Érase una vez, hace ya mucho tiempo, un anciano que tenía un gran lobanillo que colgaba de su mejilla derecha y que le causaba grandes molestias. Había consultado a muchos doctores y se había aplicado muchos medicamentos, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano, pues encima el lobanillo se hacía cada vez más y más grande, y no podía librarse de él.
Una mañana, el anciano subió a una montaña cercana para recoger leña y estuvo andando por allí de un lado a otro todo el día. Al caer la tarde, cuando se disponía a descender de la montaña, de repente el cielo se ennegreció. «Esperemos que no se ponga a llover», pensaba, cuando empezaron a caer gruesas gotas de lluvia.
—¡Vaya un desastre! —exclamó—. ¿Dónde encontraré cobijo?
Miró en torno suyo y descubrió con alegría un gran árbol que estaba a su lado y que tenía un gran hueco en el tronco, próximo a las raíces.
—¡Qué suerte, aquí me cobijaré un tiempo hasta que pare de llover! —Y diciendo esto se metió en el hueco. Pero la lluvia empezó a caer como a calderos, y además de vez en cuando sonaban los truenos estrepitosamente y brillaban los relámpagos. El viejo estaba aterrado y sentía como si fuera a morir. Tapándose los oídos con las manos, gritaba—: ¡Kuwabara, kuwabara![25]
Pero, como solamente era un chaparrón propio del atardecer, la lluvia fue disminuyendo y poco a poco el cielo empezó a clarear. Al poco se entrevieron los rayos del sol poniente, brillando en la montaña opuesta.
El anciano tuvo la sensación de que volvía a la vida.
«Ah, qué felicidad. Por fin parece que ha escampado. Aprovechemos para salir ahora», se dijo.
Pero justamente cuando estaba a punto de salir del agujero, oyó las pisadas de muchos pies.
«Deben de ser leñadores a los que ha sorprendido la lluvia y ahora vienen —pensó—. Es mejor tener compañía, así es que voy a llamarlos».
Y diciendo esto, sacó la cabeza por el hueco del tronco. Pero ¡qué vieron sus ojos! No eran leñadores, sino un gran número de espantosos ogros que venían hacia el lugar donde se encontraba. Unos de tres ojos, otros con boca de cocodrilo, otros con un cuerno en la cabeza; los de color rojo vestían pieles de oso, y los de color azul, pieles de tigre. Llevaban antorchas y garrotes de metal, y en total serían unas cien monstruosas criaturas.
El viejo dio un grito y cayó de espaldas. Durante un tiempo no pudo ponerse en pie, pero afortunadamente los demonios no le habían visto, así es que, armándose de valor, contuvo la respiración y volvió a esconderse en el agujero.
Enseguida, fuera de la cavidad de su árbol, se empezaron a oír cantos alegres y todos parecían estar divirtiéndose mucho. El viejo levantó la cabeza y pensó: «¿Eh? ¡Parece que lo están pasando muy bien ahí afuera! Voy a espiar lo que hacen».
Diciendo esto, se arrastró hasta el borde del hueco del árbol y empezó a escudriñar. Lo primero que vio fue una reunión de demonios muy distintos. El mayor de todos, y que parecía ser el jefe, estaba sentado en el centro, con los demás en torno suyo. Uno cantaba, otro tocaba un instrumento, un tercero bailaba y otro más daba palmadas, y todos parecían totalmente absortos en su diversión.
«Vaya, parece que hoy tienen algún tipo de reunión festiva», se dijo el anciano. «¡Qué cosa más interesante! Con lo viejo que soy, y a pesar de que he venido a esta montaña casi todos los días de mi vida, es la primera vez que veo algo así. Es realmente divertido», se volvió a decir mientras que, perdido el miedo, iba saliendo poco a poco del agujero para observar a los demonios.
Afuera, el demonio jefe bebía sake de un gran vaso mientras miraba cómo bailaban sus súbditos.
—Bueno, ya estoy cansado de veros hacer siempre lo mismo, vuestro baile ya no tiene nada que me divierta. ¿Es que nadie es capaz de enseñarme algo nuevo?
El viejo, al oírle, se dijo:
«¿Por qué no enseñarles a estos demonios mi danza? Pero no, no, si salgo ahí fuera me devorarán de un bocado. Aunque, puesto que son ogros a los que les gusta mucho la danza, si se divierten con mi manera de bailar, no creo que vayan a comerme. Bueno, hay que tener valor, voy a probar».
Arrastrado por la música de los demonios, el viejo se unió al grupo, danzando y dando palmadas. Los demonios se quedaron un poco desconcertados ante la entrada imprevista de un ser humano, y no cesaban de mirar al viejo un poco confusos. Pero él comprendió que su vida dependía de aquella danza suya tan singular, de modo que bailó exhibiendo todo aquello que hasta entonces había aprendido, totalmente enfrascado en su tarea.
Los demonios empezaron a hacer comentarios.
—¡Pero qué cosa tan extraordinaria! —exclamó uno.
—¡Muy exótico! —exclamó otro.
—¡Nunca he visto nada tan divertido en todos mis años! —exclamó un tercero.
Y todos hicieron grandes elogios de la danza del viejo. Cuando finalizó, el demonio jefe le ofreció el jarro de sake diciendo:
—Tu danza era muy entretenida, ha sido un gran trabajo por tu parte. De momento, echa un trago, por favor.
El viejo cogió la copa con cierto temblor y haciendo una profunda inclinación, dijo:
—Únicamente me he dejado arrastrar por vuestra diversión. Si interrumpí vuestra fiesta con mi loco danzar, no fue con intención. Y encima sois tan bondadosos que, en lugar de castigarme por mi rudeza, me dais la alegría de vuestro aplauso.
