HABÍA UNA VEZ UNA VIEJA

(There Was an Old Woman, 1944)

—NO, NO VALE LA PENA discutir. Estoy decidida. Salga de aquí con esa canasta de mimbre. Caramba, ¿de dónde sacó esos pensamientos? Váyase en seguida, no me moleste. Estoy ocupada en mis bordados y costuras y no me interesan los caballeros morenos y altos con ideas triviales.

El joven alto y moreno no se inmutó y siguió allí de pie. La tía Tildy continuó con su charla.

—¡Ya oyó lo que le dije! Si tiene ganas de hablar, bueno, hable, pero entretanto espero que no le moleste que me sirva café. Ya está. Si hubiese sido usted más cortés le habría ofrecido una tacita, pero se apareció usted aquí alto y poderoso y ni siquiera llamó a la puerta ni nada. Se cree dueño de todo.

La tía Tildy movió las manos en el regazo.

—¡Bueno, ahora me hizo perder la cuenta! Me estoy haciendo una bufanda. Estos inviernos son bastante fríos y no conviene que una señora que tiene huesos de papel de arroz ande sin abrigo por una casona ventosa.

El hombre alto y moreno se sentó.

—Esa silla es antigua, así que no sea brusco —alertó la tía Tildy—. Empiece de nuevo, dígame lo que tiene que decir, escucharé atentamente. Pero no alce la voz más arriba de los zapatos y no me mire más con esas luces raras en los ojos. Caramba, me ponen la carne de gallina.

Sobre la chimenea, el florido reloj de porcelana dio la última campanada de las tres. En el pasillo, agrupados alrededor de la canasta de mimbre, esperaban cuatro hombres altos, quietos, como si estuviesen congelados.

—Bien, hablemos de la canasta de mimbre —dijo la tía Tildy—. Tiene unos dos metros de largo y no parece una canasta de ropa. Y esos cuatro hombres que vinieron con usted, no los necesita para llevar la canasta… Pesa menos que una pluma, ¿no es cierto?

El joven moreno se inclinaba hacia adelante en la silla antigua, y parecía pensar que dentro de un rato la canasta no sería tan liviana.

—Bah —musitó la tía Tildy—. ¿Dónde vi antes una canasta parecida? No hace más de un par de años, creo. Me parece… Ah, la recuerdo. Fue cuando la señora Dwyer se murió en la casa de al lado.

La tía Tildy dejó en la mesa la taza de café, muy seria.

—¿Así que vinieron a eso? Se me ocurrió que querían venderme algo. ¡Esperen ustedes a que mi pequeña Emily llegue de sus clases esta tarde! Le escribí una nota la semana pasada. No admitiendo por supuesto que yo no me sentía realmente a punto, pero insinuándole que quería verla de nuevo después de tantas semanas. La vida que lleva en Nueva York y todo eso. Es casi mi propia hija, Emily.

»Pues bien, ella se ocupará de ustedes, joven. Los sacará de esta casa más rápido que…

El hombre moreno miró como diciendo que la tía Tildy estaba cansada.

—¡No, no lo estoy! —estalló la tía Tildy.

El hombre se inclinó hacia adelante y atrás en la silla, con los ojos entornados, abandonándose al descanso. ¿No le gustaría descansar a ella, también?, parecía susurrar. Descanso, descanso, un buen descanso…

—¡Hijos benditos del cielo y de la tierra! Tengo cien bufandas, doscientos jerséis y seiscientos cubreollas en estos dedos, ¡por más huesudos que sean!

Se van ahora, vuelven cuando haya terminado mi trabajo, y quizás hablaremos entonces. —La tía Tildy cambió de tema—. Permítame que le hable de Emily, mi dulce y hermosa niña.

La tía Tildy asintió pensativamente. Emily, de pelo rubio como borlas de maíz, tan suave y delicado.

—Recuerdo el día en que murió la madre, hace veinte años, dejando a Emily en casa. Por eso mismo estoy enojada con usted y estas canastas y estas idas y venidas. ¿Quién ha muerto alguna vez por buenas razones? Joven, esto no me gusta. Bien, un día…

La tía Tildy hizo una pausa; el breve dolor del recuerdo le tocó el corazón. Veinticinco años atrás, la voz del padre temblaba en las primeras horas de la tarde.

