EL HOMBRE DEL PRIMER PISO

(The Man Upstairs, 1947)

RECORDABA CON QUÉ cuidado y con cuánta habilidad la abuela acariciaba las entrañas frías del pollo y retiraba las maravillas interiores: los nudos brillantes y húmedos de los intestinos que olían a carne, el pedazo musculoso del corazón, la molleja con su colección de semillas. Con qué pulcritud y perfección la abuela abría el pollo y metía dentro la manita gordezuela para sacarle las medallas, que separaría luego, algunas en cuencos de agua, otras en papel, que serían arrojadas al perro, quizás. Y más tarde, el ritual de la taxidermia, cuando se rellenaba el ave con pan mojado y condimento, y después la operación quirúrgica: una aguja rápida y brillante que cerraba el cadáver puntada tras puntada.

En los once años de Douglas, ésta había sido hasta entonces una de las emociones más vivas y principales.

Douglas había llegado a contar veinte cuchillos en los varios cajones que se abrían y cerraban chillando en la mágica mesa de cocina donde la abuela, una vieja bruja canosa y de cara amable, sacaba la parafernalia de los milagros.

Douglas tenía que estarse quieto. Podía asomarse al otro lado de la mesa, la pecosa nariz apoyada en el borde, mirando, pero cualquier alocada charla de niños habría roto el encantamiento. Era una maravilla cuando la abuela blandía unos instrumentos de plata sobre el ave, se suponía que rociándola con polvo de momia y huesos indios pulverizados, murmurando versos místicos bajo el desdentado aliento.

—Abuela —decía Douglas al fin, rompiendo el silencio—, ¿soy así por dentro?

Douglas señalaba el pollo.

—Sí —decía la abuela—. Un poco más ordenado y presentable, pero bastante parecido…

—¡Y más de todo eso! —añadía Douglas, orgulloso de sus entrañas.

—Sí —decía la abuela—, más de todo.

—El abuelo tiene todavía más. Lo saca para adelante para poder apoyar los codos.

La abuela reía y sacudía la cabeza.

Douglas decía:

—Y Lucie Williams, la que vive al final de la calle.

—¡Basta, niño! —exclamaba la abuela.

—Pero ella tiene…

—No importa lo que ella tenga. Es distinto.

—¿Por qué es distinto?

—Uno de estos días vendrá un maldito moscardón de trompa de aguja y te coserá la boca —dijo la abuela con firmeza.

Douglas esperó y preguntó luego:

—¿Cómo sabes que soy así por adentro, abuela?

—¡Oh, vete, por favor!

Llamaron a la puerta de calle.

Del otro lado del vidrio de la puerta, mientras corría por el pasillo, Douglas vio un sombrero de paja. La campanilla sonó una y otra vez. Douglas abrió la puerta.

—Buenos días, niño, ¿está la señora en casa?

Unos ojos fríos y grises miraron a Douglas desde una cara larga, lisa, de color de avellana. El hombre era alto, delgado, y traía una maleta, un portafolios, un paraguas bajo el brazo doblado, unos guantes abrigados y grises en los dedos delgados y un horrible sombrero de paja.

Douglas retrocedió.

—Está ocupada.

—Deseo alquilar el cuarto de arriba, tal como está anunciado.

—Tenemos ya diez inquilinos, y está alquilado. ¡Vayase!

—¡Douglas! —La abuela apareció de pronto detrás del niño—. ¿Cómo está usted? —le dijo al desconocido—. No le haga caso al niño.

El hombre no sonrió y entró muy tieso. Douglas miró cómo subían hasta perderse de vista en las escaleras, y oyó a la abuela que describía las ventajas del cuarto. Pronto volvió corriendo y apiló unas cuantas sábanas del armario de las sábanas en los brazos de Douglas y lo mandó arriba.