—¿Interrumpir nuestra fiesta? —respondió el demonio—. ¡Oh, no! Al contrario, has añadido nueva diversión. Tienes que venir otras veces para danzar ante nosotros.
—Si mi tosca danza os gusta, estaré siempre a vuestra disposición —respondió el viejo.
—Pues entonces, ¿vendrás también mañana? —le preguntó el demonio.
—Sí, acudiré sin falta —respondió el viejo.
—¿Vendrás seguro? —preguntó el demonio.
—No tiene por qué preocuparse —dijo el viejo.
—Pero no te podemos dejar marchar sin más. ¿Qué prenda puedes dejar como prueba de lo que dices? —preguntó el demonio jefe.
—Estoy dispuesto a dejar lo que haga falta.
—¿Qué podemos pedirle? —preguntó el jefe al resto de los demonios.
Uno de ellos, que estaba sentado detrás de él, contestó con cara de sabihondo:
—Como prenda, tenemos que tomar lo que más aprecie. Por lo que veo, este anciano tiene un gran lobanillo en su mejilla derecha. Pues bien, he oído que los hombres consideran que un lobanillo es un signo de buena suerte y lo cuidan mucho. Si lo tomamos en prenda, es seguro que volverá mañana, porque querrá recuperarlo.
—¡Qué idea tan espléndida has tenido! —exclamó el demonio jefe—. Vamos a quitarle el lobanillo.
Dicho esto, agarraron al asombrado hombre por la mejilla y cuando parecía que iban a retorcerle el lobanillo, de pronto, los demonios desaparecieron y no quedó rastro alguno de ellos.
El viejo tuvo la sensación de haberlo soñado. «Pero ¿qué es esto?», pensó. Le habían quitado limpiamente su molesto lobanillo y ni había sentido pizca de dolor, ni quedaba rastro alguno. «Vaya una cosa más extraña; si lo hubiera sabido, habría venido antes a bailar ante ellos», pensaba alegremente mientras se acariciaba la mejilla. Así pues, con el corazón ligero y la mejilla aún más ligera, se encaminó hacia su casa con paso rápido.
En casa, la abuela le esperaba impaciente.
—¡Oh!, por fin has llegado. Has debido pasar un mal rato con la lluvia, ¿no? Anda ven, entra y descansa.
Nada más decir esto, miró el semblante de su marido y al no ver el lobanillo que estaba segura de haber visto por la mañana, pensó que se le había caído u olvidado en algún sitio.
—¿Qué has hecho con tu lobanillo? —exclamó con sorpresa.
—Pues ya verás, ya verás —le dijo ufano el viejo—. Hay un motivo muy especial para todo esto.
Y, muy orgulloso, el viejo le contó a su mujer todo lo que había sucedido al ir desde su casa a la montaña y su encuentro con los demonios.
—¡Vaya una cosa tan estupenda! —exclamó la mujer con admiración—. Pero me pregunto para qué les servirá a los demonios un lobanillo.
Y ambos se pusieron a comentar el tema, riendo muy divertidos.
Al lado de este matrimonio, puerta con puerta, vivía otro anciano de la misma edad que también tenía un gran lobanillo, en este caso en su mejilla izquierda, origen de muchas molestias. Cuando escuchó la historia del otro hombre, sintió envidia, y dirigiéndose a su casa, le dijo:
—Vecino mío, ¿es cierto que anoche te encontraste con unos demonios que te quitaron el lobanillo?
—Sí, claro que es verdad —respondió el viejo—. ¿Para qué iba uno a mentir?
—Pues entonces, voy a ir ahora mismo y les pediré a los demonios que me quiten este molesto lobanillo. Pero ¿dónde puedo encontrarlos?
—Ah, ya comprendo. Prueba entonces a ir.
Y a continuación le explicó el camino y la hora en que encontraría a los demonios. Con ello, el viejo vecino quedó muy contento y, sosteniendo su lobanillo con la mano, fue subiendo la montaña.
Cuando llegó a la altura indicada, se metió en la oquedad del árbol y esperó con impaciencia a que los demonios llegasen. Por fin, a la hora en que empezaba a anochecer, tal y como le habían explicado, aparecieron los demonios y comenzaron su fiesta justo delante del hueco del árbol.
—Ya debe de estar a punto de llegar el viejo de ayer —dijo el demonio jefe, mirando en torno suyo.
—Gracias por haber venido —dijo el viejo, saliendo de un salto del hueco del árbol—. Llevaba ya un tiempo esperándoos.
—Ah, el viejo de ayer —dijo el demonio jefe—. Venga, apresúrate y empieza a bailar.
—A su servicio.
El anciano se levantó y, desplegando un abanico que había traído preparado, empezó a cantar y bailar. Sin embargo, este anciano era torpe de nacimiento, no sabía bailar y únicamente daba saltos al tuntún, por lo que resultaba penoso verle.
—¡Detente, detente! ¡Esto es totalmente distinto de la danza de ayer! Pero ¡qué porquería! —gritaban los demonios—. ¡No queremos nada contigo, viejo loco! ¡Te devolvemos el lobanillo que dejaste como prenda, así que vete de aquí inmediatamente!
Diciendo esto, un demonio le tiró el lobanillo al viejo, y se lo colocó en la mejilla derecha. Así es que no solamente no perdió el lobanillo de su mejilla izquierda, sino que el pobre hombre se llevó otro por añadidura, con lo que bajó huyendo de la montaña mientras sostenía los lobanillos con ambas manos, como si fueran calabazas de peregrino.