—Tildy —murmuró—, ¿qué vas a hacer en la vida? Ese modo de ser que tienes no atrae mucho a los hombres. Un beso, y te largas. ¿Por qué no sientas cabeza, te casas, tienes niños?

—Papá —le replicó Tildy—, me gusta reír y jugar y cantar. No soy de las que se casan. No encuentro a un hombre que tenga mi filosofía, papá.

—¿Qué filosofía es ésa?

—¡La muerte es ridícula! Se la llevó a mamá cuando más la necesitábamos. ¿Te parece eso inteligente?

Los ojos de papá se pusieron húmedos y grises y tristes.

—Tienes razón, como siempre, Tildy. Pero ¿qué podemos hacer? La muerte le llega a todos.

—¡Pelea! —gritó Tildy—. ¡Dale un golpe bajo! ¡No la aceptes!

—No es posible —dijo papá, desanimado—. Estamos solos en el mundo.

—Alguna vez hay que cambiar, papá. En este mismo momento pongo en marcha mi propia filosofía. ¿Te imaginas algo más tonto?: vivir un par de años y ser echado a un agujero como maleza húmeda. No crece nada ahí. ¿De qué sirven? Sepultados un millón de años, no sirviendo para nada. La mayoría gente buena, simpática, o que trata de serlo.

Pero papá no escuchaba. Se marchitó de pronto, borrándose como una fotografía dejada al sol. Tildy trató de hablarle y reanimarlo, pero el viejo había pasado al otro lado. La muchacha corrió alrededor, de aquí para allá. No podía soportar que el padre estuviese frío, pues esa frialdad contradecía su propia filosofía. No estuvo presente en el entierro. Instaló una tienda de antigüedades en el frente de una vieja casa y vivió sola durante años, hasta que llegó Emily. En un principio Tildy no quería aceptar a la muchacha. ¿Por qué? Porque Emily creía en la muerte. Pero la madre de Emily era una vieja amiga y Tildy había prometido ayudarla.

—Emily —continuó tía Tildy, hablándole al hombre de negro— fue la primera persona que vivió en esta casa en todos esos años. Nunca me casé. Yo no soportaba la idea de vivir con un hombre veinte o treinta años y que luego la muerte cayera sobre él. Echaría abajo mis convicciones como un castillo de naipes. Me retiré del mundo. Les gritaba a los amigos, si alguna vez mencionaban la muerte.

El joven escuchaba, paciente, cortés. Luego alzó la mano. Miró a la tía Tildy con ojos brillantes, fríos y oscuros antes que ella abriera la boca, como si lo supiera todo. Sabía de la tía Tildy y de la segunda guerra mundial, cuando ella había apagado la radio para siempre y había dejado de recibir los periódicos y había golpeado la cabeza de un hombre con un paraguas echándolo de la tienda cuando él insistió en describir las playas de la invasión y las largas y lentas mareas de los muertos que se movían bajo los silenciosos tironeos de la luna.

Sí, el hombre moreno sonrió desde la mecedora antigua. Sabía cómo la tía Tildy se había atado a los viejos y hermosos discos de fonógrafo. Harry Lauder en Vagando en la oscuridad, madame Schumann-Heink y las canciones de cuna. Sin interrupciones, sin calamidades del extranjero, sin asesinatos, envenenamientos, accidentes de coche, suicidios. La música era siempre la misma cada día, todos los días. Así pasaron los años, mientras la tía Tildy trataba de enseñar a Emily su filosofía. Pero la mente de Emily no salía de los límites de la mortalidad. Respetaba sin embargo la manera de pensar de la tía Tildy y no mencionaba nunca… la vida eterna.

Todo esto lo sabía muy bien el joven.

La tía Tildy resopló.

—¿Cómo sabe tantas cosas? Bueno, si piensa que con esa charla puede meterme en la canasta, anda usted bastante despistado. Si me pone las manos encima, ¡le escupiré la cara!

El joven sonrió. La tía Tildy resopló de nuevo.

—Deje esa sonrisita de perro enfermo. Soy demasiado vieja como para que me hagan el amor. Todo está en mí retorcido, seco, como un viejo tubo de pintura abandonado durante años.

Se oyó un sonido. El reloj de la chimenea dio las tres. La tía Tildy lo miró con ojos relampagueantes. Raro. ¿No había dado las tres hacía cinco minutos? Le gustaba ese viejo reloj de porcelana, con angelitos dorados, suspendidos alrededor de la esfera numerada, y ese sonido parecido a campanas de catedral, suave y lejano.