Douglas se detuvo en el umbral. La habitación parecía distinta, de un modo raro, sólo porque el desconocido estaba ahora allí. Había dejado sobre la cama el sombrero de paja, quebradizo y terrible, y el paraguas se apoyaba tiesamente contra una pared como un murciélago muerto de alas plegadas, oscuras y húmedas.

Douglas miró el paraguas, parpadeando.

El desconocido esperaba en el centro de la habitación transformada, alto, alto.

—¡Aquí tiene! —Douglas cubrió la cama con ropa limpia—. Almorzamos a las doce en punto y si llega tarde tomará fría la sopa. ¡La abuela es inflexible!

El hombre alto y desconocido contó diez monedas nuevas de cobre y las echó tintineando en el bolsillo de la blusa de Douglas.

—Seremos amigos —dijo, sombrío.

Era raro, pero el hombre sólo tenía monedas de cobre. Muchas. Ninguna moneda de níquel, ninguna de plata. Sólo cobres.

Douglas se lo agradeció, de mala gana.

—Las pondré en mi cuenta de níqueles cuando las cambie por un níquel. Tengo seis dólares y cincuenta centavos en níqueles listos para mi excursión al campo en agosto.

—Ahora tengo que lavarme —dijo el hombre alto.

Una vez, a medianoche, Douglas se había despertado con el estruendo de una tormenta: el viento frío y duro que sacudía la casa, la lluvia contra la ventana. Y en seguida un rayo había caído fuera con un golpe silencioso, terrorífico. Recordó que había tenido miedo de mirar el cuarto, raro y tremendo a la luz instantánea.

Así era ahora también, en este cuarto. Se quedó de pie, inmóvil, alzando los ojos al extraño. El cuarto ya no era el mismo, pues había cambiado de un modo indefinido, y todo porque este hombre, rápido como un rayo, había derramado una luz alrededor. Douglas retrocedió lentamente mientras el desconocido avanzaba.

El hombre le cerró la puerta en las narices.

El tenedor de madera subía con puré de patatas, descendía vacío. Cuando la abuela llamó para el almuerzo, el señor Koberman, pues así se llamaba el hombre, había traído consigo el tenedor de madera y el cuchillo y la cuchara de madera.

—Señora Spaulding —había dicho a media voz—, mis cubiertos. Por favor, póngalos siempre junto a mi plato. Almorzaré hoy, pero desde mañana sólo el desayuno y la cena.

La abuela fue y vino, trayendo fuentes humeantes de sopa y guisantes y puré para impresionar al nuevo huésped, mientras Douglas golpeaba los cubiertos de plata en el plato, pues había descubierto que eso irritaba al señor Koberman.

—Conozco un truco —dijo Douglas—. Atienda.

Tomó la punta de un tenedor con la uña del dedo índice. Apuntó a varios sitios de la mesa, como un mago. Cada vez que apuntaba se oía la vibración del tenedor, como la voz metálica de un duende. No era difícil, por supuesto. Douglas apoyaba en secreto el mango del tenedor contra la superficie de la mesa. La vibración venía de la madera como de una tabla musical. Parecía algo mágico.

—¡Ahí, ahí y ahí! —exclamó Douglas, pellizcando feliz el tenedor. Apuntó a la sopa del señor Koberman y el sonido salió de la sopa.

La cara de avellana del señor Koberman se endureció, se alargó, se torció. El hombre apartó con violencia el plato de sopa, retorciendo los labios. Cayó hacia atrás en la silla.

Apareció la abuela.

—Pero ¿qué pasa, señor Koberman?

—No puedo tomar esta sopa.

—¿Por qué?

—No tengo apetito. Gracias.

El señor Koberman dejó la habitación echando fuego por los ojos.

—¿Qué le hiciste? —le preguntó la abuela a Douglas, mirándolo.

—Nada. Abuela, ¿por qué el señor Koberman come con cucharas de madera?

—¡Fui yo quien te hice una pregunta! Otra cosa: ¿cuándo vuelves al colegio?

