanas habían estado largo tiempo en la sala. Una de ellas, Juliet, bordaba manteles; la más joven, Anna, estaba sentada en silencio en el banco de la ventana, mirando la calle oscura y el cielo oscuro.
Anna tenía la frente apoyada contra el vidrio, pero movía los labios, meditando, y al fin dijo:
—Nunca lo había pensado antes.
—¿Qué cosa? —preguntó Juliet.
—Se me acaba de ocurrir. Hay realmente una ciudad debajo de la ciudad. Una ciudad muerta, aquí mismo, a nuestros pies.
Juliet movió la aguja en el mantel blanco.
—Apártate de la ventana. La lluvia te está trastornando la cabeza.
—No, de veras. ¿No pensaste nunca en las alcantarillas? Recorren toda la ciudad, hay una por cada calle, y puedes caminar por dentro sin golpearte la cabeza, y van a todas partes y al fin desembocan en el mar. —Anna miraba fascinada la lluvia sobre el asfalto, y la lluvia que caía del cielo y se desvanecía en los escurrideros de la esquina distante—. ¿No vivirías en una alcantarilla?
—¡Jamás!
—Pero, ¿no sería divertido…, quiero decir, muy secreto? Vivir en los túneles de las alcantarillas y espiar a la gente de arriba a través de las grietas y verlos y que ellos no te vean. Como cuando eras niña y jugabas a las escondidas y nadie te encontraba y estabas en medio de la gente todo el tiempo, abrigada y oculta y acalorada y excitada. Todo eso me gustaba mucho. Vivir en las alcantarillas debe de ser algo parecido.
Juliet alzó los ojos lentamente.
—¿Eres realmente mi hermana? Naciste, ¿no es cierto? A veces, cuando te oigo hablar, pienso que mamá te encontró un día debajo de un árbol y te trajo a casa y te plantó en una maceta y te cuidó hasta que creciste; y aquí estás ahora, y ya no cambiarás nunca.
Anna no replicó y Juliet volvió a su tarea. No había color en el cuarto; ninguna de las dos hermanas daba una nota de color. Anna tuvo apoyada la cabeza en los vidrios otros cinco minutos. Luego miró a lo lejos y dijo:
—Imagino que lo llamarías un sueño. Mientras estuve aquí en la última hora, quiero decir. Pensando. Sí, Juliet, fue un sueño.
Ahora le tocó a Juliet no contestar.
Anna susurró:
—Toda esta agua me dio sueño y dormí un rato, se me ocurre, y luego me puse a pensar en la lluvia y de dónde venía y cómo desaparece en esas aberturas de la calle, y luego pensé en lo que hay abajo, y de pronto allí estaban. Un hombre… y una mujer. Metidos en el túnel, debajo del camino.
—¿Qué pueden hacer ahí? —preguntó Juliet.
—¿Tiene que haber una razón? —dijo Anna.
—No, no, no si están locos, no —dijo Juliet—. En ese caso no hay necesidad de razones. Están en la alcantarilla, y que se queden ahí, si quieren.
—Pero no están en la alcantarilla porque sí —dijo Anna con aire de persona enterada, inclinando la cabeza, moviendo los ojos bajo los párpados entornados—. No, están enamorados, esos dos.
—Cielo santo —dijo Juliet—, ¿el amor los obligó a arrastrarse ahí abajo?
—No, han estado ahí mucho tiempo, años y años —dijo Anna.
—No me dirás que han estado en la alcantarilla durante años, viviendo juntos —protestó Juliet.
—¿Dije que estaban vivos? —preguntó Anna, sorprendida—. Oh, pero no. Están muertos.
La lluvia se escurría en perdigones desordenados, golpeando la ventana. Unas gotas se unían a otras y bajaban en hilos.
—Oh —dijo Juliet.
—Sí —dijo Anna, soñando—. Muertos. El hombre está muerto, y la mujer está muerta. —Esto pareció satisfacer a Anna; era un descubrimiento importante y se sintió orgullosa—. El hombre parece uno de esos solitarios que nunca han viajado en su vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Parece uno de esos hombres que no han viajado nunca, pero desean hacerlo. Se le conoce en los ojos.
—Sabes qué aspecto tiene, entonces.
—Sí. Muy enfermo y muy hermoso. Ya entiendes: uno de esos hombres embellecidos por la enfermedad. La enfermedad les marca los huesos de la cara.