—Joven, ¿se quedará ahí sentado todo el tiempo?

Se quedaría.

—Entonces no le importará si duermo una siestecita. Bien, y no se mueva de esa silla. No empiece a dar vueltas a mi alrededor. Descansaré sólo un rato. Eso es. Eso es…

Un momento del día adecuado y bueno para descansar un rato. Silencio. Sólo el distante tictac del reloj, que trabajaba como una colonia de termitas en la madera. Sólo el viejo cuarto que olía a roble pulido y cuero aceitado, y libros muy derechos en los estantes. Todo tan tranquilo, tranquilo…

—No se mueva de esa silla, ¿eh, señor? Mejor que no. Dejaré un ojo abierto. Sí, por cierto. Sí. Oh. Ah, hummmm.

Todo plumas. Soñoliento. Hondo. Debajo del agua, casi. Oh, tan tranquilo…

¿Quién se mueve alrededor en la oscuridad de mis ojos cerrados?

¿Quién me besa la mejilla? ¿Tú, Emily? No, no. Ideas mías. Un sueño, nada más. Un sueño, sí. Me voy flotando, flotando, flotando…

¿Ah? ¿Qué dicen? ¡Oh!

—Esperen a que me ponga los anteojos. Ya está.

El reloj dio otra vez las tres. Una vergüenza ese viejo reloj, una vergüenza. Había que mandarlo a arreglar. El joven de traje oscuro estaba de pie junto a la puerta. La tía Tildy asintió.

—¿Se va tan pronto, joven? Se da por vencido, ¿no es cierto? No ha podido convencerme, soy terca como una mula. Nunca me sacarán de esta casa, ¡y no lo intenten otra vez!

El joven se inclinó con una lenta dignidad.

No tenía intenciones de volver, nunca.

—Magnífico —declaró la tía Tildy—, ¡siempre le dije a papá que ganaría la pelea! Sí, me pasaré los próximos mil años tejiendo al lado de la ventana. Tendrían que derribar la casa para sacarme.

El joven moreno guiñó los ojos.

—¡No me mire más como el gato que se comió al canario! —gritó la tía Tildy—. ¡Y llévense esa maldita canasta!

Los cuatro hombres salieron pesadamente por la puerta de calle. Tildy notó que aunque llevaban una canasta vacía caminaban tambaleándose.

—¡Eh, un momento! —La tía Tildy se incorporó, temblando de indignación—. ¿Se llevan mis cosas antiguas? ¿Mis libros? ¿Los relojes? ¿Qué hay en esa canasta?

El joven moreno silbó animadamente, dándole la espalda a la vieja, caminando detrás de los cuatro hombres. Al llegar a la puerta señaló la canasta, ofreciéndole la tapa a la tía Tildy con un ademán, como preguntándole si ella querría abrir la canasta y mirar.

—¿Curiosa yo? Bah, no. ¡Fuera! —gritó la tía Tildy.

El joven moreno se acomodó el sombrero con un golpe de dedos y la saludó jovialmente.

—¡Adiós!

La tía Tildy cerró de un portazo.

Sí, sí, todo estaba mejor ahora. Los hombres se habían ido, esos tontos descabellados. No quería pensar más en la canasta. Si se habían llevado algo no importaba tanto. Lo principal era que la dejaran sola.

—Bueno. —La tía Tildy sonrió—. Ahí viene Emily, de vuelta de la universidad. A hora. Encantadora muchacha. Mira cómo camina. Pero caramba, qué rara y pálida está hoy, caminando tan despacio. Me pregunto por qué. Parece preocupada. Pobre chica. Le serviré un café y unos bizcochos.

Emily subió los escalones de la puerta de calle. La tía Tildy iba de un lado a otro por la cocina y oía los pasos lentos y deliberados. ¿Por qué estaba afligida esa chica? Parecía agua chirle. La puerta de calle se abrió. Emily se quedó en el umbral con la mano en el pestillo de bronce.

—¿Emily? —llamó la tía Tildy.

Emily entró en el vestíbulo arrastrando los pies, cabizbaja.

—¡Emily! ¡He estado esperándote! Unos condenados tontos estuvieron aquí, con una canasta. Tratando de venderme algo que yo no quería. Me alegra que estés aquí. Es realmente agradable…

La tía Tildy notó que Emily estaba mirándola fijamente desde hacía un minuto.