—Faltan siete semanas.

—Oh, Señor —dijo la abuela.

El señor Koberman trabajaba de noche. Llegaba misteriosamente todas las mañanas a las ocho, devoraba un desayuno minúsculo y luego dormía silenciosamente en el letargo del día caluroso, hasta que llegaba la hora de la cena con todos los otros huéspedes.

Los hábitos de sueño del señor Koberman obligaban a Douglas a estarse quieto. Esto era insoportable. De modo que cada vez que la abuela se alejaba de la casa, Douglas corría estrepitosamente escaleras abajo y escaleras arriba, tocando el tambor, haciendo saltar pelotas de golf, o chillando durante tres minutos frente a la puerta del señor Koberman, o apretando el botón del inodoro siete veces seguidas.

El señor Koberman no se movía nunca. En el cuarto había siempre oscuridad y silencio. No se oía ningún sonido. Dormía y dormía. Era algo muy raro.

Douglas sintió que le ardía en el pecho una llama de odio pura y blanca, de una belleza permanente e inalterable. Ahora el cuarto era las tierras de Koberman. En otros tiempos, en los días de la señorita Sadlowe, había sido florido y luminoso. Ahora era estéril, desnudo, frío, limpio, con todo en su lugar, quebradizo y extraño.

En la cuarta mañana Douglas subió las escaleras.

Entre el primero y el segundo piso había una ventana soleada, enmarcada por unos cristales de diez centímetros y de color naranja, púrpura, azul, rojo y borgoña. En las primeras horas encantadas del día, cuando el sol se deslizaba por la baranda y caía a golpear el descanso de la escalera, Douglas se quedaba allí fascinado espiando el mundo por los cristales multicolores.

Ahora un mundo azul, un cielo azul; gente azul, automóviles azules y perros sueltos azules.

Cambiaba de cristal. Ahora… un mundo de ámbar. ¡Dos señoritas de limonada se deslizaban por la calle, parecidas a las hijas de Fu Manchú! Douglas reía entre dientes. Este cristal daba a la luz del sol un color todavía más dorado.

Las ocho. El señor Koberman pasó por la acera, de vuelta del trabajo nocturno, el bastón bajo el brazo, el sombrero de paja pegado a la cabeza con aceite patentado.

Douglas cambió otra vez de cristal. El señor Koberman era un hombre rojo que atravesaba un mundo rojo de árboles rojos y flores rojas… y algo más.

Algo acerca… del señor Koberman.

Douglas entornó los ojos.

El vidrio rojo cambiaba al señor Koberman. La cara, el traje, las manos. Las ropas se desvanecían de algún modo. Douglas casi creyó, durante un terrible instante, que podía ver el interior del señor Koberman. Y lo que vio lo llevó a apoyar la frente contra el cristal rojo, parpadeando.

En ese mismo instante el señor Koberman alzó los ojos, vio a Douglas y blandió furioso el paraguas-bastón, como si fuese a descargar un golpe. Cruzó rápidamente el césped rojo hacia la puerta de calle.

—¡Joven! —gritó corriendo escaleras arriba—. ¿Qué está haciendo?

—Sólo mirando —dijo Douglas, aturdido.

—Mirando, ¿eh? —gritó el señor Koberman.

—Sí, señor. Miro por todos los vidrios. Toda clase de mundos. Azules, rojos, amarillos. Todos diferentes.

—Toda clase de mundos, sí. —El señor Koberman echó una ojeada a los vidrios, el rostro pálido. Se dominó. Se enjugó la cara con un pañuelo y fingió reírse—. Toda clase de mundos. Todos diferentes. —Se volvió hacia la puerta de su cuarto—. Adelante, juega —dijo.

La puerta se cerró. El pasillo quedó desierto. El señor Koberman había entrado en el cuarto.

Douglas se encogió de hombros y encontró un nuevo cristal.

—¡Oh, todo es violeta!

