(Shopping for Death [Touched with Fire], 1954)
ESTUVIERON UN LARGO RATO a la luz ardiente del sol, mirando las caras brillantes de los anticuados relojes de bolsillo, mientras las sombras se movían al lado, balanceándose, y la transpiración les corría por la cara, bajo los porosos sombreros de verano. Cuando se descubrieron las cabezas para enjugarse las frentes arrugadas y enrojecidas, se vio que tenían el pelo empapado y canoso, como algo que había estado apartado de la luz durante años. Uno de los hombres comentó que sentía los zapatos como dos tostadas de pan, y luego, suspirando cálidamente, añadió:
—¿Estás seguro de que es éste el lugar?
El otro viejo, llamado Fosce, asintió lentamente, como si cualquier movimiento rápido pudiera encender en él una hoguera, y sólo a causa de la fricción.
—Vi a esa mujer todos los días, durante tres días. Ya aparecerá. Si todavía vive. Ya la verás, Shaw. Señor, qué caso.
—Me siento raro —dijo Shaw—. Si la gente se enterara, pensaría que nos pasamos el tiempo espiando a unos viejos carcamales. Dios mío, pero ¿qué hacemos aquí?
Fosce se apoyó en el bastón.
—Deja que hable yo si… ¡Calla! ¡Ahí está! —Bajó la voz—: Mira con cuidado cuando se asome.
La puerta de calle se cerró ruidosamente. Una mujer regordeta se detuvo en el último de los trece escalones del porche echando miradas furiosas a un lado y a otro. Metió bruscamente una mano en la cartera, sacó unos dólares arrugados, se lanzó escaleras abajo y se precipitó calle arriba. Detrás de ella, asomaron varías cabezas en las ventanas de la casa, convocadas por el portazo.
—Vamos —murmuró Fosce—. Ahora a la carnicería.
La mujer abrió de golpe la puerta de una carnicería y entró corriendo. Los dos hombres vislumbraron una boca puntiaguda y pegajosa. Las cejas de la mujer eran como un par de bigotes sobre los ojos entornados, escrutadores. La voz chillaba ya dentro de la carnicería.
—¡Quiero un buen corte de esa carne que usted esconde para llevársela a su casa!
El carnicero, de pie, silencioso, con huellas de dedos ensangrentados en el delantal, tenía las manos vacías. Los dos hombres entraron detrás de la mujer y fingieron admirar un trozo de solomillo fresco.
—¡Esas costillas de cordero parecen achacosas! —gritó la mujer—. ¿Qué precio tienen los sesos?
El carnicero murmuró el precio secamente.
—Bueno, ¡péseme medio kilo de hígado! —dijo la mujer—. ¡No lo manosee!
El carnicero pesó lentamente el hígado.
—¡De prisa! —soltó la mujer.
El carnicero escondía ahora las manos bajo el mostrador.
—Mira —murmuró Fosce.
Shaw se inclinó un poco hacia atrás para espiar detrás de la caja.
Una de las manos ensangrentadas del carnicero, vacía antes, sostenía un hacha plateada, apretaba el mango, lo soltaba, lo apretaba de nuevo, lo soltaba. Los ojos azules del carnicero, terriblemente calmos, miraban por encima del mostrador de porcelana blanca mientras la mujer aullaba ante esos ojos y el rostro sonrosado.
—¿Me crees ahora? —murmuró Fosce—. Nos necesita realmente.
Los dos hombres miraron largo rato las rojas tajadas cúbicas de carne cruda, notando las melladuras y marcas donde el martillo de acero había golpeado diez docenas de veces.
El alboroto continuó en el almacén y en la tienda, mientras los dos viejos se mantenían a respetuosa distancia.
—La señora Instinto de Muerte —dijo el señor Fosce, con tranquilidad—. Es como mirar a un niño de dos años extraviado en un campo de batalla. En cualquier momento, se dice uno, chocará con una mina. ¡Bam! Demasiada temperatura, exceso de humedad, todos incómodos, ruidosos, irritables. Y ahí viene esa anciana señora, quejándose, chillando, y adiós. Bueno, Shaw, ¿nos ponemos a trabajar?