—Emily, ¿qué ocurre? Deja de mirarme. Mira, te traeré una taza de café. ¡Aquí está!

»Emily, ¿por qué te escapas de mí?

«Emily, deja de gritar, niña. ¡No grites, Emily! ¡Basta! Si sigues gritando así te volverás loca. Emily, ¡levántate del suelo, apártate de esa pared! ¡Emily! No te escapes, niña. ¡No te haré daño!

»Qué barbaridad, si no es una cosa es otra.

»Emily, qué pasa, niña…

Emily gimió con las manos sobre la cara.

—Niña, niña —murmuró la tía Tildy—. Toma, bebe un poco de agua. Toma, Emily, así es…

Emily abrió los ojos, vio algo, los cerró de nuevo, estremeciéndose, encogiéndose.

—Tía Tildy, tía Tildy, tía Tildy…

—¡Basta! —La tía Tildy le dio una bofetada a Emily—. ¿Qué diablos te ocurre?

Emily se obligó a mirar de nuevo.

Extendió los dedos. Los dedos desaparecieron dentro de la tía Tildy.

—¿Qué es eso? —gritó la tía Tildy—. ¡Saca la mano! ¡Sácala, digo!

Emily dejó caer la mano, sacudió la cabeza, y el pelo dorado le tembló en ondas brillantes.

—No estás aquí, tía Tildy. Estoy soñando. ¡Estás muerta!

—Calma, nena.

—No puedes estar aquí.

—Caramba, Emily…

La tía Tildy tomó la mano de Emily, y la atravesó limpiamente. La tía Tildy se puso muy derecha, pateando el suelo.

—¡Qué barbaridad, qué barbaridad! —gritó enojada—. ¡Ese… mentiroso! —Las manos delgadas de la tía Tildy se anudaron en unos puños pálidos, duros, velludos—. ¡Ese monstruo de las tinieblas! ¡Lo robó! Se lo llevó, ¡sí, lo hizo, lo hizo! Pero yo… —La rabia hervía en la tía Tildy, y los pálidos ojos azules eran de fuego. Farfulló un rato y cayó en un silencio indignado. Luego se volvió a Emily—. Niña, ¡levántate! ¡Te necesito!

Emily seguía tendida, estremeciéndose.

—¡Una parte de mí está aquí! —declaró la tía Tildy—. Señor, esto que queda tiene mucho que hacer. ¡Tráeme mi sombrero!

Emily confesó:

—Tengo miedo.

—No de mí, por cierto, no de mí.

—Sí.

—Pero ¿por qué? No soy un espectro. ¡Me conoces de casi toda la vida! No es hora de lloriqueos. ¡De pie, en seguida, o te daré un soplamocos!

Emily se incorporó, sollozando, y se quedó de pie como alguien arrinconado, tratando de decidir en qué dirección podría escapar.

—¿Dónde está tu coche, Emily?

—En el garaje…, señora.

—Bien. —La tía Tildy se escurrió a través de la puerta de calle—. Veamos ahora… —Los ojos penetrantes de la vieja recorrieron la calle—. ¿Dónde está la morgue?

Emily se apoyaba en la barandilla, desmañada.

—¿Qué vas a hacer, tía Tildy?

—¿Qué voy a hacer? —gritó la tía Tildy, trotando detrás de Emily, animada por una furia menuda y pálida que le sacudía las mandíbulas—. ¡Recuperar mi cuerpo, es claro! ¡Recuperar mi cuerpo! ¡Vamos!

El coche rugió. Emily se aferraba al volante, mirando directamente adelante las calles curvas y mojadas por la lluvia. La tía Tildy sacudía el parasol.

—De prisa, niña, de prisa, antes que me echen licores en el cuerpo y lo corten luego en cubos como acostumbran hacer esos impertinentes de la morgue. Lo cortan y lo sierran y luego no sirve para nada.

—Oh, tía, tía, déjame ir, ¡no me obligues a conducir! No saldrá nada bueno, nada bueno de verdad —suplicó la muchacha.

—Aquí estamos. —Emily se acercó a la acera y se derrumbó sobre el volante, pero la tía Tildy ya había saltado del automóvil y trotaba meneando las faldas por el sendero que llevaba a la morgue, y donde un coche fúnebre, negro y brillante, estaba descargando una canasta de mimbre.