Media hora más tarde, mientras jugaba con arena detrás de la casa, Douglas oyó el golpe y el estallido retintineante. Se incorporó de un salto.

Un instante después la abuela apareció en el porche de atrás, sosteniendo la vieja correa de asentar navajas en una mano temblorosa.

—¡Douglas! ¡Te dije mil veces que nunca tiraras tu pelota de baloncesto contra la casa! ¡Oh, me pondría a llorar!

—No me moví de aquí —protestó Douglas.

—¡Ven a ver lo que has hecho, condenado!

Los cristales de color de las ventanas yacían hechos trizas en el descanso de la escalera, como un caos de arco iris. La pelota de baloncesto de Douglas asomaba entre las ruinas.

Antes que Douglas empezara a explicar su inocencia, sintió en el trasero una docena de golpes punzantes. A cualquier parte que se volviera, gritando, la correa golpeaba otra vez.

Más tarde, escondiendo la mente en la pila de arena, como un avestruz, Douglas rumió sus terribles, dolores. Sabía bien quién había tirado la pelota de baloncesto. El hombre del sombrero de paja y del paraguas tieso y del cuarto frío y gris. Sí, sí, sí. Le gotearon unas lágrimas. Espera y verás.

Oyó a la abuela, que barría los vidrios rotos. Al fin salió y los echó en el cubo de la basura. Meteoros azules, rosados, amarillos que caían brillantemente.

Cuando la abuela se fue, Douglas se incorporó arrastrándose, gimoteando, y se guardó tres trozos del vidrio increíble. Al señor Koberman le desagradaban las ventanas coloreadas. Estos pedazos —Douglas los apretó entre las dedos— valían la pena.

El abuelo llegaba del periódico poco antes que los otros huéspedes, a las cinco de la tarde. Cuando el paso lento y pesado recorría el pasillo, y el grueso bastón de roble golpeaba la bastonera, Douglas corría a abrazar el estómago enorme y a sentarse en la rodilla del abuelo, que leía el periódico de la tarde.

—¡Hola, abuelo!

—¡Hola!, ¿cómo estás?

—La abuela destripó otra vez unos pollos. Es divertido —dijo Douglas.

El abuelo siguió leyendo.

—Segunda vez esta semana, los pollos. No hay mujer más aficionada a la pollería. Te gusta mirar cómo los corta, ¿eh? Un hombrecito de sangre fría. Ja.

—Tengo curiosidad.

—La tienes —retumbó el abuelo, pensativo—. Recuerdo el día que mataron a aquella joven en la estación de ferrocarril. Te acercaste y te quedaste mirando, con sangre y todo. —Se rió—. Chico raro. No cambies. Nunca le tengas miedo a nada. Imagino que lo sacas de tu padre, que era hombre de armas, y estuviste siempre muy cerca de él antes de venir a vivir aquí, el año pasado.

El abuelo volvió a su periódico.

Una larga pausa.

—¿Abuelo?

—¿Sí?

—¿Qué pasa si un hombre no tiene corazón o pulmones o estómago y anda por ahí caminando, vivo?

—Eso —gruñó el abuelo— sería un milagro.

—No quiero decir un…, un milagro. Quiero decir si fuera distinto por dentro. No como yo.

—Bueno, no sería realmente un ser humano, ¿no, muchacho?

—Supongo que no, abuelo. Abuelo, ¿tú tienes corazón y pulmones?

El abuelo rió entre dientes.

—Bueno, para decirte la verdad, no lo sé. Nunca los vi. Nunca me sacaron una radiografía, nunca me vio un médico. Quizá sea todo sólido por dentro, como una patata.

—¿Tengo yo estómago?

—¡Por cierto que lo tienes! —exclamó la abuela desde el vestíbulo—. Pregúntamelo a mí, que lo alimento. Y también pulmones, gritas bastante como para despertar a las momias. Y también las manos sucias, ¡ve a lavártelas! La cena está lista. Abuelo, vamos. Douglas, ¡deprisa!

