(The Watchful Poker Chip of H. Matisse, 1954)
CUANDO NOS ENCONTRAMOS por primera vez con George Garvey, es un hombre sin importancia. Más tarde usará como monóculo una ficha blanca de póquer, con un ojo azul pintado por el mismísimo Matisse. Más tarde una pajarera dorada trinará quizás en la pierna falsa de George Garvey, y su sana mano izquierda será posiblemente de cobre y jade brillante.
Pero al principio… observen a un hombre terriblemente común.
—¿La sección financiera, querida?
Los periódicos crujen en la habitación crepuscular.
—El servicio meteorológico dice «mañana lluvia».
Pasa el tiempo y los minúsculos pelos negros de la nariz de George Garvey se mueven hacia afuera, hacia adentro, suavemente, suavemente, hora tras hora.
—Hora de acostarse.
Por su aspecto, ha nacido obviamente de varios maniquíes de cera de 1907, y conoce el truco, muy admirado por magos, de sentarse en una silla de terciopelo verde y… ¡desaparecer! Vuelva usted la cabeza y habrá olvidado la cara de Garvey. Tarta de vainilla.
No obstante, un simple accidente hizo de Garvey el núcleo del más desenfrenado movimiento literario de vanguardia de toda la historia.
Garvey y su mujer habían vivido enormemente solos durante veinte años. Ella era un hermoso clavel doble pero la posibilidad de encontrarse con él pronto alejó a las visitas. Ninguno de los dos sospechó nunca la capacidad que tenía Garvey para momificar instantáneamente a la gente. Los dos sostenían que les agradaba pasear solos de noche luego de un agitado día en la oficina. Los dos cumplían tareas anónimas. Y a veces ni siquiera ellos recordaban el nombre de las incoloras compañías que los utilizaban como pintura blanca sobre pintura blanca.
¡Entre en la avant-garde! ¡Entre en el Septeto del Sótano!
Estas almas raras habían florecido en sótanos parisienses escuchando una variedad de jazz bastante pesada, habían preservado una relación altamente volátil durante seis meses, y cuando de vuelta en Estados Unidos estaban a punto de alcanzar una clamorosa desintegración, tropezaron con George Garvey.
—¡Dios mío! —gritó Alexander Pape, en otro tiempo potentado de la camarilla—. Conocí al más asombroso de los pelmazos. ¡Tienen que verlo! En el piso de Bill Timmins, anoche, una nota decía que volvería al cabo de una hora. En el vestíbulo este hombre Garvey me preguntó si yo no quería esperar en su casa. Allí estuvimos, Garvey, su mujer, ¡yo! ¡Increíble! Es un ennui monstruoso, producto de nuestra sociedad materialista. ¡Te puede paralizar de un billón de modos! Un talento absolutamente rococó para inducir estupor, sueño pesado o ataque al corazón. Qué caso de estudio. ¡Vamos todos a visitarlo!
¡Una bandada de buitres! La vida fluyó hacia la puerta de Garvey, la vida se sentó en su sala. El Septeto del Sótano se posó en un sofá con flecos, ojeando a su presa.
Garvey estaba inquieto.
—Alguien quiere fumar… —Sonrió débilmente—. Bien…, adelante…, fumen.
Silencio.
Las instrucciones eran: «La consigna es silencio. Ponerlo en su lugar. El único modo de ver su colosal medianía. La cultura norteamericana en el cero absoluto».
Después de tres minutos de una inmovilidad sin parpadeos el señor Garvey se inclinó hacia adelante.
—Eh —dijo—, ¿de qué se ocupa usted, señor…?
—Crabtree. El poeta.
Garvey rumió esta declaración.
—¿Cómo andan… los negocios? —dijo.
Ni un sonido.
Aquí asomó uno de los silencios típicos de Garvey. Ahí estaba el fabricante y distribuidor de silencios mayor del mundo. El que usted quiera. Garvey se lo ofrece a usted empaquetado y atado con carraspeos y susurros. Silencios embarazosos, doloridos, tranquilos, serenos, indiferentes, benditos, dorados o nerviosos; Garvey está ahí.
Bueno, el Septeto del Sótano se revolcó de veras en el silencio de esa tarde. Luego, en sus habitaciones con agua fría, en compañía de un adecuado vino tinto (estaban pasando por una etapa que los llevaba a conocer la realidad verdadera), despedazaron y desgarraron el silencio de Garvey.