—¡Usted! —La tía Tildy dirigió su ataque a los cuatro hombres que llevaban la canasta—. ¡Dejen eso!

Los cuatro hombres alzaron los ojos.

Uno dijo:

—Apártese, señora. Estamos trabajando.

—¡Llevan ahí mi cuerpo!

La tía Tildy blandió el parasol.

—De eso no sé nada —dijo otro hombre—. Por favor, no impida el tránsito. Esto es pesado.

—¡Señor! —gritó la tía Tildy, herida—. Le advierto que peso sólo cincuenta y dos kilos.

El hombre la miró distraídamente.

—No me interesa su peso, señora. En casa me esperan a cenar. Mi mujer me matará si llego tarde.

Los cuatro hombres avanzaron, y la tía Tildy detrás de ellos, persiguiéndolos por un pasillo, hacia la sala de preparaciones.

Un hombre de delantal blanco esperaba la llegada de la canasta con una sonrisa bastante complacida en la cara larga y seria. La tía Tildy no prestó atención a la avidez de esa cara, ni a la personalidad del hombre. Los cuatro hombres depositaron la canasta y se fueron.

El hombre de delantal blanco le echó una mirada a la tía Tildy y dijo:

—Señora, éste no es lugar para una dama.

—Bueno —dijo la tía Tildy, complacida—, me alegra que lo sienta así. Es exactamente lo que he tratado de decirle a ese joven vestido de oscuro.

El hombre de la morgue frunció el ceño.

—¿Qué joven vestido de oscuro?

—El hombre que se me metió en casa, ése.

—Ningún hombre así trabaja para nosotros.

—No importa. Como dijo usted con tanta inteligencia, éste no es lugar para una dama. No me quiero aquí. Me quiero en casa preparando jamón para las visitas del domingo: estamos acercándonos a Pascua. Tengo además que atender a Emily, tejer jerséis, dar cuerda a los relojes…

—Es usted filosófica y filantrópica, señora, no lo dudo, pero tengo trabajo que hacer. Ha llegado un cuerpo.

El hombre dijo esto último con cierta complacencia y tocando los cuchillos, tubos e instrumentos.

La tía Tildy se puso tiesa.

—Deje usted una sola huella digital en ese cuerpo y le aseguro…

El hombre la apartó como si fuera una vieja polillita.

—George —llamó con tono cortés—, acompañe a esta señora a la salida, por favor.

La tía Tildy miró con ojos encendidos a George, que venía avanzando.

—¡Media vuelta y aléjese de aquí!

George la tomó por las muñecas.

Tildy se libró del hombre fácilmente. El cuerpo se le deslizó fuera, o algo parecido. Hasta Tildy estaba asombrada. Haber desarrollado un talento tan inesperado a esta altura de la vida…

—¿Vio? —dijo, contenta con su habilidad—. No puede moverme. ¡Quiero que me devuelvan el cuerpo!

El hombre de la morgue abrió distraídamente la canasta. Allí, después de una recurrente serie de escrutinios, descubrió que el cuerpo de adentro era…, parecía…, ¿podía ser?…, quizá…, sí…, no…, no podía ser, pero…

—Ah —resopló, abruptamente. Se volvió. Entornó los ojos.

—Señora —dijo con precaución—, ¿esta dama es… una… parienta… suya?

—Una parienta muy querida. Tenga cuidado.

El hombre buscó esperanzadamente la punta de un hilo de posible lógica.

—¿Una hermana quizá?

—No, idiota. Yo, ¿me oye? ¡Yo!

El hombre de la morgue consideró la idea.

—No —dijo—. Estas cosas no pasan. —Movió los instrumentos—. George, pida ayuda a los otros. No puedo trabajar con una maniática presente.

Los cuatro hombres volvieron. La tía Tildy se cruzó de brazos, desafiante.

—¡No me moveré! —gritó mientras la llevaban como un peón por un tablero de ajedrez, del cuarto de preparativos al cuarto de descanso, al vestíbulo, a la sala de espera, a la sala mortuoria, donde Tildy se dejó caer en una silla, en el centro mismo de la habitación. Unos oficiantes regresaban envueltos en un silencio gris, y un aroma de flores.

—Por favor, señora —dijo uno de los hombres—. Aquí es donde descansa el cuerpo, esperando el servicio de mañana.

