(Uncle Einar, 1947)
—LLEVARÁ SÓLO un minuto —dijo la dulce mujer del tío Einar.
—Me opongo —dijo el tío Einar—. Y eso sólo lleva un segundo.
—He trabajado toda la mañana —dijo ella, sosteniéndose la espalda delgada—, ¿y tú no me ayudarás ahora? El tamborileo anuncia lluvia.
—Pues que llueva —dijo el tío Einar con despreocupación—. No dejaré que me traspase un relámpago sólo por airear tus ropas.
—Pero lo haces tan rápido…
—Repito, me opongo.
Las vastas alas alquitranadas del tío Einar zumbaban nerviosamente detrás de los hombros indignados.
La mujer le alcanzó una cuerda delgada con cuatro docenas de ropas recién lavadas. El tío Einar sostuvo la cuerda entre los dedos, mirándola con profundo desagrado.
—De modo que hemos llegado a esto —murmuró amargamente—. A esto, a esto, a esto.
Parecía a punto de derramar unas lágrimas tristes y ácidas.
—Anda, no llores, o las mojarás de nuevo —dijo la mujer—. Salta ahora, paséalas.
—Paséalas. —La voz del tío Einar sonaba hueca, terriblemente lastimada—. Pues yo digo: que truene, ¡que llueva a cántaros!
—No te lo pediría si fuese un día hermoso y soleado —dijo la mujer, razonable—. Todo mi lavado sería inútil si no me ayudas. Tendré que colgarlas en la casa…
Esto convenció al tío Einar. Sobre todas las cosas odiaba las ropas que cuelgan como banderas o festones, de modo que un hombre tiene que arrastrarse por el suelo para cruzar un cuarto. Saltó en el aire, y las vastas alas verdes zumbaron.
—¡Sólo hasta la valla de la pradera!
Una sola voltereta, y arriba: las alas mordieron el hermoso aire fresco. Antes que uno pudiese decir: «el tío Einar tiene alas verdes» ya navegaba a baja altura por encima de la granja, arrastrando las ropas en un largo lazo aleteante detrás de los golpes pesados de las alas.
—¡Ahora!
De vuelta ya del viaje el tío Einar trajo flotando las ropas, secas como granos de maíz, y las depositó en las mantas limpias que la mujer había preparado.
—¡Gracias!
—¡Bah! —gritó el tío Einar, y voló a rumiar sus pensamientos debajo del manzano.
Las hermosas alas sedosas del tío Einar le colgaban detrás como las velas verdes de un barco, y cuando estornudaba o se volvía bruscamente le chirriaban o susurraban en los hombros. Era uno de los pocos de la familia con un talento claramente visible. Todos los primos y sobrinos y hermanos oscuros vivían ocultos en pueblos pequeños del mundo entero, hacían cosas mentales invisibles o cosas con dedos de bruja y dientes blancos, o descendían por el cielo como hojas en llamas, o saltaban en los bosques como lobos plateados por la luna. Vivían relativamente a salvo de los seres humanos comunes. No así un hombre con grandes alas verdes.
No era que odiara sus alas. Lejos de eso. En su juventud había volado siempre de noche, pues las noches son momentos excepcionales para un hombre alado. La luz del día tiene sus peligros, siempre los tuvo, siempre los tendría; pero en las noches, ah, en las noches había navegado sobre islas de nubes y mares de cielo de verano. Sin correr ningún peligro. Había disfrutado realmente de aquellos vuelos.
Pero ahora no podía volar de noche.
De regreso a un alto paso en ciertas montañas de Europa, luego de una reunión de familia en Mellin Town, Illinois (hace algunos años), había bebido demasiado vino tinto. «Pronto estaré bien», se había dicho a sí mismo, vagamente, mientras volaba bajo las estrellas del alba, sobre las lomas que se extendían más allá de Mellin, y soñaba a la luz de la luna. Y de pronto…, un crujido en el cielo…
Una torre de alta tensión.
¡Como un pato en una red! Un tremendo siseo. La chispa azul de un cable le cruzó y ennegreció la cara. Las alas golpearon hacia adelante parando la electricidad, y el tío Einar se precipitó cabeza abajo.
Cayó en el prado iluminado por la luna al pie de la torre y fue como si alguien hubiese arrojado desde el cielo una voluminosa guía de teléfonos.
A la mañana siguiente, temprano, se incorporó sacudiendo violentamente las alas empapadas de rocío. La única luz era una débil franja de alba extendida a lo largo del este. Pronto esa franja se coloraría y todos los vuelos quedarían restringidos. No había otra solución que refugiarse en el bosque y esperar escondido en los matorrales a que otra noche ocultara los movimientos celestes de las alas.