—¿Quieres decir que nos echemos encima? —Shaw estaba asombrado de sí mismo—. Oh, pero no haremos una cosa así, ¿no es cierto? Pensé que era sólo un juego. Gente, trajes, costumbres, etcétera. Divertido. Pero meternos realmente en… Hay otras cosas que hacer.
—¿De veras? —Fosce señaló el extremo de la calle, donde la mujer corría frente a los coches, obligándolos a frenar con chirridos, maldiciones y cornetazos—. ¿Somos o no cristianos? ¿Dejaremos que se arroje ella misma al foso de los leones? ¿O trataremos de convertirla?
—¿Convertirla?
—Al amor, la serenidad, una vida más larga. Mírala. No quiere vivir más. Agravia deliberadamente al prójimo. Alguno de estos días alguien la ayudará, con un martillazo, o polvos de estricnina. Ha desaparecido bajo el agua por tercera vez, y tarda en salir. Cuando te ahogas, pierdes la cabeza, le tiras manotazos a la gente, gritas. Almorcemos y luego le damos una mano, ¿eh? Si no nuestra víctima seguirá así hasta encontrar al asesino.
Shaw dejó que el sol lo llevase a la acera blanca recalentada, y durante un momento pareció que la calle se alzaba verticalmente, transformándose en un acantilado desde donde la mujer caía a un cielo en llamas. Al fin meneó la cabeza.
—Tienes razón —dijo—. No quiero que me pese en la conciencia.
A media tarde el sol quemó la pintura del frente, blanqueó el aire crudo y transformó en vapor el agua de los techos, mientras los viejos, estremecidos y evaporados, esperaban en el túnel del pasillo, que llevaba aire de la calle al patio en un ruidoso torrente. Cuando hablaron, fue la charla apagada y sumergida de dos hombres en un baño de vapor, arrogantemente fatigados y remotos.
La puerta de calle se abrió. Fosce detuvo a un chico que llevaba una tostada bien enmantecada.
—Hijo, buscamos a la mujer que da un portazo terrible cada vez que sale.
—Oh, ella. —El chico corrió escaleras arriba, llamando—. ¡Señora Shrike!
Fosce tomó a Shaw por el brazo.
—¡Señor, Señor! ¡No puede ser cierto!
—Quiero irme a casa —dijo Shaw.
—¡Pero ahí está! —dijo Fosce, incrédulo, golpeando con el bastón en el señalador del vestíbulo—. ¡El señor Alfred Shrike y señora, en el trescientos treinta y uno del tercero! El marido es un trabajador de los muelles, un bruto corpulento, que vuelve siempre sucio. Se los ve los domingos; ella que farfulla, él que nunca le habla, nunca la mira. Oh, vamos, Shaw.
—Es inútil —dijo Shaw—. No puedes ayudar a gente como ella si no quieren ser ayudados. Esa es la ley primera de la salud mental. Lo sabes, lo sé. Si te interpones, te apartará de un empellón. No seas necio.
—Pero ¿quién la defenderá? ¿El marido? ¿Los amigos? ¿El almacenero, el carnicero? ¡Le cantarán en el velatorio! ¿Le dirán que necesita un psiquiatra? ¿Lo sabe ella? No. ¿Quién lo sabe? Nosotros. Bueno, no hay que ocultarle a la víctima información de importancia vital.
Shaw se sacó el sombrero empapado y se quedó mirándolo, inexpresivamente.
—Una vez, en la clase de biología, hace mucho tiempo, el maestro nos preguntó si era posible quitarle el sistema nervioso a una rana, intacto y con un escalpelo. Extraer la delicada estructura parecida a una antena, con todos los abrojitos rosados y los ganglios casi invisibles. No se podía, por supuesto. El sistema nervioso está tan unido a la rana que no puedes pensar en sacarlo como se saca una mano de un guante verde. Destruyes la rana. Bueno, así es la señora Shrike. No se trata de operar un ganglio inflamado. La bilis ya está ahí, en el humor vítreo de esos ojitos de elefante enloquecido. Es como si quisieras sacarle toda la saliva de la boca. Es triste de veras. Pero pienso que hemos ido ya muy lejos.
