Era un día de enero como cualquiera de estos, y también llovía. Pero no hacía frío. Ya había muerto Perón. No me decido si fue en el año 75 o 76. El país era un caos, y hasta los chicos lo sentíamos. Debe haber sido el 76, porque sí recuerdo que caminé, solo, con campera y sin paraguas, las cuadras que separaban Junín de Boulogne Sur Mer, por Tucumán, hasta la casa de mi amigo Benjamín Feigman.
El temporal no me impidió comprar mi masita turca de rigor: un kedaífe. Se lo arrebaté a la lluvia, comiéndolo bajo los techos. Los padres Feigman estaban en Mar del Plata, y Benjamín había quedado al cuidado de su hermano mayor, Nicolás. Cuidado es un decir. Nicolás había convocado a sus tres amigos: Bersky, Talgari y Basanta, todos de 19 años como él, para el ensayo capital de su banda de folclore revolucionario: Los nativos. Con un asistente especial: el mendigo tuerto de la calle Uriburu. Los jóvenes habían considerado darle asilo al mendigo, hasta que acabara el temporal, como su primer acto insurgente o socialista; si era necesario, lo dejarían dormir allí. Aunque yo era muy chico, pregunté si habían pedido permiso a los Feigman. Los cuatro «nativos» me respondieron con la misma mueca de suficiencia.
Ya tenían la tapa del disco, dibujada por Talgari y realizada en la imprenta del padre de Basanta: un indígena, supuestamente un inca, ascendiendo de entre ruinas y cadáveres, alzando una lanza, mientras un conquistador español huía despavorido. De trasfondo, como horizonte, una bandera con una estrella en el medio; el dibujo era en blanco y negro, pero muchos años después deduje que la querían roja y con la estrella amarilla. Llevaba el nombre del grupo arriba, y el título del disco al medio: «Renacer incaico», en letras tridimensionales y sangrantes. Cada una de las canciones remitía a una tribu distinta: «Rebelión Azteca» «Bendito Tupac Amaru» «Diaguitas con bronca» «Socialismo maya».
Despuntaron el primer tema, «Machu Picchu rojo»; la semana siguiente irían a un estudio de grabación. Benjamín y yo comíamos tostadas con dulce de leche, a destajo, y leíamos Isidorito, porque no nos dejaban ver la tele. Todavía no sonaban los acordes finales de «Machu Picchu rojo», cuando el mendigo tuerto preguntó:
—¿De dónde vienen sus padres?
Les hubiera gustado seguir ensayando sin interrupciones, pero se debían al oprimido. Contestar las preguntas del mendigo equivalía a aplicar la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire. En cualquier caso, les costó comprender el requerimiento. Finalmente Basanta lo entendió.
—Mis padres llegaron de Galicia —respondió. A su turno, Feigman y Bersky citaron Polonia y Rusia como respectivos lugares de origen de sus padres. Los de Talgari, al menos el padre, venía de Italia. Todos los progenitores habían llegado muy pequeños, en barcos, traídos a su vez por sus padres.
—¿Y por qué no cuentan entonces la historia de sus padres, o de sus abuelos? —los desafió el mendigo.
—Queremos ser la voz de los que no tienen voz —replicó Talgari.
El mendigo, sorprendiendo a todos los presentes, articuló con precisión:
—Los que no tienen voz, no tienen voz.
A los muchachos no les cayó bien esta tautología, aunque al menos dos de ellos reverenciaban la frase del recientemente fallecido general: «La única verdad es la realidad». No sé si no les gustó la réplica del tuerto porque era un mendigo, o porque no era un general. Siguieron tocando, y el mendigo dirigió su prédica hacia nosotros, en una voz descuidada:
—No siempre fui un mendigo. Fui inventor e ideólogo. ¿Saben lo que es un ideólogo? Yo soy el creador de los huevos sellados: un sello que marca en cáscara la fecha de vencimiento de cada huevo; y se venden al doble. Las pastillas para despertarse a determinada hora: tomás una pastilla para despertarte a las ocho; otra para despertarte a las seis. Pero nunca llevé mis ideas a la realidad: por eso soy un ideólogo. La realidad es tratar de sobrevivir, y tratar de ser amado. Esa es toda la realidad. Lo demás, son ideas. Y las ideas no hay que aplicarlas. Son diversiones, chistes, aforismos para pasar el rato. Yo nací sin un ojo. ¿A qué sistema quieren que le eche la culpa?
Por algún motivo, ni a Benjamín ni a mí nos asustaba. Pero los muchachos revolucionarios no lo podían sufrir. Nicolás tomó la posta:
—Compañero, le vamos a tener que pedir que se retire.
—Me retiro —respondió con dignidad el mendigo—. Pero no me llames compañero, que no tengo ni siquiera amigos.
Afuera diluviaba; y supe que los Feigman no se enterarían del huésped que alguna vez había visitado su casa. El disco nunca se produjo. Curiosamente, a comienzos del año dos mil, encontré la tapa en un sitio de libros y cosas usadas, donde también vendían figuritas antiguas, y la compré por un precio accesible.