Así conoció el tío Einar a la que sería su mujer.
Durante el día, un primero de noviembre excepcionalmente cálido en las tierras de Illinois, la joven Brunilla Wexley salió a ordeñar una vaca perdida; llevaba en la mano un cubo plateado mientras se deslizaba entre los matorrales y le rogaba inteligentemente a la vaca invisible que por favor volviera a la casa o la leche le reventaría las entrañas. El hecho casi seguro de que la vaca volvería sola cuando las ubres necesitaran realmente atención no preocupaba a Brunilla Wexley. Era una buena excusa para pasear por el bosque, soplar flores de cardo y morder hojas; todo lo que estaba haciendo Brunilla cuando tropezó con el tío Einar.
Dormido junto a un arbusto, parecía un hombre debajo de un alero verde.
—Oh —dijo Brunilla, entusiasmada—. Un hombre. En una tienda de campaña.
El tío Einar despertó. La tienda de campaña se abrió detrás como un alto abanico verde.
—Oh —dijo Brunilla, la buscadora de vacas—. Un hombre con alas.
Así se lo tomó ella. Estaba sorprendida, sí, pero nunca le habían hecho daño, de modo que no le tenía miedo a nadie, y esto de encontrarse con un hombre alado no pasaba todos los días, y se sentía orgullosa. Empezó a hablar. Al cabo de una hora eran viejos amigos, y al cabo de dos horas Brunilla había olvidado las alas. Y el tío Einar le confesó de algún modo cómo había llegado a parar a este bosque.
—Sí, ya noté que estás golpeado por todos lados —dijo Brunilla—. Esa ala derecha tiene mal aspecto. Será mejor que te lleve a casa y te la arregle. De todos modos, no podrías volar así hasta Europa. Y además, ¿quién quiere vivir en Europa en estos días?
El tío Einar se lo agradeció, aunque no entendía muy bien cómo podía aceptar.
—Pero vivo sola —dijo Brunilla—. Pues, como ves, soy bastante fea.
El tío Einar insistió diciendo que todo lo contrario.
—Qué amable eres —dijo Brunilla—. Pero soy fea, no me engaño. Mis padres han muerto. Tengo una granja, grande, toda para mí sola, lejos de Mellin Town, y necesito a alguien con quien hablar.
Pero ¿ella no sentía miedo?, preguntó el tío Einar.
—Orgullo y celos sería más exacto. ¿Puedo?
Y Brunilla acarició las membranosas alas verdes con una envidia cuidadosa. El tío Einar se estremeció y se puso la lengua entre los dientes.
De modo que no había otro remedio: ir a la casa de ella en busca de medicinas y ungüentos, y qué barbaridad, qué quemadura en la cara, ¡debajo de los ojos!
—Suerte que no quedaste ciego —dijo Brunilla—. ¿Cómo pasó?
—Bueno… —dijo el tío Einar, y ya estaban en la granja, notando apenas que habían caminado un kilómetro y medio mirándose a los ojos.
Pasó un día y otro, y el tío Einar le dio las gracias desde el umbral y dijo que debía irse, que apreciaba mucho el ungüento, los cuidados, el alojamiento. Caía la noche y entre ahora, las seis, y las cinco de la mañana tenía que cruzar un continente y un océano.
—Gracias, adiós —dijo, y desplegó las alas y echó a volar en el crepúsculo y se llevó por delante un arce.
—¡Oh! —gritó Brunilla, y corrió hacia el cuerpo inconsciente.
Cuando el tío Einar despertó, al cabo de una hora, supo que ya nunca más podría volar en la oscuridad; había perdido la delicada percepción nocturna. La telepatía alada que le había señalado la presencia de torres, árboles, casas y colinas, la visión y la sensibilidad tan claras y sutiles que lo habían guiado a través de laberintos de bosques, acantilados y nubes, todo había sido quemado para siempre, reducido a nada por aquel golpe en la cara, aquella chicharra y aquel siseo azul eléctrico.
—¿Cómo? —se quejó el tío Einar en voz baja—. ¿Cómo iré a Europa? Si vuelo de día, me verán, y ay, qué pobre chiste, ¡quizás hasta me bajen de un tiro!
O quizá me encierren en un jardín zoológico, ¡qué vida sería esa! Brunilla, ¿qué puedo hacer?
—Oh —murmuró Brunilla, mirándose los dedos—. Ya se nos ocurrirá algo…
Se casaron.