—Es cierto —dijo Fosce pacientemente, serio y asintiendo—. Pero sólo pretendo dejar caer una advertencia, depositar una semillita en el subconsciente. Decirle: «Es usted una asesinada, una víctima que busca a un victimario. Quiero plantarle una semillita en la cabeza, esperando que florezca. ¡Una esperanza muy débil, muy pobre de que antes que sea demasiado tarde quizá se arme de coraje y vaya a ver al psiquiatra!».
—Hace demasiado calor para hablar.
—¡Más motivos para que actuemos! Cuando la temperatura llega a los cuarenta grados centígrados hay más crímenes. A más de cuarenta, apenas puedes moverte. A menos se consigue sobrevivir. Pero justo a los cuarenta es la cima de la irritabilidad: todo es picazones y pelo y sudor y cerdo ahumado.
El cerebro se parece a una rata que corre por un laberinto al rojo vivo. Lo mínimo, una palabra, una mirada, un sonido, la caída de un pelo y… el crimen por irritación. Crimen por irritación, ahí tienes una frase bonita y terrible. Mira el termómetro del vestíbulo: treinta y siete grados. Subiendo a rastras a treinta y ocho, tratando de alcanzar los treinta y nueve, sudando hacia los cuarenta, y llegará dentro de una hora, dos horas. Ahí están las escaleras. Nos detendremos en cada uno de los descansos. ¡Vamos arriba!
Los viejos se movieron en la sombra del tercer piso.
—No mires los números —dijo Fosce—. Adivinemos dónde vive.
Detrás de la última puerta estalló una radio; la vieja pintura se estremeció y cayó en escamas en la alfombra gastada. Los dos hombres vieron que toda la puerta temblaba de arriba abajo.
Se miraron y asintieron, sonriendo torvamente.
Otro sonido traspasó como un hachazo el panel de la puerta: una mujer que le chillaba a alguien del otro extremo de la ciudad, en el teléfono.
—No necesita el teléfono. Bastaría que abriese la ventana y gritase.
Fosce golpeó con los nudillos.
La radio cañoneó el resto de la canción, bramando. Fosce llamó otra vez, y probó el pestillo. Horrorizado, vio que la puerta se le iba de la mano y flotaba suavemente hacia adentro, mostrándolos en el pasillo como actores sorprendidos en escena cuando un telón se levanta demasiado pronto.
—¡Oh, no! —exclamó Shaw.
La marea de ruido los inundó. Era como si estuvieran delante de un dique, levantando las compuertas. Instintivamente, los viejos abrían las manos, parpadeando, como si el sonido fuera un torrente de luz solar que les quemaba los ojos.
La mujer (era de veras la señora Shrike) estaba en la pared del teléfono, escupiendo chorros de saliva. Mostraba unos dientes grandes y blancos, que masticaban el monólogo, la ancha nariz, una vena abultada que le latía en la frente, la mano libre que se abría y se cerraba. Gritaba entornando los ojos.
—¡Dile a ese maldito cuñado mío que no lo aguanto más! ¡Es un haragán y un inútil!
De pronto la mujer abrió los ojos, como si algún instinto animal le hubiese anunciado, más que el oído o la vista, alguna intrusión. Siguió aullando en el teléfono, mientras traspasaba a los hombres con una mirada del acero más frío. Aulló todo un minuto, y luego colgó el auricular violentamente y dijo sin tomar aliento:
—¿Bien?
Los dos hombres se juntaron, protegiéndose, moviendo los labios.
—¡Hablen! —gritó la mujer.
—¿No le molestaría apagar la radio? —dijo Fosce.