En la corriente de huéspedes que venía escaleras abajo, el abuelo, si intentaba hacerle alguna nueva pregunta a Douglas acerca de aquella rara conversación, perdió la oportunidad. Si la cena se retrasaba un instante más, tanto la abuela como las patatas se habrían puesto insoportablemente pesadas.

Los huéspedes, que reían y hablaban en la mesa —el señor Koberman, silencioso y hosco entre ellos—, callaron cuando el abuelo carraspeó de pronto. El abuelo habló de política un rato y luego cambió de tema y citó las muertes misteriosas y peculiares que estaban ocurriendo en la ciudad.

—Es suficiente como para que el editor de un viejo periódico aguce las orejas —dijo, mirándolos a todos—. Esa joven que vivía del otro lado de la cañada, la señorita Larsson. La encontraron muerta hace tres días, y nadie pudo averiguar la causa. Sólo unos tatuajes raros sobre todo el cuerpo y una expresión en la cara que le habría puesto la carne de gallina al mismísimo Dante. Y esa otra joven, ¿cómo se llamaba? ¿Whiteley? Desapareció y no se la vio más.

—Esas cosas ocurren todo el tiempo —dijo el señor Britz, el mecánico de coches, masticando—. ¿No miraron nunca el archivo de personas desaparecidas? Es así de largo. —El señor Britz mostró con las manos—. Nadie sabe nunca qué le pasa a la mayoría.

—¿Alguien quiere más relleno?

La abuela sirvió unas liberales porciones del interior del pollo. Douglas observaba, pensando en ese pollo, que había tenido dos clases de entrañas… hechas por Dios y por el Hombre.

Bueno, ¿y acaso no serían posibles tres clases de entrañas?

—¿Eh?

—¿Por qué no?

Los otros continuaban hablando de la misteriosa muerte de fulana, y, oh, sí, una semana antes, Marión Barsumian había muerto del corazón, aunque quizás eso no tenía nada que ver, o sí, estás loco, olvídalo, qué tema para la hora de la cena.

—Vaya a saber —dijo el señor Britz—. Quizás haya un vampiro en la ciudad.

El señor Koberman dejó de comer.

—¿En mil novecientos veintisiete? —dijo la abuela—. ¿Un vampiro? Oh, vamos, por favor.

—Sí —dijo el señor Britz—. Hay que matarlos con balas de plata. En realidad cualquier objeto de plata sirve para el caso. Los vampiros odian la plata. Lo leí en un libro alguna vez. Sí, lo recuerdo.

Douglas miró al señor Koberman, que comía con cuchillos y tenedores de madera y que sólo llevaba monedas de cobre en los bolsillos.

—No sirve de mucho —dijo el abuelo— dar nombre a todo. No sabemos qué es un duende o un vampiro o un gnomo. Quizá sean muchas cosas. No es posible meterlos en categorías clasificadas y decir que actuarán así o asá. No. Son gente. Gente que hace cosas. Sí, ésta es la manera de decirlo: gente que hace cosas.

—Excúsenme —dijo el señor Koberman, y se levantó y salió y se fue caminando en la noche hacia su trabajo.

Las estrellas, la luna, el viento, el tictac del reloj, y las campanadas de las horas en el alba, el sol naciente, y de nuevo otra mañana, un nuevo día, y el señor Koberman llegó caminando por la acera después de su trabajo nocturno. Douglas se movía ya como un menudo mecanismo que chirriaba y observaba con ojos cuidadosamente microscópicos.

Al mediodía la abuela fue a la tienda a comprar comestibles.

Como todos los días cuando la abuela salía de compras, Douglas aulló frente a la puerta del señor Koberman durante tres minutos completos. Como siempre, no hubo respuesta. El silencio era horrible.

