Rosaura a las diez, de Marco Denevi, es una de las grandes novelas argentinas. Denevi era uno de esos autores cultos, eruditos, capaces de desarrollar un coloquialismo llano y preciso. Un creador ingenioso, que no se dejaba llevar por el ingenio: la trama era soberana en su literatura. El protagonista de «Rosaura…», Camilo Canegato, es un eremita, pintor y restaurador, que vive en una pensión porteña, casualmente en el Once, y pinta interminablemente el retrato de su Dulcinea, Rosaura, de quien los inquilinos de la pensión descreen. La novela alcanza su punto álgido cuando la desconocida en la que se inspiró Camilo, aprovecha la farsa para extorsionarlo. Mario Soffici la adaptó en una película encantadora, donde Juan Verdaguer interpreta magistralmente a Canegato y Susana Campos a Rosaura.
Mi Rosaura, que igual que la de Canegato, no se llamaba Rosaura, apareció en un bar de San Telmo, a las once de la mañana. Yo acababa de salir de una editorial con el terrible compromiso de escribir una contratapa para mi propio libro: puedo escribir un cuento en una tarde, pero no me alcanza la eternidad para escribir una contratapa propia. No me gusta escribir en los bares, porque no me gusta que me vean escribiendo, pero sí puedo pensar. Miraba por la ventana intentando dilucidar un texto que no sonara pretencioso ni excesivamente lavado. El bar se inauguraba y sus dueños todavía decidían si sería un petit hotel, un bed and breakfast o un hospedaje gourmet friendly. Por lo pronto, no sabían preparar un café ni un licuado. Naranjas no había. Tuve que conformarme con una gaseosa de limón. De la nada entró una anciana, a la que creí reconocer de algún lado; se sentó, pidió un café, y en cuanto se lo negaron, se levantó y se fue. No alcancé ni una línea de la contratapa: pasé las siguientes horas, luego días, finalmente meses, tratando de recordar de dónde conocía a aquella señora. Acabo de recordarlo, y esta es la historia que compartiré con ustedes hoy.
Durante dos años, entre el 89 y el 91, en un bar que se cruzaba entre Hipólito Yrigoyen y Avenida de Mayo —antónimo del hipotético «restó» anteriormente citado—, donde vendían cerveza gallega, a la salida de mi trabajo en la redacción de un diario que ya no existe, escuché a un hombre de entre cincuenta y sesenta años narrar las virtudes de su amante cuarentona: Rosaura lo consentía, le cocinaba, lo bañaba. Rosaura lo agasajaba en la cama. Rosaura olvidaba. Rosaura no exigía sino amor. Lo incitaba, lo hacía reír. Yo me había encariñado de esa cerveza gallega, pero cuando nuestro Canegato de Congreso lanzaba el discurso a sus amigos babeantes, tenía ganas de levantarme y pedirle que cambiara el dial. Incluso los cuentos picantes deben sostenerse con peripecias, variedades, conflictos. Aquel romance infalible era narrado en un tono a la vez monocorde y exaltado. No había derecho a réplica. Sospecho que a Canegato no le disgustaba que yo lo escuchara desde mi mesa ajena.
Sin avisarle previamente a Rosaura, nuestro Canegato se separó. Acto seguido, le ofreció a Rosaura una vida juntos. Rosaura lo sacó carpiendo: ella era casada también, y no pensaba separarse ni por todo el amor del mundo. Pero si el triste final de la aventura del Canegato de Denevi se inició cuando apareció la mujer verdadera que inspiraba a la falsa Rosaura; el Canegato de Congreso quedó reducido a un orate cuando sus amigos no accedieron a ninguna prueba de la existencia de su Rosaura. ¿Les había inventado esa felicidad? ¿Era un megalómano?
No sé si fue eso lo que motivó el desbande, pero semana tras semana, uno por uno, los oyentes se esfumaron, y sólo quedó Canegato en la mesa. Me hacía acordar al protagonista de la novela Madre Noche, de Kurt Vonnegut: un espía americano que se hace pasar por locutor de radio nazi, en Alemania, y cuando termina la guerra, muerto su responsable, nadie le cree que en realidad trabajaba como espía a favor de América. Canegato moriría sin haberle podido mostrar a nadie a su Rosaura; el exacto opuesto del Canegato de Denevi. Pero en la tarde de su soledad más profunda, Canegato de Congreso se abalanzó sobre mi mesa, sacó una foto del bolsillo trasero de su pantalón y me mostró a Rosaura. Era la primera foto que ella le regalaba: la de la despedida. En esa instancia, entró un hombre furibundo al bar, me encontró observando la foto, y me espetó:
—¿Vos sos el H de P? No puede ser que seas que vos… —Palidecí.
Pero Canegato intervino:
—Soy yo —dijo aliviado.
Por fin, aunque fuera el marido de Rosaura, alguien le creía. El marido sacó a Canegato a la calle, vi el comienzo de una trifulca, y la aparición de dos policías. Fue lo último que supe de aquel drama. Me pedí cuatro cervezas, hasta el anochecer, en lugar de las tres habituales. Dos décadas más tarde, el tiempo me traía el fantasma de Rosaura; tan insignificante en comparación con las pasiones que había desatado.