La historia de Urashima

Hace mucho tiempo, en la aldea de Tango, en la provincia de Mizunoe, vivía un joven pescador llamado Taro Urashima. Un día, cuando el crepúsculo caía sobre la playa, Urashima arrastraba su barca hasta la arena tras una larga jornada de pesca. Después de haber asegurado bien la barca en la arena, Urashima echó a andar hacia su casa con lo que había pescado. De pronto su atención se vio atraída por un círculo gesticulante de niños, capitaneados por uno un poco más mayor, como de once o doce años. Estaban armando gran alboroto en el lugar donde las rocas cedían terreno a la arena, y parecían estar aporreando sin misericordia algo que había en medio de ellos. Al acercarse más, Urashima comprobó que el objeto de las pedradas y los palos era una tortuga que tenían atada con una cuerda.

—Ahora me toca a mí —gritó uno de ellos, y golpeó con el palo el lomo de la enorme tortuga.

—Y ahora a mí —exclamó otro, y un látigo de hierbas y algas marinas silbó en el aire.

—Ahora todos juntos —chillaron, y los palos y los zurriagazos, uno detrás de otro, llovieron sobre el cuerpo del animal.

Con su ofuscada cabeza metida dentro de la sólida concha, la tortuga, demasiado lenta y pesada para escapar de sus jóvenes torturadores, permanecía quieta, sufriendo los agudos dolores que cada porrazo transmitía por su caparazón a todas las partes de su cuerpo.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó Urashima encolerizado por la crueldad de los niños y por el lastimoso estado de la desamparada criatura—. ¡Parad en seguida! ¿Creéis que actuáis bien al golpear a esta desventurada tortuga? ¡Vais a matarla!

Los chicos apenas le prestaron atención y renovando sus golpes sobre el lomo del animal, dijeron:

—Si se muere, que se muera. La tortuga es nuestra. Nosotros la hemos capturado y podemos hacer con ella lo que se nos antoje. ¡Vete de aquí!

—Pero no tenéis derecho a golpearla —dijo Urashima—. Ella sufre como vosotros podéis sufrir. Oíd, si os doy dinero, ¿me entregaréis la tortuga?

—¡Claro que sí! —gritaron todos a una—. Si nos das dinero, será tuya en seguida.

Urashima les entregó el dinero suelto que tenía encima y los niños, con gritos de júbilo, echaron a correr hacia la aldea. Urashima, desatando la cuerda, se volvió a la tortuga, le acarició el caparazón y le dijo:

—Pobrecita. Se dice que la grulla vive mil años y la tortuga diez mil, así que, siendo el animal más longevo, es una pena que tu vida haya estado en peligro. Ha sido una suerte que pasara por aquí justo en este momento. Por favor, vuelve cuanto antes a tu mar nativo y de ahora en adelante procura que no te atrapen de nuevo.

Urashima cogió a la tortuga en sus brazos y anduvo con ella hacia la orilla del mar. Metiéndose con ella hasta las rodillas, la soltó en las limpias aguas azules y la vio empezar a nadar y sumergirse con placer en las olas que rodeaban sus piernas. Con los ojos húmedos de gratitud, la tortuga echó una mirada a su benefactor y se adentró en el mar hasta perderse de vista.

Pocos días después, Urashima estaba sentado en su barca, alejado de la costa, con sus pensamientos tan indiferentes como el cordel que atravesaba la superficie sin olas del mar, cuando, de repente, una vocecita dulce como una campanilla lo vino a sacar de su ensimismamiento.

—¡Urashima-san, Urashima-san!

—¡Ajá! Parece como si alguien me estuviese llamando. Pero ¿quién podría ser? Estoy solo y fuera del alcance de la tierra. Seguro que estoy soñando —pensó para sí Urashima, y volvió a mirar el anzuelo.

—¡Urashima-san, Urashima-san! —volvió a llamar la voz.

Ahora no podía haber duda. Era su nombre el que alguien había pronunciado. Se volvió rápidamente y allí, cerca de su barca, con la cabeza emergiendo de las cristalinas aguas, descubrió a su amiga la tortuga.

—¿Eras tú la que me llamaba hace un momento, tortuguita? —preguntó Urashima con gran sorpresa.

—En efecto, era yo, querido amigo —contestó la tortuga—. El otro día mostraste una gran bondad conmigo al salvarme la vida, y quería por ello mostrarte mi gratitud.

—En realidad, no tuvo importancia —dijo Urashima—, y no merece que me lo agradezcas tan afectuosamente. Pero por favor, no te alejes demasiado de tu casa. Te invitaría a subir a mi barca a descansar y fumar un poco de tabaco, pero, claro, como eres una tortuga… Ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja. Gracias, pero preferiría un poco de sake, porque tabaco, no fumo.

