No soy bueno para los museos. Prefiero atender a las cosas por separado, descubrir casualmente su importancia. Mientras que en los museos me siento obligado a apreciar cada obra, intentar entenderla y poner caras más o menos coincidentes con las del resto de los visitantes. Pero si hubiera un museo de cómo era mi barrio, el Once, en los años setenta, yo lo visitaría. Más aún, lo armaría. Una caja de cospeles telefónicos, junto a cabinas naranjas; cospeles de subte y boletos multicolores de colectivos, con preferencia por los capicúas. En un instructivo plastificado, se le explicarían al público las virtudes del boleto capicúa, y la sensación del pasajero cuando recibía uno. Expondría un yo-yo, un tiqui-taca, un silba gol, un zizipoing, un mecano y un juego casero de fútbol de chapitas. Agregaría las distintas colecciones de figuritas con sus respectivos álbumes, las golosinas y las marquillas de cigarrillos retirados. Por supuesto, en mi discreto museo habría un cartero de cera, o un actor que lo interpretara, con su saca de cartas, junto al buzón. Mejor un actor, así puede abrir el buzón con la llave. Era el objeto mítico, en la esquina de Tucumán y Uriburu. Ni el semáforo ni la caja de luz podían hacerle competencia. Jamás vi al cartero abriendo el buzón y depredando las cartas; pero aún si lo hubiera visto, no habría relacionado aquella acción con el hecho mágico de que las cartas salían de mi barrio y llegaban a Francia, Paraguay, Israel. El cartero era un sacerdote, no un ejecutor.
No soy lo que se llama un emprendedor, de modo que este museo no irá más allá de esta página. Pero aquel cartero de los años 70, Teobaldo, me regaló una historia, las únicas reliquias que soy capaz de conservar y compartir. Teobaldo había cumplido cincuenta años soltero; y cuando los amigos le preguntaban qué esperaba del resto de su vida, respondía: «Tachame la doble y el póker de ases». Yo lo escuché varias veces, pero recién ahora lo entiendo. En su camino se cruzó Raquel, a quien llamábamos la viuda, aunque el marido estaba más vivo que la mayoría de los hombres, en México, aparentemente con una novia generosa. Raquel había desarrollado una neurosis sofisticada: culpaba a Teobaldo por la ausencia de cartas de su marido. Según Raquel, Teobaldo, por motivos inconfesables, eliminaba las cartas que su marido le enviaba. O ejercía algún tipo de influjo que impedía que llegaran. Cuando se lo cruzaba, le espetaba: «Magia negra o blanca, a mí no me vas a pasar por arriba. El día que descubra las cartas, te meto preso». Por el tipo de discurso, podía haber sido una anciana en bancarrota; pero Raquel era una cuarentona despampanante, que hubiera dejado chica cualquier canción de Arjona al respecto. Teobaldo no prestaba atención a los desvaríos de la «viuda», pese a que la mujer realmente se extralimitaba: lo insultaba, lo amenazaba, lo desafiaba. Estaban los cobardes que le recomendaban mudarse de barrio, y los insensatos que le aconsejaban recurrir a la policía. Teobaldo era un caballero. Pero el día en que la loca lo agarró por los pelos y de la chaqueta, y le impidió seguir repartiendo cartas, Teobaldo la besó y le tuvieron que reponer la doble y el póker de ases, porque comenzó un romance desatinado que fue la sorpresa y la envidia del barrio. Se olvidaron las supuestas cartas para Raquel, pero Teobaldo siguió siendo tan cartero como antes, mas ya no soltero. Ocupó la habitación vacante del marido fugitivo, en aquella casa sin hijos.
Teobaldo sufrió un sarampión traumático post-amoroso: creía que Raquel lo había elegido para olvidar a su marido; y que bastaría una carta del fugitivo para que ella lo abandonara. Aceptémoslo, la vida es de por sí difícil y nosotros la empeoramos. Al que adivina, le regalo la primera entrada al Museo del Once en los años 70. Igual, el precio será módico: un alimento perecedero, preferentemente algodón de azúcar. Ocurrió que, ahogado en dudas, Teobaldo inventó una carta del marido ausente, le inventó una dirección mexicana, y la hizo aparecer bajo la puerta del departamento de su entonces concubina. En lo que hace a México DF, da lo mismo inventar una dirección que encontrarla: es una ciudad incomprensible. Ya estuve cinco veces y todavía no sé dónde es el centro. Pero Raquel se fue corriendo para allá ni bien recibió la falsa carta, a esa dirección inexistente, y nunca jamás regresó.
—¿Qué hiciste, loco? —le decían los amigos a Teobaldo.
—Quise una prueba de amor —respondía el cartero.
Murió solo, con la doble y el póker de ases tachados. Cuando alguna carta tardaba en llegar a casa, le echábamos la culpa, ya no recuerdo si como un chiste.