La Familia asistió a la boda. En una inmensa precipitación otoñal de hojas de arce, sicómoro, roble, olmo, los parientes susurraron y murmuraron, cayeron en una llovizna de castañas de Indias, golpearon la tierra como manzanas de invierno, y en el viento que levantaban al llegar a la boda sobreabundaba el aroma del pasado verano. La ceremonia fue breve como una vela negra que se enciende, se apaga con un soplido, y deja un humo en el aire. La brevedad, la oscuridad, esa cualidad de movimientos invertidos y al revés se le escaparon a Brunilla, atenta sólo a la pausada marea de las alas del tío Einar, que murmuraban dulcemente sobre ellos mientras concluía el rito. En cuanto al tío Einar, la herida que le cruzaba la nariz estaba casi curada, y tomando del brazo a Brunilla sentía que Europa se debilitaba y desvanecía a lo lejos.
No tenía que ver demasiado bien para volar directamente hacia arriba o descender en línea recta. Fue pues natural que en esta noche de bodas tomara a Brunilla en brazos y volara verticalmente hacia el cielo.
Un granjero, a cinco kilómetros de distancia, a medianoche, le echó una ojeada a una nube baja y alcanzó a ver unos resplandores y unas débiles estrías luminosas.
—Luces de tormenta —dijo, y se fue a la cama.
El tío Einar y Brunilla no descendieron hasta la mañana, junto con el rocío.
El matrimonio prosperó. Le bastaba a Brunilla mirar al tío Einar, y pensar que era la única mujer del mundo casada con un hombre alado. «¿Qué otra mujer podría decir lo mismo?», le preguntaba al espejo. Y la respuesta era siempre: «¡Ninguna!».
El tío Einar, por su parte, pensaba que el rostro de Brunilla ocultaba una verdadera belleza, una bondad y una comprensión admirables. Consintió en algunos cambios de dieta para conformar a Brunilla, y tenía cuidado con las alas cuando andaba dentro de la casa; las porcelanas golpeadas y las lámparas rotas irritan siempre los nervios, y el tío Einar se mantenía a distancia de esos objetos. Cambió también de hábitos de dormir, pues de cualquier modo ya no podía volar de noche. Y ella a su vez arregló las sillas, acomodándolas a las alas, poniendo unas almohadillas extras aquí o quitándolas allá, y las cosas que decía eran las que más agradaban al tío Einar.
—Estamos aún encerrados en capullos, todos nosotros —decía Brunilla—. Mira qué fea soy, pero un día romperé la cáscara y extenderé un par de alas tan delicadas y hermosas como las tuyas.
—Has roto la cáscara —dijo el tío Einar.
Brunilla pensó un momento.
—Sí —admitió al fin—. Hasta sé qué día ocurrió. En los bosques, ¡cuando buscaba una vaca y encontré una tienda de campaña!
Los dos rieron, y sintiendo el abrazo del tío Einar, Brunilla supo que gracias al matrimonio había salido de la fealdad, así como una espada brillante sale de la vaina.
Tuvieron niños. Al principio el tío Einar temió que nacieran con alas.
—Tonterías, ojalá fuera así —dijo Brunilla—. Nunca les pondríamos el pie encima.
—No —dijo el tío Einar—, ¡pero se te subirían a la cabeza!
—¡Ay! —lloró Brunilla.
Nacieron cuatro hijos, tres niños y una niña, tan movedizos que parecían tener alas. A los pocos años saltaban como renacuajos, y en los días calurosos de verano le pedían al padre que se sentara bajo el manzano y los abanicara con las alas refrescantes y les contara historias fantásticas a la luz de las estrellas acerca de islas de nubes y océanos de cielos y formas de nieblas y viento y el sabor de un astro que se le disuelve a uno en la boca, y de cómo bebes el helado aire de la montaña, y cómo te sientes cuando eres un guijarro que cae desde el monte Everest y te transformas en un capullo verde abriendo las alas como los pétalos de una flor poco antes de golpear el suelo.
Eso había sido el matrimonio del tío Einar.
Y hoy, seis años después, aquí estaba el tío Einar, aquí estaba sentado, envenenándose debajo del manzano, sintiéndose cada vez más impaciente y malévolo, no porque así lo deseara sino porque después de la larga espera era todavía incapaz de volar en el abierto cielo nocturno; nunca había recuperado el sentido extra. Aquí estaba, desalentado, convertido en un mero parasol, descartado y verde, abandonado ahora por los veraneantes infatigables que en otro tiempo habían buscado el refugio de la sombra translúcida. ¿Tendría que estar aquí para siempre, sin atreverse a volar de día porque alguien podía verlo? ¿No sería ya otra cosa que un secador de ropas para Brunilla o un abanico para niños en las noches calurosas de agosto? Hasta hacía seis años había sido siempre el mensajero de la Familia, más rápido que una tormenta. Volando sobre lomas y valles, como un bumerán, y aterrizando como una flor de cardo. Siempre había dispuesto de dinero; ¡a la Familia le era muy útil el hombre con alas! Pero ¿ahora? Amarguras. Las alas estremecieron y barrieron el aire y sonaron como un trueno cautivo.