—Vaya, lo siento, pero no tengo sake en mi barca. Bueno, en cualquier caso puedes subir un rato a secar el caparazón.

—Por cierto, Urashima-san, tengo algo que preguntarte: ¿has oído hablar alguna vez del Palacio del Dragón?

—He oído algo acerca de ese palacio —replicó Urashima—, pero nunca lo he visto. Debe de ser un lugar muy remoto.

—Entonces tengo un gran regalo que hacerte —dijo la tortuga—. Deseo invitarte al Palacio del Dragón.

Urashima, no recuperado aún de la sorpresa de este extraño encuentro, contestó un tanto indeciso:

—Desde luego que me honraría muchísimo conocer ese palacio, pero ¿cómo puedo ir hasta allí? Tú estarás acostumbrada a ir y venir de ese lugar, pero yo no puedo nadar tanto.

La tortuga se colocó paralela a la barca y ante los ojos de Urashima, aumentó de tamaño.

—Súbete sobre mi lomo, que yo te llevaré. Te montaré, y contigo encima nadaré a través de las sendas del mar que conducen al palacio. Estaremos allí en seguida. ¡Vamos, Urashima!

Urashima sentía temor, pero también deseaba conocer tan maravilloso lugar, por lo que finalmente se decidió y montó sobre el caparazón. De inmediato, la tortuga empezó a nadar velozmente a través del tranquilo mar. De pronto se sumergió y empezó a moverse graciosamente y a una velocidad majestuosa en las verdes profundidades del mar. A medida que se sumergían más y más, les iban saliendo al paso algas y peces, algunos de los cuales le resultaban desconocidos a Urashima. Los peces les saludaban al pasar, y había una procesión como un pasillo formada por besugos. Por encima de todos ellos pendían nubes de transparentes medusas.

La tortuga siguió descendiendo hasta que apareció ante ellos la imponente puerta del Palacio. Era tan hermosa que parecía sacada de un sueño, y Urashima no pudo evitar contener el aliento ante su belleza. La tortuga se detuvo en el portón de entrada y llamó a los guardianes, anunciando la visita de Urashima y pidiendo permiso para entrar.

—A partir de aquí tendrás que continuar a pie —dijo la tortuga.

Al momento acudió un gobio para abrir las puertas, que se marchó en seguida hacia el interior del Palacio para anunciarles, mientras Urashima se bajaba de la tortuga. Al instante apareció un gran número de besugos y lenguados que les dieron la bienvenida y les condujeron hacia las salas interiores.

Una vez dentro, Urashima vio que lo que él había tomado por una profusión de capullos y flores eran hileras de hermosas doncellas ataviadas con ricos vestidos de brocado. Al aproximarse más advirtió que cada doncella lucía unas bandas brillantes de algas y anémonas marinas entre sus altísimos trenzados; y por delante, anidando en las ondas del pelo, había un joven besugo.

Al pararse Urashima, como consecuencia del arrobado encantamiento en que se hallaba, las filas de los asistentes se dividieron en el centro como una ola para dejar paso a una joven de increíble belleza que avanzaba lentamente hacia él. Era la afamadísima y legendaria princesa Oto, la princesa del dragón. Tenía un precioso y reluciente pelo negro recogido en un moño, e iba vestida con un kimono de una tela desconocida para Urashima, que brillaba y se balanceaba con el movimiento del mar. Urashima se puso de rodillas y se inclinó ante ella profundamente.

—Bienvenido seas a mi humilde morada —dijo la princesa sonriendo con dulzura—. Fuiste muy amable al salvar la vida de mi querida tortuga y tengo contigo una deuda de gratitud. Nos alegraremos muchísimo si entras a hacernos compañía.

La princesa le tomó de la mano y le condujo a lo largo de los grandes corredores del palacio seguidos por las doncellas y los criados. Los suelos estaban cubiertos de ágatas y de ellos surgían varias columnas para soportar los abovedados techos con adornos de coral. Desde los aposentos que había en los corredores llegaba el sonido de piezas musicales que les seguían a su paso. Le trajeron ricos ropajes, que cambió por sus ropas de pescador. En la sala a la que finalmente entraron había una mesa baja y roja cubierta con un mantel de riquísimo damasco y dos sillas talladas de la misma vivida y roja madera.

La princesa precedió a Urashima y se sentó graciosamente en una de las sillas. Luego invitó al joven a sentarse junto a ella.