—Vieron cómo se metía el dedo en el cuello de la camisa. ¡Oh!
—Dios mío, admito que es casi cool. Mencioné a Muggsy Spanier y Bix Beiderbecke. Le estudié la cara. Muy cool. Me gustaría parecer tan despreocupado, tan falto de emoción.
Listo para acostarse, George Garvey, reflexionando sobre la extraordinaria velada, comprendió que cuando la situación se le escapaba, cuando se discutía música o libros raros, él sentía pánico, se endurecía. Esto no parecía preocupar indebidamente a sus curiosos huéspedes. En realidad, cuando se fueron le habían estrechado vigorosamente la mano, ¡y le habían agradecido un rato espléndido!
—¡Qué perfecto pelmazo clase A número 1! —exclamó Alexander Pape mientras cruzaban la ciudad.
—Acaso se reía secretamente de nosotros —dijo Smith, el poeta menor, que en estado de vigilia nunca le daba la razón a Pape.
—Busquemos a Minnie y a Tom. Garvey les habría encantado. Una noche preciosa. ¡Tenemos charla para meses!
—¿Lo notaron? —preguntó Smith, el poeta menor, con los ojos afectadamente cerrados—. Cuando se abren los grifos del cuarto de baño. —Hizo una pausa dramática—. Agua caliente.
Todos miraron irritados a Smith.
No se les había ocurrido probar.
La camarilla, increíble levadura, pronto creció echando abajo puertas y ventanas.
—¿No han conocido a los Garvey? Oh, Dios mío. Acuéstense a morir. Garvey tiene que repetir la función. Nadie puede ser tan patán sin la ayuda de Stanislavsky.
Aquí el orador, Alexander Pape, que deprimía a todo el grupo porque hacía imitaciones perfectas, imitó las lentas y afectadas declaraciones de Garvey:
—¿Ulises? ¿Eh? —Una pausa—. Oh. —Otra pausa—. Ya veo. —Alexander Pape se enderezó en su asiento—. ¿Ulises? ¿Fue escrito por James Joyce? Raro. Habría jurado que hace años en el colegio…
A pesar de que odiaban a Alexander Pape por sus brillantes imitaciones, todos rugieron cuando él continuó:
—¿Tennessee Williams? ¿Es el que escribió ese vals del sur?
—¡Deprisa! ¡La dirección de Garvey! —gritaron todos.
—Caramba —le dijo el señor Garvey a su mujer—, la vida es divertida estos días.
—Eres tú —replicó la mujer—. Fíjate, están pendientes de tus palabras.
—Ponen una atención casi histérica —dijo el señor Garvey—. Cualquier cosa que yo diga tiene un efecto desconcertante. Raro. Mis chistes en la oficina tropiezan con una pared. Esta noche, por ejemplo. Yo no quería estar divertido. Supongo que es un arroyo inconsciente de ingenio que corre debajo de todo lo que hago o digo. Es bueno saber que lo tengo en reserva. Ah, suena el timbre. ¡Allá vamos!
—Es especialmente notable si uno lo saca de la cama a las cuatro de la madrugada —dijo Alexander Pape—. ¡La combinación de agotamiento y moralidad fin de siécle es un plato fuerte!
Todos se sentían bastante fastidiados con Pape; el primero que había visto a Garvey al alba. Sin embargo, el interés se mantuvo hasta una medianoche de los últimos días de octubre.
El subconsciente de Garvey le dijo entonces muy secretamente que había iniciado una nueva temporada teatral, y que el éxito dependía del grado de aburrimiento que pudiese inspirar a los otros. Contento consigo mismo, sospechaba sin embargo por qué esos lemmings corrían a ocupar un océano privado. Interiormente, Garvey era un hombre de veras brillante, pero sus poco imaginativos progenitores lo habían comprimido en el Lecho Terriblemente Extraño de su ambiente. De allí había sido arrojado a una exprimidora de limones de mayor tamaño: su oficina, su fábrica, su mujer. Resultado: un hombre con potencialidades que eran una bomba de tiempo colocada en su propio vestíbulo. El reprimido subconsciente de Garvey entendía a medias que los vanguardistas nunca habían conocido a nadie como él, o que habían conocido a millones como él, pero no habían considerado nunca la posibilidad de detenerse a estudiar un ejemplar.
