Dazai y los cuentos de cabecera

Posiblemente, no existe en toda la historia de la literatura japonesa un autor tan impúdicamente autobiográfico como Osamu Dazai. Nace en 1909 como Shuji Tsushima en el pueblecito de Kanaki (prefectura de Aomori), de la norteña península de Tsugaru, en el seno de una familia con un nivel económico muy por encima de la media, siendo el décimo de once hermanos. Y estas dos circunstancias ejercerán una fuerte influencia sobre sus escritos, que revelan una profunda preocupación por las diferencias sociales y por las relaciones familiares. La casa familiar, por cierto, se ha convertido en uno de los escasos atractivos turísticos de la región, a pesar de que en vida Dazai no fuera precisamente apreciado por aquellos pagos, siendo considerado poco menos que la oveja descarriada de la familia.

El joven Dazai, que en su niñez pasó mucho más tiempo con una abuela que le leía cuentos y con su aya que con sus padres, empieza a escribir en publicaciones amateurs locales a los dieciséis años. A los veintiuno se muda a Tokio para ingresar en la universidad, y allí entra en una vorágine de amores turbulentos, alcohol y drogas, cayendo enfermo con frecuencia y manteniendo relaciones siempre tirantes con el hogar paterno, desde el que, a regañadientes, le ayudan económicamente a subsanar sus desmanes. Durante esta época, y aun sufriendo una gran contradicción interna por ser él mismo hijo de un terrateniente, participa también en actividades de agitación comunista. Más que motivos ideológicos, le mueve el atractivo de su clandestinidad, pero pronto se desencanta al considerar que sus camaradas carecen de profundidad intelectual. Tras sobrevivir a nada menos que cuatro intentos de suicidio (1929, 1930, 1935 y 1937), uno de los cuales le cuesta la vida a su amante de entonces, finalmente, y gracias a los buenos oficios del reputado escritor Masuji Ibuse, contrae matrimonio en 1939. Entremedias, a punto estuvo de conseguir el prestigioso premio Akutagawa de 1935, quedando en segundo puesto.

Dazai cuenta con libros satíricos como este (escrito en el último año de la guerra); otros tiernamente autobiográficos, como Tsugaru, sobre su tierra natal; y otros decididamente pesimistas, que fueron los que mayor fama le procuraron, en concreto Indigno de ser humano y El ocaso. Pero todos ellos guardan en común el retrato de ese joven inseguro, aficionado al sake y los manjares refinados y/o exóticos. Su prosa transpira en todo momento la desesperación del autor por no haber conseguido aún una obra maestra por la que se reconozca su talento, angustia que le lleva al punto de insistir sin éxito al famoso escritor Yasunari Kawabata para que, mediante su influencia, le otorguen un premio. En los pasajes más o menos autobiográficos (o de la vida de otros conocidos suyos) que delatan sus libros, predominan la descripción de las relaciones familiares, la incomprensión y soledad que sufre un intelectual de una provincia remota y desolada, el miedo a la vejez, el afán de reconocimiento de su talento y el narcisismo y la presuntuosidad asumidos, de los que él mismo, con un muy particular sentido del humor, a menudo se ríe. Se aprecia también en su obra el interés por la literatura occidental de vanguardia y la religión cristiana; algo nada sorprendente, puesto que en la universidad, Dazai se especializó en Literatura francesa y, por otra parte, Aomori fue una de las primeras prefecturas norteñas donde se instalaron los misioneros cristianos tras la apertura al extranjero del cercano puerto de Hakodate a finales del siglo XIX (dicha obsesión por el cristianismo se rastrea también en el cine de Seijun Suzuki, quien casualmente pasó la postguerra en esa misma Aomori).

Otogi-zoshi significa literalmente «cuentos de cabecera». Se entiende por tal los libros de cuentos tradicionales para niños, que equivalen a lo que en Occidente se conoce como cuentos de hadas, aunque pocas veces aparezcan hadas en ellos. Como es habitual en los autores japoneses, Dazai parte de la base de que el lector ya conoce los cuentos de partida, y alude con frecuencia a ellos. Pero, aunque hayan sido editados de manera dispersa desde hace tiempo, como para un lector de habla hispana este conocimiento previo no tiene por qué existir, se ha optado por incluirlos como apéndice en el presente volumen para que sirvan de referencia.

Aunque solo se tomen elementos puntuales de su vida, es fácil reconocer al propio Dazai en los cuatro protagonistas de los respectivos Cuentos de cabecera (donde, por cierto, el autor da todavía un paso más allá en la habitual antropomorfización de los animales), puesto que el tema de estos cuatro cuentos no es otro que el de las relaciones hombre-mujer; este es, sin duda, el motivo último e inconfeso por el que el autor renunció a incluir una quinta historia que tenía en mente, la de Momotaro, al no haber modelo de figura femenina aplicable. Al respecto de esta relación hombre-mujer, a lo largo de toda la obra puede detectarse un soterrado y curioso equilibrio entre el escarnio de la vanidad masculina y una cierta misoginia. Pero este Cuentos de cabecera, si bien busca explicar de la manera más racional (y cínica) posible todas las lagunas que dejaban los cuentos tradicionales japoneses y se ríe de los estereotipos a ellos asociados, no renuncia al hecho sobrenatural en sí, erigiéndose como cuentos repletos de fantasía, con sus parábolas y moralejas, solo que dirigidos a los adultos. Podríamos decir que constituyen una versión actualizada de los originales, pero intentando limar las incongruencias o cuestiones sin explicar que aquellos encerraban. Paradójicamente, el racionalismo que invade a Dazai no le impide recurrir a criaturas sobrenaturales, pero siempre y cuando sus vicios sean los mismos que los de los humanos, puesto que, en el fondo, carece de la capacidad de creer íntegramente desde la fantasía, tal y como reconoce al describir sus intenciones sobre una posible versión del cuento de Momotaro.

En cuanto a sus cuentos en sí, en el primero se explotan a gusto las relaciones familiares y el repudio del arte artificioso frente al espontáneo; el llevar o no lo que se entiende por vida recta no puede vencer al factor suerte, parece ser la cínica moraleja de Dazai. En el segundo, se aborda la psicología de un incomprendido intelectual de provincias; y, por cierto, si bien en el texto de Dazai la tortuga muestra un comportamiento más bien masculino, en las versiones clásicas se sobreentiende que el animal es de sexo femenino (a nosotros nos ayuda el idioma castellano en tal presunción). Interesa al respecto señalar que en alguna de las primitivas versiones de hace ya casi mil años, la princesa Oto es la tortuga que ha adoptado forma humana, y se da una conclusión similar a la de Dazai: el envejecimiento no tiene por qué llevar aparejada la infelicidad; la promesa rota no es en este caso necesariamente perjudicial. El tercer cuento parece revelar las relaciones con alguna de sus jóvenes amantes, a la que debió de perseguir de manera tan insistente como el tanuki de la historia. Y posiblemente al autor le acompañaba el recuerdo doloroso de aquel intento de suicidio en común con la mujer amada en la costa de Enoshima, donde solo ella se ahogó. Por último, el cuarto relato nos sugiere lo que pudieran haber sido algunas escenas de las trágicamente finalizadas relaciones conyugales del propio Dazai, con una esposa que le recrimina continuamente su apatía.

Siempre a la defensiva, siempre impaciente por ser reconocido como uno de los grandes, abandonando esposa y dos hijos, Dazai lleva a cabo su quinta tentativa de suicidio en 1948, introduciéndose atado a su amante en las aguas del río Tamagawa, en Tokio. Esta vez no fallará.

Daniel Aguilar