—¡Ah, ya está empezando! —dijo el padre dejando su bolígrafo mientras se levantaba.
Si fuera tan solo la sirena de alarma, no se amedrentaría como para dejar su trabajo. Pero al tratarse también del atronador rugido de la artillería antiaérea, aseguró la acolchada capucha protectora sobre la cabeza de su hija de cinco años y, cogiéndola en brazos, la llevó al refugio casero. La madre ya estaba acurrucada en el estrecho espacio, con su hijo de dos años ceñido a la espalda.
—Suenan cerca, ¿eh? —dice el padre.
—Sí. Pero este refugio es muy estrecho.
—¿Tú crees? —responde él con aire ofendido—. Pues en realidad este es el tamaño adecuado. Si fuese más profundo, correríamos el peligro de quedar enterrados vivos.
—Pero podría ser un poco más ancho, ¿no?
—Mmm… bueno, sí, pero el suelo está congelado ahora. No es tan fácil cavar. Quizá más adelante —responde vagamente, esperando zanjar la discusión para poder oír en la radio las noticias del bombardeo.
Sin embargo, ahora que las quejas de la madre remitían, la niña de cinco años empezaba a insistir con un «¿por qué no salimos ya del refugio?». La única manera de tranquilizarla era sacar un libro de cuentos ilustrados. Momotaro, La montaña Kachi-kachi, El gorrión de la lengua cortada, El lobanillo desaparecido, Urashima el pescador, etc., etc. El padre va leyendo estos viejos cuentos a los niños.
Aunque se viste pobremente y tiene aspecto de necio, en realidad este padre no es una persona corriente, sino que es un hombre con una habilidad inusual para crear historias.
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo…
Incluso mientras lee el texto con una voz estúpidamente afectada, en su interior va cobrando vida otra historia diferente y mucho más elaborada.