—Urashima-san, me gustaría ofrecerte una recepción como agradecimiento, aunque sé que es una recompensa muy vulgar. Por favor, no te cohíbas y diviértete con total libertad. Puedes permanecer aquí todo el tiempo que quieras.

—Nada me agradaría más. Es mi primera vez en un lugar como este y todo cuanto veo me parece maravilloso —replicó Urashima consciente de que era inútil intentar resistirse.

Inmediatamente, de entre las columnas de coral salió una hilera de sirvientes que traían sake y unos ricos manjares como acompañamiento. Mientras comían y bebían, comenzaron las doncellas a ejecutar danzas, y a cantar melodías de amor, convirtiéndose aquello en una fiesta muy animada.

Una vez finalizada la comida, la princesa invitó a Urashima a que la acompañara para ver el palacio. Esculpido en el techo de cada una de las maravillosas habitaciones por las que cruzaban, estaba el magnífico dragón rojo y dorado de la dinastía de la princesa Oto. Al fin arribaron a una sala decorada con perlas y coral. Desde aquella extraña habitación, se podía contemplar a un tiempo el paisaje de las cuatro estaciones.

Si se miraba por el ventanal del este, se extendía un paisaje con toda la frescura y el verdor de la primavera. Allí había cerezos y ciruelos en flor, los sauces se inclinaban sobre las aguas del arroyo y revoloteaban ruiseñores y mariposas. La princesa le condujo ahora hacia el lado sur. De repente estalló ante él todo el calor del verano. La fragancia de multitud de gardenias blancas que rodeaban un estanque se extendía por todo el aposento. La superficie del estanque estaba cubierta de nenúfares de todos los tamaños que flotaban aquí y allá, con sus pétalos colgando. Las cigarras y las ranas llenaban el aire con sus cantos. A continuación, Urashima miró por el ventanal del oeste. Ante él estaba el amplio paisaje incendiado con el rojo otoñal de los arces y los crisantemos en flor. Urashima, paralizado de asombro, volvió en sí por la voz de la princesa, que ahora le pedía que viniera hacia el lado del norte. Allí era invierno y todo estaba cubierto por una alfombra de nieve. Los árboles, arbustos y matorrales estaban cubiertos de nieve, y agujas de hielo colgaban de las ramas y de las hojas. La superficie del estanque aparecía congelada.

El placer de Urashima no tenía límites. Cualquier pensamiento que hubiera podido albergar de volver a su casa había abandonado su corazón. Su único deseo era quedarse para siempre con la princesa Oto en esta tierra encantada y mágica. Pasaban los días y los meses, y Urashima vivía disfrutando en medio de este hechizo. Le traían todo lo que pedía, y cada día había alguna nueva maravilla para alegrarle. Cuánto tiempo llevaba allí, no lo sabía, ni tampoco le importaba demasiado.

Pero un día, de repente, empezaron a inquietarle los pensamientos sobre sus padres, sus amigos, su tierra natal. Se volvió silencioso y triste, muy diferente de lo alegre y feliz que era antes. Un día la princesa le preguntó cariñosamente:

—¿Por qué estás tan triste? ¿Qué te ha ocurrido?

—Pienso mucho en mis padres y amigos. No consigo olvidarles, y creo que ha llegado el momento de decir adiós y volver con ellos.

Para Urashima resultaba muy duro separarse de la princesa, pero su preocupación ya no le dejaba disfrutar de aquel lugar.

Al escuchar estas palabras, la princesa intentó retenerle unos días más, pero viendo que la decisión de Urashima era firme, aceptó con una sonrisa, comprendiendo que sería mucho peor si no le dejaba marchar. Urashima volvió a ponerse sus antiguas ropas de pescador, lo que le hizo añorar todavía más su vida en tierra firme.

—Urashima-sama, a pesar de la gran pena que esto me produce, lo comprendo. Ya veo que echas mucho de menos a los tuyos. Pero antes de irte, quiero que te lleves algo como recuerdo.

Diciendo estas palabras, la princesa trajo una pequeña caja de laca negra atada con cordoncillos rojos y se la tendió a Urashima.

—Después de todas las atenciones recibidas, no merezco además un regalo. Pero, ya que insistís, lo aceptaré. ¿De qué se trata? —inquirió, tomándolo con ambas manos y llevándoselo a la cabeza como prueba de agradecimiento.

—Urashima-sama, este cofre es especial, y guarda un tesoro muy importante —dijo la princesa Oto—. Llévalo siempre contigo y no te separes nunca de él. Pero no debes abrirlo bajo ningún concepto. ¿Entiendes? Bajo ningún concepto.

