Por la rotación inclemente del papi fútbol, me tocaba ir al arco. Lo cierto es que no es un rol que me apetezca. La pelota es dura, pesada, y hacía frío. Levanté la mano con la idea de que me reemplazara uno de los muchachos que aguardaban al gol para entrar. Pero Damián, un zaguero de unos sesenta años, me dijo discretamente:
—Quédate. Voy al arco.
No pude agradecerle, porque hubiera quedado en evidencia. Concluí el partido, con saldo penosamente desfavorable, pero ileso. Cuando estaba por salir a la calle, en el barcito de la cancha, sobre la calle Sánchez de Bustamante, divisé a Damián comiendo solo. Me acerqué a la caja y pedí que me cobraran lo que había pedido. Damián me descubrió y me invitó a compartir el almuerzo. Le dije que me limitaría a tomar una gaseosa fría.
—¿Cómo me ves haciendo el divorciado? —me consultó.
—No te veo —confesé—. Nunca te escuché hablar de tu esposa, de modo que supuse que eran un matrimonio exitoso. Si me perdonás, siempre te consideré el modelo de hombre de familia.
—No tenés que pedir disculpas por eso —replicó Damián—. Y fuimos un matrimonio exitoso. Pero Gladis me pidió el divorcio hace ya un mes.
Logré reprimir mi primera reacción: «¡A esta edad…!». Pero ni siquiera sabía qué edad tenía Gladis.
—¿Qué adujo? —pregunté.
—Hay que reconocer que fue muy clara —informó Damián—. Se enamoró de una mujer.
Pensé que me había salido la gaseosa por la nariz, pero luego de pasarme la servilleta, comprobé que todo estaba en su sitio.
—Me lo dijo con mucho dolor —siguió Damián—. Habíamos sido los mejores compañeros, incluso buenos amantes. Y siempre pensó que sus escasos y esporádicos escarceos con mujeres eran un elemento menor de su temperamento. Pero con Dana, encontró el amor. Ya no se podía separar de ella. Me lo dijo llorando. Realmente sufría mientras me lo decía. Yo te confieso que me sentí aliviado. La idea de divorciarnos no me asustaba. En rigor, la había ponderado varias veces, pero nunca me había atrevido a comentárselo a Gladis, por miedo a herirla. Al irse con una mujer, dejaba mi orgullo a salvo. Si se hubiera ido con un hombre creo que no lo hubiera podido soportar. Gladis tiene cincuenta años, y es una mujer atractiva. El hecho de que un hombre se la llevara hubiera sido un golpe brutal a mi virilidad. Pero se fue con una mujer, ¿qué puedo hacer? Desearle suerte. Era la solución perfecta. Traté de que no se notara mi alegría. Después de todo, ella realmente sufría mientras me pedía disculpas y trataba de explicarse. Le dije que no hacía falta que me explicara nada. Nos habíamos tratado bien durante toda nuestra vida; guardaríamos un buen recuerdo el uno del otro. Tenemos una hija de 23 años, y obviamente no la podíamos mantener en ascuas. Pero antes de imponerle los acontecimientos a Abril, Gladis consideró saludable que yo conociera a Dana. Era necesario, porque Abril tendría que elegir si se iba a vivir con la mamá y su novia, o seguía viviendo conmigo en casa. Debíamos conocernos. Acepté, no sin reticencias. La situación me resultaba incómoda. ¿De qué hablaríamos? Ellas viven en Almagro, a unas quince cuadras de acá. Llegué temprano, con la boca seca y las manos sudadas. Tardé como diez minutos en tocar el portero eléctrico. Bajó Gladis y subimos juntos en el ascensor. Viven en el piso 10, e hicimos los diez pisos en un silencio extraterreno. Dana nos abrió la puerta antes de que tocáramos el timbre.
La cara de Damián se transfiguró al llegar a este punto del relato.
—Nunca he visto una mujer más hermosa. No es que se trate de una belleza evidente, aunque llamaría la atención de cualquiera. Es hermosa para mí. El tipo de belleza que Dios me tenía reservada cuando nací. Y que yo resigné porque Gladis me encontró y me cobijó. Pero… cómo me trató Dana, con qué sensualidad me hablaba. Hasta me gustó cómo me sirvió el té en hebras de flores con miel de campo. De inmediato se desarrolló entre nosotros un diálogo intenso, que Gladis tomó como un esfuerzo mío por aceptarla. Ahora no veo la hora de volver a verla… a Dana. Y es fácil, porque hay trámites, y porque se supone que Gladis y yo somos amigos. Y si la vida es así de sorpresiva, ¿quién te dice?
—Permitime que pague también la gaseosa —dije, levantándome para irme.
—No me dijiste qué pensás —me reprochó.
—Yo invento las historias —dije—, no las interpreto.