La acusación

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En el año 1990 la rúcula todavía no se había impuesto. Yo estaba comiendo una ensalada de radicheta y tomate, esperando la porción de entraña, en un restaurante sobre la calle Montevideo, entre Corrientes y Sarmiento, cuando se me presentó un milagro, de la única especie que me ha tocado recibir: literario. Un señor, de unos treinta años, se acercó a mi mesa, me dijo que había leído alguna de las fábulas que yo había publicado en un matutino —hoy ya fuera de circulación—, y preguntó si me interesaba publicarlas en forma de libro.

Llamaremos a mi benefactor Franz Beckenbauer, como el célebre futbolista alemán, porque efectivamente mi posible editor era hijo de alemanes; incidentalmente, antinazis. Yo había oído hablar, por entonces, de una comunidad alemana antinazi en Argentina, de raigambre liberal. Pero Beckenbauer pertenecía a un linaje que me era desconocido, y sobre el cual no volví a leer: alemanes comunistas antinazis en Argentina. Su padre había llegado a la Argentina en el año 1934 y hecho fortuna como peletero en Mar del Plata, extendiendo sus negocios, ya de diversa índole, a Buenos Aires. No era afiliado al PC argentino, pero sí un compañero de ruta. Llamemos al padre Hans. Tanto Hans como sus hijos habían frecuentado Alemania Oriental, en vínculo directo con sus autoridades secundarias, hasta el tórrido final de la Alemania comunista. Poco después de la caída del Muro, Hans había fallecido, dejando a sus dos hijos, Franz e Ingrid, una importante fortuna —en el sentido capitalista—; y Franz había decidido montar una editorial de poesía y «prosa singular», como él mismo la definió, en uno de los palacios que su padre le había legado en Mar del Plata.

Yo publicaba las fábulas semanalmente, y llevaba escritas una media docena. Acordamos que en cuanto hubiera reunido unas veinte, cenaríamos en el mismo restaurante para ponderar la publicación en formato libro.

Semanalmente, también, llegaban a mi escritorio en el diario los primeros libros de poesía que publicaba Franz, en su flamante editorial Bastardilla.

Ingrid, la hermana, una beldad rubia hasta el último detalle, se había casado con un aspirante a escritor e intelectual, Amancio, cuya única ocupación real era vivir del suegro en vida, y seguir viviéndolo luego de su muerte. Apenas Franz reveló su editorial, Amancio descubrió su vocación de poeta. Su libro se llamaba «Amor y revolución». Yo tuve en mis manos el original y especulé que, traducido al alemán, daría algo así como «Mi suegro me mantiene»; pero puede que mi interpretación estuviera algo influenciada por mi completo desconocimiento de ese idioma. En un alarde de sensatez que me sorprendió, Franz se negó a publicar el libelo de su cuñado. Sospecho que el libro era sólo un poco peor que algunos de los que ya había publicado, pero la circunstancia de que fuera el mantenido con cama de la hermana lo superaba.

En una conferencia sobre el surrealismo —yo la cubría para el diario—, en un centro cultural del barrio de Almagro, Amancio me entregó la copia mecanografiada de su libro, me explicó su parentesco y afirmó: «No me lo va a publicar. Franz trabaja para la CIA. Sé que te quiere publicar las fábulas: cuidate. Recién empezás: no arruines tu carrera».

Cuando me dijo que el cuñado trabajaba para la CIA, pensé que se refería a alguna asociación de empresarios; pero pronto me desengañé: no trabajaban. Tanto Franz, como Ingrid, como Amancio, vivían de lo que les había dejado Hans. Amancio evidentemente se refería a la Central de Inteligencia norteamericana.

El diario cerró. Perdí todo contacto con Franz Beckenbauer. Yo vivía en un departamento sin teléfono. Pasaron los años. Junté las veinte fábulas y las publiqué en forma de libro: primero en Sudamericana; después en Alfaguara.

En el año 2004, una institución cultural de Dusseldorf, Alemania, proyectaba la película El abrazo partido, y me invitó, como guionista del film, a hablar con los espectadores, con traducción simultánea. Mantuve un provechoso diálogo con los presentes, muchos de ellos hispanoparlantes. Cuando estaba por retirarme, se me acercó Franz Beckenbauer.

Había huido de la Argentina perseguido por la acusación de su cuñado. Tomando la fabulación de Amancio, cada poeta cuyo manuscrito era rechazado por Franz, se abonaba a la teoría de que Franz era un agente de la CIA. Pero eso no era todo: la mayoría de los editores independientes cobraban por publicar libros de poesía; como Franz no cobraba, sus poetas editados, sabiéndolo rico, lo consideraban un capitalista y un explotador; y se sumaban a su vez a la acusación. Algunos de esos poetas sugerían que sus libros vendían miles de ejemplares, pero que Franz, en lugar de pagarles sus derechos o reeditarlos, destinaba el dinero a actividades secretas. Le pregunté por qué había elegido Dusseldorf. Respondió que Berlín le recordaba su frustración con la caída del Muro. Se despidió afirmando que militaría hasta que el comunismo regresara la Alemania reunificada.