La mujer leyó la palabra «radio» en los labios de Fosce. Mirándolos aún ferozmente, con el rostro encendido, sin darse vuelta, le dio una palmada a la radio, como se le da una palmada a un niño que llora todo el día todos los días y ya es parte de la vida cotidiana. La radio calló.
—¡No compro nada!
La mujer desgarró con los dientes un paquete de cigarrillos baratos como si fuese un hueso con carne, se metió un cigarrillo en la boca babosa y lo encendió, chupando ávidamente el humo, echándolo a chorros por la nariz hasta que pareció un dragón afiebrado que enfrentaba a los hombres envuelto en las nubes de un incendio.
—¡Tengo trabajo que hacer! ¡Al grano!
Los hombres miraron las revistas desparramadas sobre el piso de linóleo como peces brillantes fuera del agua, la taza sucia de café junto a la mecedora rota, las lámparas torcidas, los platos apilados en el vertedero bajo un grifo que goteaba, las telas de araña que flotaban como pellejos de muertos en los rincones del techo, y sobre todo el espeso olor de una vida vivida demasiado, demasiado tiempo, con la ventana baja.
Vieron el termómetro en la pared.
Temperatura: treinta y ocho grados centígrados.
Se miraron casi sobresaltados.
—Yo soy el señor Fosce, éste es el señor Shaw. Somos vendedores de seguros retirados. Vendemos aún ocasionalmente, ya que el dinero de la jubilación no nos alcanza. La mayor parte del tiempo, sin embargo, vamos de un lado a otro y…
La mujer los miró a través del humo del cigarrillo, ladeando la cabeza.
—No es cuestión de dinero, no.
—Adelante.
—No sé cómo empezar. ¿Podemos sentarnos? —El señor Fosce miró alrededor y decidió que no había nada en el cuarto donde pudiera sentarse confiadamente—. Bueno, no importa. —Vio que la mujer iba a aullar de nuevo, y prosiguió en seguida—. Nos retiramos después de cuarenta años de ver gente, desde la cuna al ataúd, podría decirse. En ese tiempo sacamos algunas conclusiones. El año pasado, mientras charlábamos sentados en el parque, entendimos al fin: mucha gente no tendría que morirse tan joven. Una investigación apropiada podría ayudar a que las compañías de seguros informaran a los clientes…
—No estoy enferma —dijo la mujer.
—¡Oh, sí, lo está! —exclamó el señor Fosce, y en seguida se llevó los dedos a la boca, asustado.
—¡No necesito que me digan cómo estoy! —gritó la mujer.
Fosce continuó su camino.
—Permítame que se lo aclare. La gente muere todos los días, psicológicamente hablando. Se les cansa una parte. Y esa parte pequeña trata de matar a toda la persona. Por ejemplo… —El hombre miró alrededor, y se tomó de la primera prueba, vastamente aliviado—. ¡Allí! Esa luz en el cuarto de baño, que cuelga sobre la bañera, de un alambre. Un día, dará usted un resbalón, le echará un manotazo… y ¡piff!
La señora de Alfred J. Shrike miró la lámpara del baño, entornando los ojos.
—¿Ajá?
—La gente —el señor Fosce, más animado, retomó el tema, mientras el señor Shaw se movía incómodo, con la cara ya encendida, ya medrosamente pálida—, la gente, como los coches, necesita que le revisen los frenos, los frenos emocionales, ¿se da cuenta? Las luces, las baterías, el modo como se acercan y responden a la existencia.
La señora Shrike gruñó:
—Se le acabaron los dos minutos. No he aprendido absolutamente nada.
El señor Fosce parpadeó, mirando primero a la mujer, luego el sol que ardía implacablemente a través de los vidrios polvorientos. La transpiración le corría por las arrugas blandas de la cara. Le echó una mirada al termómetro.
—Treinta y nueve —dijo.
—¿En qué anda pensando? —preguntó la señora Shrike.
—Perdón. —El señor Fosce miró fascinado la columna de mercurio, ahora al rojo vivo, que subía por el tubo—. A veces…, a veces equivocamos el camino. Nos casamos mal. Un empleo inadecuado. Falta de dinero. Enfermedades. Dolores de cabeza. Deficiencias de hormonas. Tantas cositas espinosas, irritantes. Antes que uno se dé cuenta está descargándolo en todo el mundo, en todas partes.
