Un día de mayo

dia-mayo

El pasado jueves, a las siete de la mañana, en el bar 24 hs de una estación de servicio sobre la calle Díaz Vélez, desayunaba leyendo un libro, cuando un pelotazo de papel impactó en mi frente. Interrumpí la lectura y busqué al culpable: un niño de unos 10 años, que había intentado alcanzar a una niña quizás de once. El pelotazo de papel activó un recuerdo personal, que tardé unos quince minutos en terminar de evocar por completo. ¿En qué otra circunstancia había yo recibido un pelotazo de papel en la frente y también relacionado lateralmente con la lectura? Permítanme una digresión para regresar con la respuesta: hará cosa de un mes me enteré de que la Legislatura porteña nombró por unanimidad Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos Aires en el ámbito de la Cultura al escritor Juan Sasturain. Pues bien, el pelotazo recibido el jueves pasado me remitía directamente al día de mayo de hace ahora 27 años cuando entré por primera vez a la redacción de la revista Fierro, en la editorial La Urraca, sobre la calle Venezuela, llegando a Piedras, y me encontré a Sasturain atajando penales sentado en una silla. Él era el director de la revista, y yo llevaba mi primera nota, mecanografiada en unas hojas probablemente más arrugadas que la pelota con la que estaban jugando.

A mis 19 años, mis únicos conocimientos redituables eran los personajes de las historietas que había leído durante mi infancia y adolescencia: no le había prestado atención a ninguna de las materias del colegio, ni en el primario ni en el secundario; había fracasado en todos los ámbitos de mi vida, pero en cada una de esas ocasiones, bajo el pupitre, en absoluta soledad, en medio del desierto que era mi inútil existencia, yo me había leído todas las Nippur de Lagash, todas las Jackaroe, todas las Savarese, y por eso escribí al respecto, y sin más referencias que haber buscado el domicilio de la editorial en una de las revistas, hacia allí marché, y de recepción me enviaron a la revista Fierro, y ahí, cuando me dijeron «pase», al entrar, Sasturain me colocó un pelotazo de papel en la frente, tal vez involuntariamente; o me haya puesto el pase perfecto, y yo recién ahora, en la estela de su nombramiento como ciudadano ilustre, lo comprendo. ¿Qué hacía el director de la revista, sentado en una silla giratoria, atajando los penales que le disparaban el diseñador Juan Manuel Lima y el coordinador Viruta Zalut; observados por el talentoso dibujante riojano Alfredo Flores? No podía dar una respuesta certera, pero sí supe, instantáneamente, con el golpe de la pelota de papel en la frente, que ese era uno de mis lugares posibles. Dejé mis propios bollos de papel; y Sasturain les echó un vistazo. Algo vio porque, antes de atajar el próximo penal, me prometió su lectura y me aconsejó que llamara a la redacción en una semana; coincidentemente, un día antes del feriado del 25 de mayo.

Sasturain es un escritor de policiales. No soy el único que lo piensa: la editorial Gallimard de Francia ha traducido a ese idioma su obra Manual de perdedores en la Serie Negra, quizás la más prestigiosa colección de policiales del mundo. Ya el título me resulta encantador; y la obra en sí, la trilogía dedicada al veterano Etchenique —un Quijote porteño: se le cuece el cerebro leyendo policiales y se mete a detective— es uno de los mejores maridajes que se han logrado entre el policial sucio norteamericano y Buenos Aires. La obra de Sasturain es profusa y variada: es erudito en el género historieta y desenfadado a la hora de escribir sobre fútbol. Su programa televisivo Ver para leer fue, en mi opinión, lo mejor que se ha hecho en el rubro de literatura televisada; y todavía se lo puede disfrutar con sendos envíos, sobre historieta y policiales, en el canal Encuentro. Pero lo que me sigo preguntando desde hace ya más de un cuarto de siglo es cómo hubiera sobrevivido yo a mis 19 años si ese pelotazo de papel no hubiera impactado en mi frente aquel día de mayo de 1986.

Cuando llamé a Sasturain una semana después, el 24 de mayo, me dijo que me iban a publicar la nota; y por primera vez desde que había nacido en estas tierras sentí que, aunque sólo hacía una generación que mis ancestros hablaban este idioma, yo ya estaba autorizado para escribirlo, y que al día siguiente, también por primera vez, fuera de cualquier aula o acto, podría gritar junto a French y Berutti, y el pueblo reunido en el Congreso: somos libres, somos libres.