—¿Y está muerto? —preguntó la hermana mayor.
—Desde hace cinco años. —Anna hablaba dulcemente, abriendo y cerrando los ojos, como si fuese a contar un largo cuento, y quisiera empezar lentamente, y luego continuar más y más rápido, hasta que el impulso mismo del cuento la llevara adelante, con los ojos inmóviles y los labios entreabiertos. Pero ahora la historia era lenta, y Anna sólo sentía la necesidad algo febril de contarla—. Hace cinco años este hombre caminaba por una calle, y se dio cuenta de que había estado caminando por esta misma calle muchas noches, y siguió caminando hasta que llegó a una valla de metal, una de esas construcciones de hierro que ponen en la calle cuando los hombres trabajan allí, y el hombre oyó el río que corría a sus pies, bajo la cobertura de metal, hacia el océano. —Anna extendió la mano derecha—. Y el hombre se inclinó lentamente y levantó la tapa de la alcantarilla y miró la espuma en movimiento y el agua, pensó en alguien a quien quería amar y no podía amar, y entonces se metió entre los hierros y descendió hasta desaparecer del todo…
—¿Y la mujer? —le preguntó Juliet, trabajando—. ¿Cuándo murió?
—No estoy segura. Está ahí desde hace poco. No murió hace mucho tiempo. Pero está muerta. Es una muerta hermosa, muy hermosa. —Anna admiró la imagen que tenía en la mente—. Es necesario que una mujer se muera para que sea realmente hermosa, y las que mueren ahogadas son las más hermosas de todas. La muerte les saca todas las durezas del rostro, y los cabellos flotan en el agua como una estela de humo. —Anna asintió con un movimiento de cabeza, divertida—. Ningún colegio ni ninguna buena educación del mundo pueden conseguir que una mujer se mueva con esta gracia, como en un sueño, fácilmente, rizando la superficie del agua, hermosa.
La mano tosca y ancha de Anna trató de mostrar la gracia de la mujer, la belleza de esos movimientos, cómo rizaba el agua.
—El hombre había estado ahí esperándola, cinco años. Pero ella nunca lo supo, hasta ahora. Y ahí están, y seguirán así, desde ahora en adelante… Reviven en las épocas de lluvia, pero en las temporadas de sequía, y eso puede durar meses, descansan escondidos en unos nichos ocultos, como flores japonesas de papel, secas y compactas y viejas e inmóviles…
Juliet se incorporó y encendió otra lámpara en un rincón de la sala.
—Preferiría que no hablaras de eso.
Anna se rió.
—Pero deja que te cuente cómo empezó, cómo volvieron a la vida. Lo tengo todo pensado. —Anna se inclinó hacia adelante, tomándose las piernas, mirando la calle y la lluvia y las bocas de las alcantarillas—. Allí están, abajo, secos e inmóviles, y arriba aumenta la electricidad, en el cielo quebradizo. —Se echó hacia atrás el pelo gris y opaco, con un movimiento de la mano—. Al principio todo el mundo de arriba es unos goterones. Luego hay relámpagos y luego truenos y la época de sequía concluye y las gotas corren por la calle y crecen y desaparecen en los desagües. Junto con el agua van envoltorios de gomas de mascar y entradas para teatros y billetes de autobús.
—Aléjate de esa ventana, por favor.
Anna juntó las puntas de los dedos.
—Sé cómo es allí, debajo del pavimento, en la gran alcantarilla cuadrada. Un recinto amplio. Está vacío, después de semanas y semanas de sol. Se oyen ecos cuando uno habla. No hay otro sonido que el de algún coche que pasa por arriba. Arriba, muy lejos. Toda la alcantarilla es como el hueso seco y hueco de un camello, que espera en el desierto.
Anna alzó la mano, señalando, como si ella misma esperara en el fondo de la alcantarilla.
—Un hilo de agua ahora. Corre por el suelo. Como si alguien se hubiera lastimado y estuviese sangrando en el mundo de afuera. De pronto se oye un trueno. ¿O es el ruido de un camión que pasa?
»El agua se escurre. Y también en todos los otros túneles. Hilos retorcidos y serpientes. Agua manchada de tabaco. Luego se mueve. Se junta con otras aguas. Se transforma en serpientes y luego en una boa constrictor que se arrastra a lo largo del suelo plano, cubierto de papeles. Desde todos los sitios, del norte y del sur, de otras calles, vienen corrientes que se juntan en una espiral siseante y brillante. Y el agua se escurre en esos dos nichos secos de que te hablé. Se alza un poco entre esos dos, la mujer y el hombre, que esperan allí como flores japonesas.