La mujer le miraba la boca como si el señor Fosce estuviese hablando en un idioma extranjero, fruncía el ceño, entornaba los ojos, inclinaba la cabeza, y el cigarrillo le humeaba en una mano caída flojamente.
—Vamos por ahí gritando, ganando enemigos.
Fosce miró a la mujer, tragó saliva y apartó los ojos.
—Hacemos que la gente quiera vernos lejos, enfermos, y hasta muertos. La gente tiene ganas de golpearnos, tirarnos al suelo, dispararnos un tiro. Sin embargo, es todo subconsciente. ¿Entiende ahora?
Dios, hace calor aquí, pensó. Si hubiera una ventana abierta por lo menos. Sólo una ventana abierta.
Los ojos de la señora Shrike se abrían más y más, como para permitir que entrara en ella todo lo que decía el hombre.
—Alguna gente no sólo es propensa a accidentes, lo que significa que quieren castigarse físicamente, por alguna culpa, a menudo un acto inmoral despreciable que creen haber olvidado hace tiempo. El subconsciente los mete en situaciones peligrosas, los hace cruzar la calle en sitios peligrosos, los hace… —El señor Fosce titubeó y unas gotas de transpiración le cayeron de la barbilla—. Les hace ignorar lámparas flojas en el cuarto de baño… Son víctimas en potencia. Se les ve en la cara, casi…, casi como tatuajes, de la piel interior. Un asesino que se encuentre con una de estas víctimas en potencia, estos seres que alimentan el instinto de muerte, verá en seguida las marcas invisibles, dará media vuelta, y los seguirá automáticamente hasta el callejón más cercano. Aun con suerte, una víctima en potencia no pasará más de cincuenta años sin encontrarse una vez con un asesino en potencia. Luego, una tarde, ¡el destino! Esta gente, estos propensos al otro mundo, les irritan los nervios a todos los extraños, acarician el crimen que duerme en todos los pechos.
La señora Shrike aplastó el cigarrillo en un platillo sucio, muy lentamente.
El señor Fosce pasó el bastón de una mano temblorosa a la otra.
—De modo que hace un año decidimos encontrar gente que necesitara ayuda. Son siempre esa gente que ni siquiera sabe que necesita ayuda, que nunca ha pensado en ir a ver a un psiquiatra. Al principio, dije, sería sólo una prueba. Shaw estaba siempre en contra, excepto como un juego, dijo, inofensivo y privado. Pensará usted que no sé lo que digo. Bueno, nos pasamos un año probando. Estudiamos a dos hombres; los factores ambientales, el trabajo, el matrimonio, siempre desde cierta distancia. ¿Nos metíamos en las vidas ajenas, dirá usted? Bueno, esos dos hombres terminaron mal. Uno se mató en un bar; el otro se tiró por una ventana. Luego una mujer se echó bajo las ruedas de un autobús. ¿Coincidencia? ¿Y qué me dice del viejo que se envenenó por accidente? No encendió las luces del baño una noche. ¿Qué idea le impidió encender la luz? ¿Qué lo llevó a oscuras a tomarse esa medicina y a morir en el hospital al día siguiente jurando que quería vivir? Pruebas, pruebas, las tenemos y por docenas. Ataúdes para media docena, y en tan poco tiempo. Basta pues de observaciones, es hora de actuar, de prevenir. Hora de trabajar con gente, hacer amigos antes que el hombre de las pompas fúnebres aparezca por la puerta del costado.
La señora Shrike los miraba como si de pronto le hubieran golpeado pesadamente la cabeza. Al fin movió los labios desdibujados.
—¿Y vinieron ustedes aquí?
—Bueno…
—¿Han estado estudiándome?
—Sólo…
—¿Siguiéndome?
—Para que…
—¡Fuera! —dijo la mujer.
—Podemos…
—¡Fuera!