—Papá —dijo la pequeña Meg.
Los niños miraban la cara pensativa y oscurecida del padre.
—Papá —dijo Ronald—, ¡haz más truenos!
—Hoy es un día frío de marzo, lloverá pronto y habrá muchos truenos —dijo el tío Einar.
—¿Vendrás a vernos? —preguntó Michael.
—¡Corred, corred! ¡Dejad reflexionar a papá!
Estaba cerrado al amor, a los hijos del amor y al amor de los hijos. Sólo pensaba en cielos, firmamentos, horizontes, infinitudes, de noche o de día, a la luz de las estrellas, la luna o el sol, cielos nublados o claros, pero siempre cielos, firmamentos y horizontes que se extendían interminables en las alturas. Y aquí estaba ahora, navegando en el césped, siempre abajo, para que no lo vieran.
¡Qué estado miserable, en un pozo hondo!
—¡Papá, ven a mirarnos, es marzo! —gritó Meg—. ¡Y vamos a la loma con todos los niños del pueblo!
—¿Qué loma es ésa? —gruñó el tío Einar.
—¡La loma de las Cometas, por supuesto! —cantaron los niños.
El tío Einar los miró por primera vez.
Cada uno de los niños tenía en las manos una cometa de papel, y el calor de la excitación y un resplandor animal les encendía las caras. Los deditos sostenían unas pelotas de cordel blanco. De las cometas, rojas y azules y amarillas y verdes, colgaban colas de algodón y trozos de seda.
—¡Remontaremos las cometas! —le dijo Ronald—. ¿No vienes?
—No —dijo el tío Einar tristemente—. No tiene que verme nadie o habrá dificultades.
—Puedes esconderte y mirar desde los bosques —dijo Meg—. Hicimos las cometas nosotros mismos. Pues sabemos cómo.
—¿Cómo lo sabéis?
—¡Porque somos tus hijos! —fue el grito instantáneo—. ¡Por eso!
El tío Einar miró a los niños largo rato. Suspiró.
—Un festival de cometas, ¿no es así?
—¡Sí, señor!
—Ganaré yo —dijo Meg.
—¡No, yo! —contradijo Michael.
—¡Yo, yo! —pió Stephen.
—¡Dios de las alturas! —rugió el tío Einar, saltando hacia arriba, batiendo el ensordecedor timbal de las alas—. ¡Niños, niños, os amo tiernamente!
—Papá, ¿qué pasa? —dijo Michael, retrocediendo.
—¡Nada, nada, nada! —entonó Einar. Flexionó las alas hasta el punto máximo de propulsión y embestida. ¡Bum! Las alas golpearon como címbalos. La ola de aire tiró a los niños al suelo—. ¡Lo conseguí, lo conseguí! ¡Soy libre de nuevo! ¡Fuego en la caldera! ¡Pluma en el viento! ¡Brunilla! —Einar llamó a la casa. Brunilla apareció en el umbral—. ¡Soy libre! —llamó Einar, emocionado y alto, de puntillas—. Escucha, Brunilla, ¡ya no necesito la noche! ¡Puedo volar de día! ¡No necesito la noche! ¡De ahora en adelante volaré todos los días y cualquier día del año! Pero… pierdo tiempo, hablando. ¡Mira!
Y mientras Brunilla y los niños lo miraban preocupados, Einar sacó la cola de algodón de una de las cometas y se la ató al cinturón, a la espalda; tomó la pelota de cordel, se puso una punta entre los dientes y les dio la otra punta a los niños ¡y voló, arriba, arriba en el aire, alejándose en el viento de marzo!
Y los niños de Einar corrieron por los prados, cruzando las granjas, soltando cordel al cielo soleado, trinando y tropezando, y Brunilla, de pie en el patio, saludaba con la mano y reía, y los niños fueron a la loma de las Cometas sosteniendo la pelota de cordel entre los dedos ávidos, y orgullosos, todos tirando y tironeando y dirigiendo. Y los niños de Mellin Town llegaron corriendo con sus pequeñas cometas para soltarlas al viento y vieron la gran cometa verde que saltaba y oscilaba en el cielo y exclamaron:
—¡Oh, oh, qué cometa! ¡Qué cometa! ¡Oh, cómo me gustaría una cometa parecida! ¿Dónde, dónde la consiguieron?
—¡La hizo papá! —gritaron Meg y Michael y Stephen y Ronald, y tironearon animadamente del cordel y la zumbante y atronadora cometa se zambulló y remontó en el cielo, y cruzando una nube dibujó un largo y mágico signo de exclamación.