Anna se apretó las manos, lentamente, entrelazando los dedos.
—El agua los empapa. Primero, levanta la mano de la mujer, que se mueve apenas. La mano es por ahora la única parte viva del cuerpo. Luego el agua alza un brazo y una pierna. Y el cabello… —Anna se tocó el pelo que le colgaba sobre los hombros—. El cabello se suelta y se abre como una flor en el agua. Los párpados cerrados de la mujer son de color azul.
La sala estaba más oscura ahora. Juliet continuó bordando y Anna habló y contó todo lo que veía. Contó cómo el agua crecía y se llevaba a la mujer, desdoblándola y soltándola y poniéndola de pie en la alcantarilla.
—El agua está interesada en la mujer, y ella se deja llevar. Después de mucho tiempo de inmovilidad, desea vivir de nuevo, cualquier vida que el agua quiera darle.
En alguna otra parte, el hombre se incorpora también en el agua. Y Anna cuenta lo que ocurre, y cómo el agua lo lleva lentamente, flotando, y cómo la mujer flota también, hasta que los dos se encuentran.
—El agua les abre los ojos. Ahora pueden ver, pero no se ven. Dan vueltas, sin tocarse todavía. —Anna movió un poco la cabeza, los ojos cerrados—. Se observan. Brillan como una materia fosforescente. Sonríen…, se… tocan las manos.
Juliet, tiesa, tiesa, dejó el bordado y miró a su hermana, en el otro extremo de la sala gris, envuelta en el silencio de la lluvia.
—¡Anna!
—La marea los acerca… y se tocan. La marea los junta. Es un amor perfecto, donde no hay ningún yo, sólo dos cuerpos que el agua mueve. Todo es limpio, y está bien. No es nada malo, de este modo.
—¡Es malo que lo digas! —exclamó la hermana.
—No, está bien —insistió Anna, volviéndose un instante—. No piensan, ¿entiendes? Están muy abajo y tranquilos y sin ninguna preocupación.
Anna se tomó la mano derecha y la puso sobre la mano izquierda, con mucha lentitud y cuidado, entrelazándolas, temblando. La ventana mojada por la lluvia, de una pálida claridad de primavera, dio un movimiento de luz y de agua a los dedos de la mujer, como si los hundiera profundamente en un agua gris, de modo que los dedos se tocaban en círculos mientras Anna contaba el sueño:
—El hombre alto, en silencio, las manos abiertas. —Anna mostró con un ademán qué alto era el hombre y con qué facilidad se movía en el agua—. La mujer pequeña, en silencio, y el cuerpo abandonado. —Anna miró a Juliet, aflojando las manos—. Están muertos, y no tienen dónde ir, y nadie puede decirles nada. De modo que ahí están, sin nada que los moleste y sin ninguna preocupación, escondidos en un lugar oculto, debajo de la tierra, en las aguas de la alcantarilla. Se tocan las manos y los labios y cuando llegan a una encrucijada de túneles el agua se los lleva rápidamente, juntos. Luego, más tarde… —Anna soltó las manos—. Quizá viajan juntos, tomados de la mano, balanceándose y flotando, debajo de todas las calles, bailando de un modo raro cuando son arrastrados de pronto por un torbellino. —Anna movió las manos en círculos y una ráfaga de lluvia golpeó la ventana—. Y descienden así hasta el mar, cruzando toda la ciudad, dejando atrás los cruces de los túneles y de las calles. Genesee Avenue, Crenshaw, Edmond Place, Washington, Motor City, Ocean Side, y luego el océano. Van a donde el agua quiera llevarlos, a cualquier sitio de la tierra, y luego vuelven al refugio de la alcantarilla y flotan de nuevo debajo de la ciudad, bajo una docena de tiendas de tabaco, y cuatro docenas de licorerías, y seis docenas de tiendas de comestibles y diez cines, las vías de un ferrocarril, la carretera Ciento uno, y los pies de treinta mil peatones que no saben nada o nunca pensaron en los túneles de la alcantarilla.
La voz de Anna flotó y sonó y se tranquilizó nuevamente.