—Me quedaré aquí clavada hasta obtener lo que quiero.

La tía Tildy se quedó allí sentada, llevándose los dedos pálidos al cuello de encaje, apretando las mandíbulas, golpeando el suelo con un pie abotinado. Si un hombre se ponía al alcance, recibía un sombrillazo. Y cuando la tocaban… había vuelto a recordar que podía escurrirse entre los dedos de cualquiera.

El señor Carrington, el presidente de la morgue, escuchó el tumulto y salió de la oficina en puntillas por el pasillo, a investigar.

—Eh, eh —les susurró a todos, con el dedo en los labios—. Más respeto, más respeto. ¿Qué ocurre? Oh, señora, ¿puedo ayudarla?

La tía Tildy lo miró de arriba abajo.

—Puede.

—Aquí me tiene a su servicio, señora.

—Vaya a ese cuarto de atrás —señaló la tía Tildy.

—Sí…, sí.

—Y dígale a ese joven investigador que no me manosee el cuerpo. Soy una dama doncella. Mis verrugas, mis marcas de nacimiento, mis cicatrices y algún otro bric-a-brac, incluyendo la curva del tobillo, son secretos míos. Me opongo a que espíe, pruebe, corte o lastime de cualquier modo que sea.

Esto era algo confuso para el señor Carrington, quien todavía no había comparado los cuerpos. Miró a la tía Tildy con una expresión de desesperanzada incomprensión.

—Me tiene ahí sobre esa mesa, ¡como un pichón de paloma listo para que lo sequen y lo embalsamen!

El señor Carrington corrió a comprobar. Tras quince minutos de silencio y discusiones horrorizadas, y de comparar notas con el empleado de la morgue, Carrington volvió, tres veces más pálido.

Dejó caer los lentes, los recogió.

—Está usted complicando las cosas, señora.

—¿Yo? —rugió la tía Tildy—. ¡San Vito bendito! Mire, señor Sangre y Huesos, o como se llame usted, le diré…

—Ya estamos sacando la sangre de…

—¡Qué!

—Sí, sí, se lo aseguro, sí. De modo que ya puede irse, no hay nada que esperar. —El hombre rió nerviosamente—. El empleado de la morgue está haciendo también una pequeña autopsia para determinar la causa de la muerte.

La tía Tildy se incorporó de un salto, roja.

—¡No puede! ¡Sólo la policía está autorizada!

—Bueno, a veces nosotros nos permitimos…

—Marche derecho y dígale a ese descuartizador que ponga de vuelta toda esa hermosa sangre azul de Nueva Inglaterra en ese cuerpo de hermosa piel, y si ha sacado alguna otra cosa que la devuelva a su sitio, y que se asegure de que funcione bien, y que luego me entregue el cuerpo, fresco como pintura fresca. ¿Ha oído?

—No hay nada que yo pueda hacer. Nada.

—Le diré algo. Me quedaré sentada aquí los próximos doscientos años, ¿me escucha? Y cada vez que aparezca un cliente, ¡le escupiré directamente en las narices!

Carrington tanteó ese pensamiento, en una mente que ya apenas funcionaba, y emitió un gruñido.

—Nos arruinará el negocio. Usted no hará eso.

La tía sonrió.

—¿No lo haré?

Carrington corrió por el pasillo oscuro. Se oyó, a lo lejos, que marcaba los números de un teléfono una y otra vez. Media hora más tarde unos coches se detuvieron rugiendo frente a la morgue. Tres vicepresidentes de la morgue aparecieron en el pasillo acompañados por el histérico presidente.

—¿Cuál es la dificultad?

La tía les contó la historia, con unas pocas y bien escogidas referencias al infierno.

Los hombres celebraron una conferencia y mientras tanto le dijeron al empleado de la morgue que interrumpiera las labores domésticas, por lo menos hasta que se llegara a algún acuerdo… El empleado salió de la cámara y esperó sonriendo amablemente, fumando un enorme cigarro oscuro.

La tía miró fijamente el cigarro.

—¿Dónde echó usted las cenizas? —gritó, horrorizada.

El empleado sonrió mostrando los dientes, imperturbable, y echó una bocanada de humo.

La conferencia terminó.

—Señora, seamos justos; no nos obligará usted más tarde a que concluyamos nuestros servicios, ¿no?

La tía estudió las caras de los buitres.

—Oh, no tengo ningún interés.