Así que aquí estaba, la primera de las celebridades del otoño. El mes siguiente sería algún artista abstracto de Allentown que trabajaba sobre una escalera de tres metros con mangas de decorar tartas y pulverizadores de insecticida, lanzando pintura de paredes, sólo en dos colores, azul y gris-nube, sobre telas cubiertas de mucílago y restos de café, y que sólo necesitaba apreciación para crecer. O un creador de móviles de hojalata, de Chicago, de quince años de edad, ya envejecido por el conocimiento. El astuto subconsciente del señor Garvey se volvió todavía más desconfiado cuando cometió el error terrible de leer la revista favorita de la vanguardia, Nucleus.
—Este artículo sobre Dante —dijo Garvey—. Estupendo. Especialmente cuando discute las metáforas del espacio acumuladas al pie de las colinas del Antipurgatorio y el Paraíso Terrenal, en la cima de la montaña. El párrafo sobre los cantos XV-XVIII, los llamados «cantos doctrinales», ¡es brillante!
¿Cómo reaccionó el Septeto del Sótano?
¡Estupefactos, todos!
Hubo un evidente escalofrío.
Partieron rápidamente cuando en vez de ser un hombre delicioso de mente común, en el nivel del ciudadano ordinario, un individuo dominado por la máquina que llevaba una vida diluida de serena desesperación, Garvey los enfureció opinando sobre ¿El existencialismo es o no una continuación de Kraft-Ebbing? No querían oír opiniones sobre alquimia o simbolismo, emitidas con una voz de piccolo, le advirtió a Garvey su propio subconsciente. Sólo deseaban el pan sencillo y la mantequilla casera del Garvey simplón y anticuado, para mordisquearlos luego en las sombras de un bar exclamando ¡qué maravilla!
Garvey emprendió la retirada.
A la noche siguiente recuperó su viejo y preciado yo. ¿Dale Carnegie? ¡Espléndido padre espiritual! ¿Hart Schaffner & Marx? ¡Mejor que Bond Street! ¿Miembro del Club de la Afeitada? ¡Eso era Garvey! ¿La última selección del Club del Libro del Mes? ¡Ahí estaba sobre la mesa! ¿No habían leído nunca a Elinor Glyn?
El Septeto del Sótano estaba horrorizado, deleitado. Consintieron en mirar el espectáculo de Milton Berle. Garvey se reía de todos los chistes de Berle. Grababa durante el día varios folletines radiotelefónicos que luego pasaba de noche en éxtasis beatífico. El Septeto del Sótano estudiaba la cara de ese devoto oyente de Mamá Perkins o La otra esposa de John.
Oh, Garvey se sentía intimidado. Estás en la cima, observaba su yo interior. ¡Quédate ahí! ¡Complace a tu público! ¡Mañana los discos de Two Black Crows! ¡Mira donde pisas! Bonnie Baker ahora…, ¡eso es! Se estremecerán pensando que el canto de Bonnie te gusta de veras. ¿Y qué opinan de Guy Lombardo? ¡Un as!
La mente común, le decía el subconsciente. Eres el símbolo de las multitudes. Vienen a estudiar la espantosa vulgaridad de ese hombre-masa, un gusano que pretenden odiar. Pero el pozo de las serpientes los fascina.
Sospechando estas ideas, la mujer de Garvey objetó:
—Les gustas.
—De un modo bastante temible —dijo Garvey—. Me he pasado horas despierto, pensando por qué vienen a verme. Siempre me odié y me fastidié a mí mismo. Un hombre estúpido, gris, chismoso. Nunca se me ocurría nada original. Ahora sólo sé que me gusta la compañía de los otros. Siempre quise ser un hombre sociable, nunca pude. ¡Estos últimos meses han sido una fiesta! Pero están perdiendo el interés. ¡No quiero que se vayan, nunca! ¿Qué haré?
La mente subconsciente le proporcionó una lista.
Cerveza. Bebida sin imaginación.
Galletitas saladas. Deliciosamente pasadas de moda. Visita a casa de mamá. Traer unos cuadros de Maxfield Parrish, los que tienen manchas de moscas y están descoloridos por el sol. Charla esta noche.
