Mana agua de la roca

Mana-agua-roca

Cada vez que llega Pesaj —me dijo mi amigo Vinker—, recuerdo mi propia liberación. Si lo pensás un poco, los hebreos no hicieron una revolución para cambiar las condiciones de vida en Egipto, no mataron al Faraón; ni siquiera hicieron una huelga de esclavos. Se fueron. Se marcharon al desierto; como yo cuando me fui de mi casa. Todo comenzó varios meses antes de Pesaj, en la casa de Luisa, una amiga de mi esposa. Estábamos cenando, cuando de pronto las lamparitas de la araña del comedor titilaron, se escuchaba un zumbido raro. «Uh», dijo Ricardo, el marido de Luisa, «es una baja de tensión. ¿Se aguantan un minuto sin luz?». «Por supuesto», respondí.

«El tal Ricardo fue a buscar una caja de herramientas y guantes. Cortó la luz. Al rato lo vimos trabajando en el tablero de disyuntores, iluminado por una linterna. Cambió tapones, amperímetros, tendió cables. Volvió a dar luz. Ahora todo funcionaba a la perfección».

«Qué prodigio», dijo mi esposa, «Y pensar que Vinker no sabe ni cambiar una lamparita».

—La verdad —siguió Vinker—, me molestó que hiciera referencia a mi inutilidad.

—Pero… —carraspeé—. Realmente sos un inútil.

—Lo sé, lo sé. Sería inútil negarlo. Pero una cosa es que me lo digas vos, que sos otro inútil. Es un gesto solidario. Otra muy distinta es que te lo diga una esposa, en la casa de otra pareja, delante del marido de una amiga. Eso es una afrenta.

—Dejémoslo en «frase inconveniente» —sugerí.

—No señor, no señor —porfió Vinker—. Como decía Darío Vittori: «al hombre se lo respeta». Es una conjugación un poco extraña, pero precisamente por eso es trascendente. Es como si quisiera decir que al hombre bueno se lo debe respetar en cualquier circunstancia, en las buenas y en las malas, aun si el marido de la amiga descubre el misterio de la traslación molecular. La esposa debe guardar su admiración para el marido. Pero el daño ya estaba hecho: sólo me quedaba vindicarme. Sugerí que invitáramos a Luisa y Ricardo para el seder de Pesaj. Delante de ellos, yo cambiaría un cuerito.

—No entiendo —interrumpí.

—Yo seré un inútil, pero vos sos un lerdo. ¿Qué no entendés? Era cuestión de dejar una canilla goteando, fingir molestia, ir a buscar una llave inglesa y cerrarla como si le hubiera cambiado un cuerito. Eso demostraría que yo también podía ser un maese herrero, o plomero.

—¿Qué dijo tu esposa?

—Me hizo las cuatro preguntas del seder: «¿Por qué querés arruinar esta cena especial? ¿Acaso se te volvió el cerebro de matzá? ¿Por qué sos tan amargo y decís siempre cualquier verdura? ¿Por qué no querés que comamos relajados?». Le dije que en esta cena se jugaba mi dignidad. Ella misma me había basureado delante de su amiga y el marido; ahora debía permitirme recuperar mi autoestima. Yo por entonces todavía creía en la autoestima. Llegó la noche especial, ahora me parece que hace más de cinco mil años. Luisa y Ricardo arribaron de un talante muy afable; Ricardo parecía incluso modesto, ninguna seña de que hubiera cambiado la instalación eléctrica de su propia casa sin más ayuda que de una linterna; ningún gesto de que recordaran la humillación a la que me había sometido mi propia esposa. Pero la suerte ya estaba echada. Yo había dejado la canilla goteando, y había comprado una llave inglesa, porque hasta entonces no sabía qué era exactamente una llave inglesa. Alrededor de una hora más tarde, manifesté mi molestia por la canilla que goteaba en la cocina. Todos me miraron como a un loco, porque la cocina estaba en la otra punta de la casa, y nadie había escuchado nada. Me insistieron para que no me preocupara, pero no di el brazo a torcer. Fui en busca de la llave inglesa, pasé absurdamente por el comedor, para que la vieran, marché a la cocina, ajusté la canilla y la rompí.

—¿Cómo? —pregunté.

—No sé —admitió Vinker—. Comenzó a salir agua sin parar. Como era la canilla de la bacha, la dejé correr y regresé al comedor. Pero el agua no me iba a dejar las cosas tan fáciles: una media hora más tarde, nunca supe por qué, una especie de tsunami manso se hizo presente en el comedor. Ricardo tuvo que hacerse cargo de reparar la canilla. La cena fue un fracaso. Pero yo conseguí mi libertad. Adriana me echó de casa esa misma noche. Ahora, si lo pensás un poco, Moisés hizo salir agua de la roca, pero en ningún lado dice que haya logrado que deje de manar.