Carrington se secó el sudor de las mejillas.

—Puede llevarse el cuerpo.

—¡Ja! —gritó la tía Tildy. Luego, precavida—: ¿Intacto?

—Intacto.

—¿No formaldehído?

—No formaldehído.

—¿Sangre?

—¡Sangre, Dios mío, sí, sangre, pero sólo si lo lleva y se va!

Un movimiento de cabeza, cortés.

—De acuerdo. Prepárenlo. Trato hecho.

Carrington castañeteó los dedos volviéndose hacia el hombre de la morgue.

—No se quede ahí, babieca. ¡Prepárelo!

—¡Y tenga cuidado con ese cigarro! —dijo la vieja.

—Calma, calma. Pongan la canasta en el suelo, para que yo pueda meterme.

La vieja no miró mucho el cuerpo. Comentó solamente:

—Aspecto natural.

Se dejó caer hacia atrás en la canasta.

Sintió la mordedura de un frío ártico, y luego una náusea inesperada y un vértigo. Dos gotas de materia fundida, un agua que trataba de escurrirse en un suelo de cemento. Una tarea lenta. Dura. Como una mariposa que intenta meterse de nuevo en el casco endurecido de una crisálida.

Los vicepresidentes miraban a la tía Tildy con aprensión. El señor Carrington se retorcía los dedos y trataba de ayudar moviendo las manos y los brazos. El empleado de la morgue, francamente escéptico, observaba con ojos perezosos y divertidos.

La tía Tildy sentía que entraba en una fría e interminable piedra de granito, en una estatua helada y antigua. Comprimiéndose todo el tiempo.

—¡Vuelve a la vida, maldito seas! —se gritó la tía Tildy—. Levántate un poco.

El cuerpo se alzó a medias, crujiendo en la canasta seca.

—¡Pliega las piernas, mujer!

El cuerpo se movió, tanteando.

—¡Mira! —gritó la tía Tildy.

La luz entró en los ciegos ojos velados.

—¡Siente! —ordenó la tía Tildy.

El cuerpo sintió el calor de la habitación, la repentina realidad de la mesa de operaciones, y se apoyó allí, jadeando.

—¡Muévete!

El cuerpo dio un paso chirriante, lento.

—¡Oye! —soltó la vieja.

Los ruidos del lugar entraron en los oídos apagados. La respiración dura, expectante del empleado de la morgue, tembloroso; los gemidos del señor Carrington; la propia voz crepitante de la tía Tildy.

—¡Camina! —dijo.

El cuerpo caminó.

—¡Piensa! —dijo la mujer.

El viejo cerebro pensó.

—¡Habla!

El cuerpo habló, saludando a los hombres de la morgue.

—Muy amables. Gracias. Y ahora —dijo la tía Tildy, al fin—, ¡llora!

Y se puso a derramar lágrimas de verdadera felicidad.

Y ahora, cualquier tarde alrededor de las cuatro, si usted quiere visitar a la tía Tildy, vaya a la tienda de antigüedades y llame a la puerta. Hay allí una enorme y negra corona fúnebre. No se preocupe. La tía Tildy la dejó en la puerta; ella tiene su propio sentido del humor. Llame usted. La puerta tiene una doble barra y tres cerraduras, y cuando uno llama la voz de la tía Tildy chilla desde adentro.

—¿Es el hombre vestido de negro?

Y usted se ríe, dice no, no, soy sólo yo, tía Tildy.

Y la vieja se ríe y dice:

—¡Entre, en seguida!

La tía Tildy abre rápidamente y cierra de un portazo, para que ningún hombre vestido de negro entre junto con usted. Luego lo instala a usted en la mesa, le sirve café y le muestra el último jersey que ella ha tejido. No es tan rápida como antes, y no tiene tan buena vista, pero sigue trabajando.

—Como usted es un buen hombre —declara la tía Tildy apartando la taza de café—, le haré un regalito.

—¿Qué es? —preguntan las visitas.

—Esto —dice la tía, complacida, sabiendo que su regalo es una pequeña rareza, una broma.

Entonces moviendo modestamente los dedos la tía se desatará el moño blanco del cuello y el pecho y durante un instante muestra lo que hay abajo.

La larga cicatriz azul de la autopsia.

—No mal cosido, tratándose de un hombre —concede—. Oh, ¿un poco más de café? ¡Muy bien!