Douglas corrió escaleras abajo, tomó la llave maestra, un tenedor de plata y tres pedazos del cristal de color que había salvado de la ventana rota. Metió la llave en la cerradura y empujó lentamente la puerta.

Las cortinas estaban bajas y había una media luz en el cuarto. El señor Koberman yacía sobre la colcha, en ropas de dormir, respirando levemente, arriba y abajo. En la cara no se le movía un músculo.

—¡Hola, señor Koberman!

Las paredes incoloras devolvieron la respiración regular del hombre.

—¡Señor Koberman, hola!

Haciendo saltar una pelota de golf, Douglas se adelantó en el cuarto. Aulló. Ninguna respuesta.

—¡Señor Koberman!

Inclinándose sobre el señor Koberman, Douglas apoyó los dientes del tenedor de plata en la cara del hombre dormido.

El señor Koberman se sobresaltó. Se retorció. Gruñó amargamente.

Reacción. Buena. Magnífica.

Douglas sacó un trozo de vidrio azul del bolsillo. Mirando a través del fragmento de vidrio azul se descubrió en un cuarto azul, en un mundo azul distinto del mundo conocido. Tan distinto como el mundo rojo. Muebles azules, cama azul, techo y paredes azules, utensilios de comer de madera azul sobre la cómoda azul, y la cara hosca del señor Koberman de color azul oscuro, y los brazos azules, y el pecho azul que subía, caía. Además…

Los ojos del señor Koberman estaban completamente abiertos, y miraban a Douglas desde una hambrienta oscuridad.

Douglas retrocedió, apartando el vidrio azul.

Los ojos del señor Koberman estaban cerrados.

El vidrio azul de nuevo: abiertos. El vidrio azul apartado: cerrados. El vidrio azul de nuevo: abiertos. Apartado: cerrados. Raro. Douglas repitió una y otra vez la operación, temblando. A través del vidrio los ojos del señor parecían observar ávidamente, ansiosamente detrás de los párpados cerrados. Sin el cristal azul parecían cerrados para siempre.

Pero el resto del cuerpo del señor Koberman…

Las ropas de dormir del señor Koberman se habían disuelto en el aire. Era algo que tenía relación con el cristal azul, o quizá se trataba de un fenómeno de las ropas mismas, por encontrarse sobre el cuerpo del señor Koberman. Douglas gritó.

¡Estaba mirando a través de la pared del estómago del señor Koberman, directamente adentro!

El señor Koberman era sólido.

O casi sólido, por lo menos.

Tenía adentro formas y dimensiones extrañas.

Douglas debió de haber estado allí, mirando, perplejo, unos cinco minutos, pensando en los mundos azules, los mundos amarillos de al lado, juntos como los vidrios de colores en la ventana de la escalera. Juntos, los vidrios de color, los mundos diferentes. Lo había dicho el mismo señor Koberman.

De modo que ésta era la razón por la que habían roto la ventana de colores.

—¡Señor Koberman, despierte!

Ninguna respuesta.

—Señor Koberman, ¿dónde trabaja usted de noche? Señor Koberman, ¿dónde trabaja?

Una brisa leve movió la cortina azul de la ventana.

—¿En un mundo rojo o en un mundo verde o en un mundo amarillo, señor Koberman?

Un silencio de cristal azul sobre todas las cosas.

—Espere un momento —dijo Douglas.

Bajó a la cocina, abrió el cajón chirriante y sacó el cuchillo más largo y afilado.

Muy serenamente volvió al pasillo, subió de nuevo las escaleras, abrió la puerta del cuarto del señor Koberman, entró y cerró, sosteniendo en una mano el cuchillo afilado.

La abuela estaba muy ocupada moldeando un pastel en una sartén cuando Douglas entró en la cocina y puso algo sobre la mesa.

—Abuela, ¿qué es esto?

La abuela echó una rápida mirada por encima de los lentes.

—No sé.

Era algo cuadrado, como una caja, y elástico, de color anaranjado brillante. Tenía como apéndices cuatro tubos rectangulares, azules, y un olor raro.