En diciembre Garvey estaba realmente asustado.
El Septeto del Sótano se había acostumbrado perfectamente a Milton Berle y Guy Lombardo. En verdad, habían racionalizado sus propias reacciones y ahora aclamaban a Berle como demasiado raro para el público norteamericano; Lombardo se había adelantado veinte años a su época. La gente desagradable gustaba de Lombardo por las razones más comunes.
El imperio de Garvey se tambaleaba.
De pronto fue otra persona: ya no complacía los gustos de sus amigos, corría detrás mientras el Septeto descubría a Nora Bayen, al cuarteto Knicker-bocker de 1917, a Al Jonson que cantaba Adonde fue Robinson Crusoe con Viernes el sábado a la noche, y a Shep Fields y su Ritmo Ondulante. El redescubrimiento de Maxfield Parrish dejó al señor Garvey en un rincón. De una noche para otra todos estuvieron de acuerdo: «La cerveza es una bebida intelectual. Lástima que la beban tantos idiotas».
Brevemente: los amigos desaparecieron. Se rumoreó en broma que Alexander Pape estaba pensando en instalar agua caliente en su casa. Este horrible embuste no duró mucho, pero mientras, Alexander Pape cayó en desgracia entre los cognoscenti.
Garvey sudaba tratando de anticipar los cambios de gusto. Acrecentó las dosis de comida gratis, previó la vuelta a la alegre década del veinte poniéndose pantalones de piel y exhibiendo a su mujer con vestidos tubo y corte a la garçon mucho antes que nadie.
Pero los buitres llegaban, comían y escapaban.
Ahora que ese monstruo horrible, la TV, invadía el mundo, todos adoraban de nuevo la radio. Transcripciones de contrabando de Vic y Sade y La familia de Pepper Young eran arrebatadas en las fiestas intelectuales.
Al fin, Garvey tuvo que recurrir a una serie de milagrosos tours de force, concebidos y ejecutados por su yo aterrorizado.
El primer accidente fue una portezuela de coche que se cerró bruscamente, seccionándole la punta del meñique al señor Garvey.
En el caos que siguió, mientras saltaba de un lado a otro, el señor Garvey pisó la punta del dedo y luego la pateó a la alcantarilla. Cuando la pescaron, ningún médico quiso tomarse la molestia de coserla en su sitio.
¡Un feliz accidente! Al otro día, cuando pasaba por una tienda de artículos orientales, Garvey alcanzó a ver un hermoso objet d’art. El vigoroso y viejo subconsciente de Garvey, recordando que tenía cada vez menos público entre la gente de vanguardia, lo obligó a entrar en la tienda y a sacar la billetera.
—¿Lo han visto a Garvey últimamente? —chilló Alexander Pape en el teléfono—. Dios mío, ¡ve a verlo!
—¿Qué ocurre?
Todos fueron a mirar.
—Un guardadedos mandarín. —Garvey hizo un movimiento ocioso con la mano—. Una antigüedad oriental. Los mandarines lo usaban para protegerse las uñas de diez centímetros. —Bebió la cerveza, con el dedo tieso—. Todo el mundo odia a los amputados, la vista de cosas que faltan. Fue triste eso de perder el dedo. Pero soy más feliz que antes con este adminículo de oro.
—Es un dedo muy bonito que nosotros nunca podríamos tener. —La mujer de Garvey les sirvió ensalada verde—. Y George tiene derecho a usarlo.
Garvey estaba sorprendido y encantado viendo que era tan popular como antes. ¡Ah, el arte! ¡Ah, la vida! El péndulo oscilaba hacia atrás y hacia adelante, de lo complejo a lo simple, y de nuevo a lo complejo. De lo romántico a lo realista, y de vuelta a lo romántico. El hombre inteligente presentía los perihelios intelectuales y se preparaba para las nuevas órbitas violentas. El alerta subconsciente de Garvey se incorporó, empezó a alimentarse, y en algunos días se atrevió a ir de un lado a otro, probando los miembros que aún no había usado. ¡Entró en combustión!
