A media luz

media-luz

Eran las tres de la mañana de un día de diciembre de 1991 y me hallaba en la Biblioteca del Congreso de la Nación. La luz eléctrica parecía cansada y a mi alrededor se dispersaban lectores de las más variadas procedencias: por lo menos una docena del Lejano Oriente, en todos los casos adolescentes, seguro chinos y coreanos; quizás japoneses. Estudiaban. También menudeaban los clásicos rezagados del secundario preparando las materias para fin de mes. Un uruguayo se cebaba clandestinamente un mate, porque creo que estaba prohibido. Una anciana se me acercó y me preguntó si podía buscarle en las tarjetas blancas de las referencias un artículo, o unos poemas, ya no recuerdo, de o sobre Gabriela Mistral, publicados en la revista Vuelta de Octavio Paz. Me acerqué a los cajones, me agaché y le dicté a la anciana las siglas correspondientes. Se apersonó en el mostrador, regresó con la revista y me preguntó qué estaba haciendo yo allí a esa hora.

—Busco material para una novela —confesé.

Era cierto: en la noche calurosa y con insomnio, había aprovechado para escapar del Once y documentarme para lo que sería mi primera novela publicada: Un crimen secundario. Repentinamente se cortó la luz. Los habitantes de la biblioteca permanecimos en silencio y calma. Las bibliotecas me resultan el único sitio en el que me es dado encontrar algo de trascendencia; si alguna vez existió algo parecido a un templo en mi vida, son las bibliotecas. No me importa su tamaño ni su jerarquía: puede ser la biblioteca de una escuela rural o la de un club; siempre encuentro un libro desconocido, un incunable de uno de mis autores favoritos, una bibliotecaria erudita. La luna que yo había visto a la una, antes de entrar, era redonda como la de ET, y no sé por dónde algo de su claridad se filtraba. En esa penumbra podía deducir a la anciana escribiendo sin parar, posiblemente sin ver lo que escribía. Entonces me hubiera alcanzado con esa luz para continuar con la lectura de la revista del Instituto Sanmartiniano; hoy no podría leerla ni con la luz eléctrica de aquella sala, precisaría lentes.

Yo sabía, y los demás también, que bastaba con aguardar: en el peor de los casos, llegaría la luz del día; la biblioteca atendía las 24 horas.

A las 4 de la mañana regresó la luz. Un par de orientales lejanos habían desertado en el interregno. El uruguayo se levantó con su discreción de espía a cambiar la yerba del mate. La anciana me entregó la revista Vuelta y me dijo:

—Creo que hay algo que te va interesar.

Cuando se marchó, abrí la revista desganado —nada de su tapa me interesaba en particular—, pero me encontré con las hojas manuscritas en su interior. Tardé una semana en comprender por qué me había dejado aquel recado: yo le había dicho que buscaba material para una novela, sin aclararle que ya tenía mi propia trama y que lo que precisaba era documentación.

La historia que la anciana me contaba en las hojas de agenda manuscritas era sobre su matrimonio. Había estado casada durante sesenta años con un buen hombre, Demian. Habían tenido dos hijos. Súbitamente, del mismo modo que se había cortado la luz, completamente inesperado, aparecían en el relato referencias, pudorosas, a la vida sexual de la pareja: era un milagro que hubiesen tenido dos hijos, ponderaba, porque habían sido escasos los encuentros conyugales. Demian era completamente mudo en la cama, no hablaba ni antes ni después. Inmediatamente después de cada encuentro conyugal, Demian se bañaba. A veces tardaba tanto bajo la ducha, que ella ya estaba dormida cuando él regresaba a la cama. Siempre lo hacían con la luz apagada.

Una noche, alrededor de un año después del nacimiento de su segundo hijo, mientras aceptaba a su marido en la cama, llegó de la calle el ruido de lo que parecía un disparo, y un grito. Ella, instintivamente, prendió la luz de su velador. El hombre que saltó de la cama, se arropó con una sábana y salió corriendo, escribía, no era Demian. Unos minutos después, Demian entró en la habitación, fue a bañarse y regresó a la cama. Ella y Demian siguieron casados y juntos, nunca hablaron de aquel suceso ni volvió a haber intimidad en la pareja. Con el tiempo, llegó a dudar de lo que había visto. Pero no podía quitarse de la memoria la idea de que el rostro del hombre furtivo era semejante al de su hijo mayor. En la madrugada, relativizaba con su letra menuda, uno puede ver cualquier cosa, como pudo habernos ocurrido durante aquel apagón en la biblioteca.

Doblé prolijamente las pequeñas hojas, las guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón, y regresé caminando a mi ambiente y medio, en una Buenos Aires espectral que amanecía contra su voluntad. No sé a dónde fueron a parar aquellas hojas, pero ocupan el primer lugar en mi monumental osario de cosas valiosas perdidas. Posiblemente hayan sido víctimas del laverrap. Ahora forman parte de la biblioteca secreta del universo.