—Y luego… el día pasa y el trueno se va calle arriba. Deja de llover. La estación de las lluvias ha terminado. Los túneles gotean y el agua se detiene. La marea se aleja. —Anna parecía ahora decepcionada, como si lamentara que todo hubiera terminado—. El río corre hacia el océano. El hombre y la mujer sienten que el agua los posa lentamente en el suelo. —Anna dejó las manos en el regazo, como si descendieran con la marea, mirándolas fijamente, anhelantes—. Los pies del hombre y la mujer pierden la vida que les dio el agua. Ahora el agua los acuesta, juntos, y se va, y los túneles mueren. Y el hombre y la mujer se quedan allí acostados. Arriba, en el mundo, sale el sol. El hombre y la mujer yacen en la oscuridad, durmiendo, hasta la próxima vez. Hasta la próxima lluvia.
Las manos de Anna descansaban ahora en el regazo, las palmas abiertas hacia arriba.
—Un hombre hermoso, una mujer hermosa —murmuró, inclinando la cabeza sobre las manos y cerrando los ojos.
De pronto Anna enderezó el cuerpo y clavó los ojos en Juliet.
—¿Sabes quién es el hombre? —gritó, amargamente.
Juliet no replicó; atónita, observaba a Anna desde hacía cinco minutos. Tenía la boca torcida y pálida. La voz de Anna era ahora casi un aullido:
—¡El hombre es Frank, es él de veras! ¡Y yo soy la mujer!
—¡Anna!
—¡Sí, es Frank, ahí abajo!
—¡Pero Frank desapareció hace años, y no está ahí abajo, es inconcebible!
Ahora Anna le hablaba a nadie, a todos, a Juliet, a la ventana, la pared, la calle.
—Pobre Frank —lloró—. Sé que está ahí. El mundo entero le parecía insoportable. La madre le estropeó todas las cosas. Un día miró la alcantarilla y pensó que era un lugar oculto y hermoso. Oh, pobre Frank. Y pobre Anna, pobre yo, tengo una hermana y nada más. Oh, Juliet, ¿por qué no me aferré a Frank cuando aún estaba aquí? ¿Por qué no luché entonces contra la madre?
—¡Cállate, cállate ahora mismo, ¿me oyes?, ahora mismo!
Anna cayó encogida en el rincón, junto a la ventana, apoyando una mano en el vidrio, y lloró en silencio. Unos pocos minutos más tarde oyó la voz de Juliet, que decía:
—¿Ya se te pasó?
—¿Qué?
—Si ya estás bien, ayúdame a terminar esto, o me ocupará toda la vida.
Anna alzó la cabeza y se deslizó acercándose a Juliet.
—¿Qué quieres que haga? —suspiró.
—Esto y esto —dijo Juliet, mostrándole.
—Bueno —dijo Anna, y tomó el bordado y se sentó junto a la ventana mirando la lluvia, moviendo la aguja y el hilo, pero observando siempre qué oscura estaba la calle ahora, y el cuarto, y qué difícil era ver la tapa redonda de la alcantarilla… Allá afuera, en la tarde negra, negra, sólo había unos débiles destellos y centelleos de medianoche. Una red de rayos crepitaba en el cielo.
Pasó media hora. En el otro extremo del cuarto, Juliet descansaba soñolienta en el sillón. Se sacó los anteojos, los puso a un lado, y apoyando la cabeza en el respaldo se quedó dormida. Unos treinta segundos más tarde oyó que la puerta de calle se abría con violencia, oyó el viento que entraba, oyó los pasos que corrían por la acera, daban media vuelta y atravesaban de prisa la calle oscura.
—¿Qué? —preguntó Juliet, buscando a tientas los anteojos—. ¿Quién anda ahí? Anna, ¿llamó alguien a la puerta?
Se quedó mirando la ventana, el banco vacío.
—¡Anna! —gritó, levantándose de un salto y corriendo al vestíbulo.
La puerta de calle estaba abierta, y la lluvia entraba como una niebla tenue.
—Ha salido por un momento —dijo Juliet, de pie en la puerta, tratando de ver en la húmeda oscuridad—. Volverá pronto. Volverás, ¿no es cierto, Anna querida? Anna, contéstame, volverás pronto, ¿no es cierto, hermana?
Afuera, la tapa de la alcantarilla se alzó, se cerró golpeando.
La lluvia murmuraba en la calle, y cayó sobre la tapa cerrada todo el resto de la noche.