—Si nos escucha usted.
—Oh, dije que pasaría esto —murmuró Shaw, cerrando los ojos.
—¡Viejos marranos, fuera! —gritó la mujer.
—No es cuestión de dinero.
—¡Los sacaré de aquí a puntapiés! —chilló la señora Shrike apretando los puños, rechinando los dientes. La cara se le encendió de pronto—. ¡Pero quiénes son ustedes, abuelitas roñosas, viniendo aquí a espiar! —aulló. Le sacó el sombrero de paja al señor Fosce, gritó, le arrancó la cinta, maldiciendo—. ¡Fuera, fuera, fuera! —Tiró el sombrero al suelo. Lo agujereó con un tacón. Lo aplastó—. ¡Fuera, fuera!
—Oh, pero usted nos necesita.
Fosce, desanimado, miró el sombrero mientras la mujer lo insultaba en un lenguaje que doblaba las esquinas, en llamas, que volaba en el aire como antorchas encendidas. La mujer conocía todas las lenguas y todas las palabras de todas las lenguas. Hablaba con jugo y alcohol y humo.
—¿Quiénes piensan que son? ¿Dios? Dios y el Espíritu Santo, acercándose a la gente, fisgando, espiando, viejos calamitosos, abuelitas chochas. Ustedes, ustedes…
La mujer les dio otros nombres, nombres que los empujaron hacia la puerta. Los viejos retrocedieron de espaldas, sorprendidos. La mujer les colgó una larga y nueva lista de nombres, sin detenerse un instante a recuperar el aliento. Al fin calló, jadeando, temblando, aspiró largamente y lanzó una lista de otras diez docenas de palabrotas todavía más viles.
—¡Un momento, señora! —dijo Fosce, poniéndose tieso. Shaw estaba en el pasillo, tratando de llevarse consigo a Fosce. Todo había terminado ya, y tal como él mismo lo había imaginado. Eran un par de tontos, eran todo lo que ella decía, oh, ¡qué embarazoso!
—¡Viejas solteronas! —gritaba la mujer.
—Le ruego, señora, que cuide su lenguaje.
—¡Viejas solteronas, viejas solteronas!
De algún modo esto era peor que los otros insultos. Fosce se tambaleó; las mandíbulas se le aflojaron, se le cerraron, se le abrieron y cerraron.
—¡Vieja! —gritó la mujer—. ¡Vieja, vieja, vieja!
Fosce se veía en una selva amarilla y llameante. El fuego inundaba el cuarto, que se cerraba sobre Fosce. Los muebles parecían moverse y girar alrededor; los rayos rectos del sol atravesaban las persianas, encendiendo el polvo que saltaba desde la alfombra como chispas airadas mientras una mosca zumbaba en una enloquecida espiral en un sitio cualquiera. La boca de la mujer —una criatura roja y salvaje— echaba al aire las obscenidades coleccionadas en toda una vida, y más allá, en la pared empapelada y tostada, el termómetro decía cuarenta grados, y Fosce miró de nuevo y leyó otra vez cuarenta grados, y la mujer seguía chillando como las ruedas de un tren en la larga curva de unos rieles; unas uñas que rascaban una tabla encerada, un hueso que rayaba el mármol.
—¡Solterona! ¡Solterona!
Fosce alzó el brazo, empuñando el bastón, y golpeó.
—¡No! —gritó Shaw desde el umbral.
Pero la mujer había resbalado y se había caído, farfullando, clavando las uñas en el piso. Fosce, de pie, la observaba incrédulo. Se miró el brazo y la muñeca y la mano y los dedos, a través de una pared de cristal fundido. Miró el bastón como si fuera un risible e increíble signo de exclamación que había aparecido de pronto en medio del cuarto. Se quedó así un rato, boquiabierto, mientras el polvo moribundo caía alrededor en cenizas. Sintió que la sangre le goteaba de la cara como si una puerta diminuta se le hubiera cerrado de golpe en el estómago.
—Yo…
La mujer echaba espuma por la boca.