—¡Qué poca imaginación tiene el mundo! —dijo el otro yo largamente descuidado, con su propia lengua—. Si yo perdiera accidentalmente la pierna, no me pondría una pierna de palo, ¡no! Tendría una pata de oro con incrustaciones de piedras preciosas, y parte de la pierna sería una jaula dorada donde cantaría un pájaro azul mientras yo me paseo hablando con los amigos. Y si me cortaran el brazo me haría un brazo nuevo de cobre y jade, y con un compartimiento para hielo seco. Y otros cinco compartimientos, uno para cada dedo. ¿Alguien quiere beber?, preguntaría yo. ¿Jerez? ¿Brandy? ¿Coñac? Luego doblaría los dedos serenamente sobre los vasos. De los cinco dedos, cinco chorros fríos, cinco vinos o licores. Luego cerraría los cinco grifos, y ¡brindemos!, diría yo.
«Pero, y sobre todo, uno casi desea que el ojo propio ofenda a alguien. Arráncatelo, dice la Biblia. La Biblia lo dice, ¿no? Si me ocurriera eso, no usaría un opaco ojo de vidrio, por Dios. Tampoco esos parches negros de pirata. ¿Sabes lo que haría? Le mandaría una ficha de póquer a ese amigo tuyo de Francia, ¿cómo se llama? ¡Matisse! «Le envío», le diría, «una ficha de póquer, junto con un cheque. Por favor, pinte en esa ficha un hermoso ojo azul. Suyo, sinceramente, G. Garvey».
Bueno, Garvey había despreciado siempre su propio cuerpo; los ojos le parecían pálidos, débiles, sin carácter. De modo que no le sorprendió, un mes después (cuando su Gallup descendió de nuevo), comprobar que el ojo derecho se le humedecía, se le achicaba, ¡y al fin desaparecía dejando un perfecto agujero!
Garvey se sintió absolutamente anonadado.
Pero, también, secretamente complacido.
El Septeto del Sótano sonrió como un jurado de gárgolas mientras él metía en un sobre la ficha de póquer y la despachaba a Francia por vía aérea junto con un cheque por cincuenta dólares.
Garvey recibió el cheque de vuelta una semana después.
En el próximo correo llegó la ficha de póquer.
H. Matisse había pintado un ojo azul raro y hermoso, con pestañas y párpados delicados. H. Matisse había puesto la ficha en un estuche de terciopelo verde. Obviamente, todo el asunto le había gustado tanto como a Garvey.
¡Harper’s Bazaar publicó una foto de Garvey con la ficha de póquer de Matisse en el ojo, y otra de Matisse mismo, donde se lo veía pintando el monóculo luego de muchas pruebas con tres docenas de fichas!
H. Matisse había tenido el raro sentido común de llamar a un fotógrafo para que la Leica registrase la escena, en beneficio de la posteridad. Se contaba que había dicho: «Después de haber tirado veintisiete ojos, pinté al fin el que quería. ¡Se lo mando por expreso a Monsieur Garvey!».
Reproducido en seis colores, el ojo descansaba tristemente en el estuche de terciopelo verde. El Museo de Arte Moderno puso en venta una colección de duplicados. Los Amigos del Septeto del Sótano jugaban al póquer con fichas rojas de ojos azules, fichas blancas de ojos rojos y fichas azules de ojos blancos.
Pero sólo un hombre de Nueva York usaba el monóculo original de Matisse, y ese hombre era el señor Garvey.
—Soy todavía un aburrido inaguantable —le dijo a su mujer—. Pero ahora nadie sabrá qué buey pesado se esconde bajo el monóculo y el dedo de mandarín. Y si el interés de esta gente se debilita otra vez, siempre puedo perder un brazo o una pierna. En esto no hay ninguna duda. He levantado una fachada maravillosa. Nadie volverá a descubrir al estúpido de antes.
Y como dijo la mujer de Garvey a la tarde siguiente:
—Me cuesta ver en él al viejo George Garvey. Se ha cambiado el nombre. Se hace llamar Giulio. A veces, de noche, lo miro y llamo, George. Pero no me responde. Ahí está: el dedal de mandarín en el meñique; la ficha de póquer azul y blanca, el monóculo de Matisse en el ojo. Me despierto y lo miro a menudo. ¿Y saben ustedes? A veces esta increíble ficha de póquer de Matisse parece plegarse en un guiño monstruoso.