La princesa se inclinó y dio unos cuantos pasos, tratando de esconder los ojos tras las mangas de su vestido, pues era incapaz de contener sus lágrimas. También Urashima se sentía muy triste al pensar en que debía dejar a su bella princesa, pero sabía que no estaba bien mostrar sus sentimientos ante ella. Con una inclinación por toda despedida, se dirigió a donde le esperaba la tortuga para llevarle de vuelta.

La princesa estaba demasiado apenada para acudir a verlo salir por las puertas. Urashima subió a lomos del animal y este se puso a nadar lentamente a través de las aguas profundas. Urashima miró con vehemencia y tristeza el lugar que abandonaba, hasta que a su vista fue empequeñeciéndose y finalmente desapareció.

Pronto el color verde dio paso a un azul intenso, hasta que por fin alcanzaron la superficie montados en la cresta de una enorme ola que les llevó hacia delante a gran velocidad. La tortuga siguió nadando en silencio hasta que al fin divisaron una playa arenosa. Urashima distinguió finalmente el conocido paisaje natal, y al hacerlo, su corazón empezó a latir violentamente, pues volvía por fin al hogar. ¡Qué bienvenida tendría! ¡Qué maravillas iba a contar! La tortuga se dirigió hacia la orilla, donde Urashima pudo desmontar fácilmente de sus lomos. Mientras él se quedaba de pie en el agua, con su negra caja de laca apretada bajo el brazo, la tortuga se deslizó suavemente hacia el mar y se alejó en silencio.

Urashima se adentró en tierra y buscó con la mirada su hogar familiar con el espíritu enternecido. Pero ¿qué habría sucedido? El tejado se había hundido, y de la casa solamente quedaban unas ruinas medio ocultas por los hierbajos. Tan solo se escuchaba el sonido del viento al agitar los pinos. La playa era la misma, pero no conocía a ninguna de las personas con que se cruzaba. Todo estaba cambiado y no había ningún signo que él pudiera reconocer. Subiendo por la playa llegó hasta la calle principal de la aldea, pero apenas parecía la misma. No pudo encontrar ningún pariente ni amigo. La gente le miraba con curiosidad, y alguno soltaba risitas ante su aspecto. Su preocupación iba en aumento.

—Mi nombre es Urashima, el pescador. ¿No ha oído usted hablar de mi familia? —iba preguntando lloroso.

Por fin encontró a un anciano que le respondió con las siguientes palabras.

—Ah, sí. Yo sí he oído hablar de Urashima, un pescador que vivió aquí y que desapareció en el mar subido a lomos de una tortuga. Pero si tú eres Urashima, entonces debes de ser un fantasma, porque al parecer eso sucedió hace trescientos años.

—Déjese de bromas, por favor. Solamente he estado ausente unos meses, y soy de carne y hueso, no un fantasma.

—Bueno, pues fantasma o no, eso sucedió hace trescientos años, y es todo lo que puedo decir.

Urashima apenas podía contener su asombro. Ahora que se lo había dicho, se iba dando cuenta de que todo a su alrededor tenía un aspecto completamente extraño, y de que sus ropas parecían anticuadas. Después de todo, quizá fuera cierto que habían pasado trescientos años.

—¡Hace trescientos años! ¡Trescientos años! —murmuró Urashima para sí—. Y yo pensaba que habían sido solo unos meses. Eso lo explica todo: mis padres muertos; nuestra casa en ruinas; la aldea irreconocible. ¡Oh! ¿Qué puedo hacer?

Y se puso a llorar amargamente. Al cabo de un rato sus pensamientos volvieron a su princesa y a su nuevo hogar bajo el mar. Allí estaba su única esperanza. Regresó a la playa, y se sentó mirando fijamente la caja de laca negra que llevaba.

—La princesa me dijo que había algo muy importante dentro, pero que no debía abrirlo. Pero ahora que he perdido mi casa, mi familia y a mis amigos, esto es todo cuanto me queda. Probaré a abrirlo.

Desató ansiosamente los lazos y con manos temblorosas levantó la tapa. Al instante, una nube color púrpura salió del interior y envolvió a Urashima por completo. Cuando se dispersó la neblina, Urashima comprobó que en él se había operado un terrible cambio. Su fresco y joven rostro de veinticinco años se había llenado de líneas y arrugas; sus brillantes ojos se habían oscurecido y ofuscado; su pelo se había vuelto blanco como la nieve, y escaso. Los calambres rendían sus dedos y el dolor, sus piernas, ahora delgadas y llenas de gruesas venas. Trató de levantarse, pero los incontables años atormentaban todo su cuerpo, y se notó sujeto a la arena porque su espalda se inclinaba en ángulo recto y no podía ponerse derecho.

Luego, con los ojos nublados, miró vagamente hacia el mar.