—¿Nunca viste nada parecido, abuela?

—No.

—Eso mismo pensaba yo.

Douglas dejó allí el objeto y salió de la cocina. Cinco minutos más tarde volvió con otra cosa.

—¿Qué dices de esto?

Dejó en la mesa una brillante cadena rosada con un triángulo en un extremo.

—No me hagas perder el tiempo —dijo la abuela—. Es sólo una cadena.

La próxima vez Douglas volvió con las manos llenas. Un anillo, un cubo, un triángulo, una pirámide, un rectángulo y… otras formas. Todas eran flexibles, elásticas, y parecían de gelatina.

—Esto no es todo —dijo Douglas—. Hay más en el mismo sitio.

—Sí, sí —dijo la abuela en un tono distraído y de persona ocupada.

—Estabas equivocada, abuela.

—¿A propósito de qué?

—De que toda la gente es igual por dentro.

—Deja de decir bobadas.

—¿Dónde está mi cerdo-alcancía?

—Sobre la chimenea, donde la dejaste.

Douglas corrió a la sala y alzó las manos hacia el cerdo-alcancía.

El abuelo llegó de la oficina a las cinco.

—Abuelo, ven arriba.

—Bueno, hijo, ¿por qué?

—Quiero mostrarte algo. No es bonito, pero sí interesante.

El abuelo rió entre dientes siguiendo los pasos del nieto hasta la habitación del señor Koberman.

—La abuela no tiene que saber nada, no le gustaría —dijo Douglas, y abrió la puerta—. Mira.

El abuelo se quedó boquiabierto.

Douglas recordó las horas siguientes todo el resto de su vida. De pie, junto al cuerpo desnudo del señor Koberman, el prefecto y el asistente. La abuela abajo, preguntándole a alguien:

—¿Qué pasa ahí arriba? —Y el abuelo diciendo, vacilante—: Me llevaré a Douglas a unas largas vacaciones para que olvide todo este horripilante asunto. ¡Horripilante, horripilante asunto!

—¿Por qué tiene que ser malo? —dijo Douglas—. Yo no le veo nada malo. No me siento mal.

El prefecto se estremeció y dijo:

—Koberman está muerto, y no se hable más.

El asistente transpiraba.

—¿Vio usted esas cosas en las fuentes con agua y en el papel de envolver?

—Oh, Dios mío, Dios mío, sí, las vi.

—Cristo.

El prefecto se inclinó de nuevo sobre el cadáver del señor Koberman.

—Esto tiene que mantenerse oculto, muchachos. No fue un crimen. Fue un acto de misericordia. Dios sabe qué habría ocurrido de otro modo.

—¿Qué era Koberman? ¿Un vampiro, un monstruo?

—Quizá. No sé. Algo… no humano.

El prefecto movió las manos hábiles sobre la sutura.

Douglas estaba orgulloso del trabajo que había llevado a cabo. Había sido difícil. Había observado a la abuela cuidadosamente y no había olvidado nada.

Aguja, hilo y todo. El señor Koberman estaba tan presentable como cualquiera de los pollos que la abuela mandaba al infierno.

—Oí decir al niño que Koberman seguía vivo aún cuando le sacó todas esas cosas. —El prefecto miró los triángulos y cadenas y pirámides que flotaban en las fuentes con agua—. Seguía vivo, Dios.

—¿Dijo eso el niño?

—Así es.

—¿Qué mató entonces a Koberman?

El prefecto tironeó del hilo soltando unas pocas costuras.

—Esto… —dijo.

La luz del sol parpadeó fríamente en el tesoro descubierto a medias; seis dólares y setenta centavos en monedas de plata dentro del pecho del señor Koberman.

—Pienso que Douglas hizo una buena inversión —dijo el prefecto, cosiendo otra vez la carne, sobre el «relleno», muy rápidamente.