Se arrastró por el piso, como si cada parte del cuerpo fuera un animal independiente. Los brazos, las manos, la cabeza; trozos sueltos de una criatura que trataban desordenadamente de juntarse otra vez, y no encontraban el camino. De la boca de la mujer brotaba aún una baba de palabras y sonidos que ni siquiera eran palabras débiles. Todo aquello había estado en ella mucho tiempo, mucho, mucho, mucho tiempo. Fosce la contempló, estupefacto. Hasta ese día la mujer había escupido su veneno aquí y allá y acullá. Ahora Fosce había desencadenado la inundación de una vida y sentía que corría peligro de morir ahogado. Sintió que alguien le tiraba de la chaqueta. Vio pasar los marcos de la puerta. Oyó que el bastón caía golpeando los escalones como un hueso delgado, lejos de la mano, una mano donde una avispa terrible e increíble había dejado su aguijón, y luego se encontró afuera caminando mecánicamente, bajando por las escaleras incendiadas, entre los muros chamuscados. La voz de la mujer caía escaleras abajo como una guillotina.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
La voz se apagó como el quejido de alguien que cae en la oscuridad, abriendo un pozo.
Al pie del último escalón, cerca de la puerta de calle, Fosce se libró de la mano del otro, y durante un rato se quedó apoyado en la pared, los ojos húmedos, paralizado, gimiendo. Mientras, las manos se le movían en el aire buscando el bastón perdido, se le movían sobre la cabeza, le tocaban las pestañas húmedas, asombrándose y apartándose. Los dos hombres se quedaron sentados diez minutos en el escalón del vestíbulo, en silencio, aspirando un poco de cordura en cada estremecida bocanada de aire. Al fin el señor Fosce observó de reojo al señor Shaw, que había estado mirándolo fijamente, asombrado y atemorizado, durante esos diez minutos.
—¿Viste lo que hice? Oh, oh. —Meneó la cabeza—. Soy un tonto, pobre, pobre mujer, ella tenía razón.
—No se puede hacer nada.
—Ahora lo entiendo. Tenía que sentirlo en mi propia carne.
—Bueno, límpiate la cara. Así es mejor.
—¿Piensas que se lo contará al señor Shrike?
—No, no.
—¿Piensas que podríamos…?
—¿Hablarle a él?
Lo pensaron un rato y menearon la cabeza. Abrieron la puerta de calle a una oleada de calor de horno y un hombre corpulento pasó entre ellos, derribándolos casi.
—¡Miren por dónde van! —les gritó el hombre.
Se volvieron y observaron al hombre que subía estremeciendo los escalones, una criatura de huesos de mastodonte y cabeza de león, brazos musculosos, airadamente velludos, dolorosamente tostados. La cara que habían visto apenas era la de un cerdo sudoroso, ampollada por el sol, con goterones de sal bajo los ojos enrojecidos y que le caían de la barbilla; unas manchas de transpiración le teñían la camisa de mangas cortas hasta la cintura.
Los hombres cerraron con cuidado la puerta.
—Es él —dijo el señor Fosce—. Es el marido.
Estaban ahora en la tiendecita frente a la casa. Eran las cinco y media, y el sol declinaba en el cielo, y bajo los pocos árboles y en los callejones había unas sombras del color de las uvas en el verano tórrido.
—¿Qué llevaba el marido en el bolsillo de atrás?
—Un gancho de acero. Afilado, pesado. Como esos garfios que los mancos usaban en otro tiempo.
El señor Fosce no dijo nada.
—¿Qué temperatura tenemos? —preguntó el señor Fosce un minuto más tarde, como si estuviera demasiado cansado para doblar la cabeza y mirar.
—El termómetro de la tienda indica cuarenta. Exactamente cuarenta.
Fosce se sentó en un cajón, moviendo apenas la mano para tomar una botella de naranjada.
—Refrescará —dijo—. Sí, necesito mucho una naranjada, ahora mismo.
Se quedaron allí en el horno, mirando largamente una ventana de la casa, esperando, esperando…